2
Viendo el futuro

Bean miró a sus tres hijos y tuvo que hacer un esfuerzo para ocultar su tremendo pesar y temor por ellos. Había sabido que era solo cuestión de tiempo, y aunque le aliviaba que Ender hubiera despertado de su largo letargo pacifista para poner fin al dominio de Sergeant, sabía que solo habían preparado el escenario para el conflicto venidero. Se preguntó si estallaría cuando él se hubiera ido.

Petra, lo he estropeado por completo, pero no sé cómo podría haberlo hecho mejor. Han tenido demasiada libertad, pero no podía perseguirlos por corredores donde mi cuerpo ya no entraba.

—Andrew —dijo Bean—, agradezco tu lealtad hacia mí, y el hecho de que hayas repetido todas las conversaciones textualmente, incluidas las cosas increíblemente estúpidas y peligrosas que dijiste.

Bean observó que Ender se sonrojaba un poco, no de vergüenza, sino de furia. También vio que Carlotta parecía aliviada, y Cincinnatus (Bean siempre había odiado el apodo Sergeant, «Sargento») adoptaba una expresión de esperanza triunfal. Estos niños no tenían idea de cuán transparentes eran para él. Aprender a interpretar a los demás llevaba tiempo, por muy inteligente que fuera un niño.

Aunque quizá fueran más perspicaces de lo que Bean suponía. ¿Y si sabían exactamente qué emociones estaban mostrando, y las mostraban adrede?

Petra, te tocó la parte más fácil. Nunca pensé que sería tan complicado criar hijos que estaban tan empecinados en sobrevivir, al margen de cómo lo definieran, y eran tan extraordinariamente capaces de adquirir las aptitudes para ello.

Yo mismo debo de haber sido bastante aterrador a esa edad, si alguien se molestaba en notarlo. Si Aquiles me hubiera entendido un poco mejor, me habría matado a mí y no a Poke. Pero Aquiles estaba loco, y mataba por necesidad, sin sopesar sus decisiones.

Ender tuvo la discreción de no defender su causa, a pesar de las críticas, de no tratar de dejar mal parados a los demás. En cambio, escuchó con paciencia, a pesar de ese leve sonrojo, que ya se estaba disipando.

—Bella —le dijo Bean a Carlotta.

—No me llamo así —repuso ella con hosquedad.

—Es el nombre que consta en tu certificado de nacimiento.

—En un mundo que nunca veré de nuevo.

—Carlotta, pues —dijo Bean—. Entenderás que evitar el conflicto aliándote siempre con el hermano más fuerte no dará resultado, porque estos chicos están parejos.

—Nadie lo sabía hasta hoy —dijo Carlotta.

—Yo lo sabía —dijo Bean.

—Yo todavía no lo sé —dijo Sergeant.

—Entonces tu absurda autoestima es totalmente inmerecida, Cincinnatus. Fuiste muy imprudente al pensar que Ender era lo que parecía. Si él realmente te hubiera querido matar, ahora estarías muerto, tomado totalmente por sorpresa.

Sergeant esbozó una leve sonrisa.

—No, Cincinnatus —prosiguió Bean—. El hecho de que Ender no quiera matar no significa que no te matará si lo cree necesario. Verás, tú eres un atacante, un competidor, y no entiendes lo que es Ender… un defensor, como el niño en cuyo honor le puse ese nombre. El hecho de que no sienta la necesidad de dominar a los demás no significa que te permitirá tomar lo que no quiere que tengas, incluida mi vida. Incluida la suya.

—Gracias por la lección, Padre —dijo Sergeant—. Siempre soy más sabio después de estas pequeñas entrevistas.

Bean soltó un largo rugido, tan estentóreo que todo el compartimiento vibró. Los niños se intimidaron visiblemente. Poco tiempo atrás se habrían arrodillado. Por instinto, Bean nunca les había pedido que lo hicieran.

—Aún estás acusado de planear mi asesinato, Cincinnatus. Quizás un leve intento de demostrar contrición sería mejor que el desparpajo.

—¿Qué piensas hacer, Padre? ¿Matarme? Sabes que yo tenía razón. Representas un desgaste improductivo de nuestros…

—Sé que todavía eres tan pequeño e ignorante que crees que ya no me necesitas —dijo Bean—. Pero un día regresarás al universo humano, y no estarás preparado para lo que encontrarás allí porque eres tan arrogante que no se te ocurre pensar que hay muchos humanos más capaces que tú.

Sergeant no dijo nada.

—He vivido entre ellos. En mi infancia, en las calles de Rotterdam, sobreviví entre seres humanos en su estado más primitivo, y encontré seres humanos en su estado óptimo y más civilizado. Sé cómo los humanos hacen la guerra, y sé cómo traman los asesinatos. Sé qué les interesa… mil cosas sobre las que no sabes nada. Y matarme ahora, cuando no os he enseñado casi nada sobre eso…

—¿Por qué no nos has enseñado? —preguntó Carlotta—. Ni siquiera nos has dicho lo suficiente para que supiéramos que no sabíamos lo suficiente.

—No parecíais preparados ni interesados —dijo Bean—. Pero mi corazón podría ceder en cualquier momento, así que debería empezar con mis lecciones. Empecemos con esta: la gente guarda rencor cuando alguien intenta matarla.

—Lo siento si te causé rencor —dijo Sergeant. Su imitación del remordimiento estaba mejorando, pero aún no era convincente.

—Esa gente, a su vez, tratará de matarte. Eres inteligente, Cincinnatus, pero también eres pequeño. Cualquier niño de diez años podría liquidarte sin gran esfuerzo. Un adulto podría despedazarte con las manos.

—¿De veras? —preguntó Sergeant—. Mi investigación me dice que hay una fuerte resistencia a matar niños.

—Entonces has investigado mal. Los machos alfa de cierto tipo matan niños por instinto, y se requieren todos los esfuerzos de la sociedad para impedir que lo hagan a la menor provocación. Tus provocaciones distan de ser menores.

—Somos tus hijos —recordó Carlotta—. Nos contaste la historia de Poke y Aquiles, y que le dijiste a Poke que matara a Aquiles la primera vez que lo llevaste a tu jeesh.

—Lo llamábamos «familia». El jeesh era otra cosa, posterior. Y sí, le dije que matara a Aquiles y tenía razón, porque Aquiles era un sociópata que mataría a cualquiera que lo hubiera humillado. Yo no lo supe hasta que lo vi tumbado y sometido. Presentaba una amenaza directa. Tenía que morir, para defensa de Poke y de los niños que ella protegía. Ella no lo mató, y con el tiempo él la estranguló y la arrojó al Rin. ¿Cómo se aplica eso a nuestra situación?

—Consumes demasiados recursos —empezó Sergeant.

—Consumo exactamente el doble de calorías que un adulto humano normal, y vosotros tres combinados consumís tantas como un adulto, lo cual suma el consumo de tres en una nave que puede mantener a veinte adultos durante diez años, o a cinco durante cuarenta años. Me llama la atención que esto te alarme tanto, Sergeant. ¿Por qué necesitas que yo muera? ¿He sido un maestro demasiado exigente?

—Yo intentaba hacer una observación —dijo Carlotta— y como de costumbre iniciaste una digresión para hablar con uno de los varones.

—Ojalá tu madre no te hubiera inculcado ese mensaje especial sobre el feminismo. Te ha vuelto quisquillosa por nimiedades, Carlotta. Mencionaste mi insistencia en matar a Aquiles. Sí, yo quería matar a un enemigo peligroso cuando tenía vuestra edad, pero eso no significa que os pongáis a matar gente.

Carlotta quedó descolocada.

—Supongo que a eso me refería. En cierto sentido.

—Ya te he respondido. ¿Por qué no prestabas atención? Yo estaba en una situación de vida o muerte en las calles de Rotterdam. Si no matábamos a Aquiles, él nos mataría a nosotros, y terminó por hacer muchas cosas horribles antes de morir. Lo único que tenéis contra mí es mi consumo de recursos… Ya que estamos haciendo analogías, cuando ingresé en el grupo de Poke era un niño hambriento.

—De nuestro tamaño —dijo Carlotta, escéptica.

—Más pequeño —dijo Ender—. Leí las medidas que tenía cuando rindió examen en la Escuela de Batalla, y eso fue después de que su grupo hubiera comido bien durante meses. Nosotros éramos grandes y gordos comparados con él a la misma edad.

—¿Has estudiado su expediente? —preguntó Carlotta.

—Eres un rastrero —murmuró Sergeant.

—Es el único caso oficial de síndrome de Anton anterior a nosotros —dijo Ender—. Claro que he estudiado cada dato concerniente a su desarrollo físico y mental.

—Por continuar con mi respuesta a la falsa comparación de Carlotta —dijo Bean—, yo era una boca más para alimentar y parecía que no podía aportar nada a ese pequeño grupo de niños. Poke pudo haberme echado a patadas. Podrían haberme matado a golpes por solo tratar de unirme a ellos. Muchos grupos habían hecho cosas así y peores. Yo había observado y veía que ella era compasiva, dentro de los límites que permitían las brutales condiciones de la vida callejera. A diferencia de hoy, yo representaba una amenaza para la supervivencia: un desgaste de recursos, con poca capacidad para ayudarlos a obtener más. Pero ella me escuchó. ¿Comprendéis eso? Matar no fue su primera reacción ante una amenaza genuina. Me dio una oportunidad.

—Y su compasión le causó la muerte después —dijo Sergeant.

—No su compasión por mí —dijo Bean.

—Sí, fue su compasión por ti —dijo Sergeant—. La convenciste de que te conservara proponiéndole el plan de conseguir un niño más grande para que fuera tu protector, para que pudieras meterte en la cocina para obtener una comida decente por día, ¿verdad?

Bean entendió adónde iba, pero lo dejó terminar.

—Verdad.

—Incluso sugeriste a Aquiles como la opción más evidente, porque él era grande pero cojeaba, así que necesitaba al grupo de Poke para que le ayudara a buscar alimento, tal como tú lo necesitabas a él para protegerte de matones y ladrones.

—Tuve razón en todo salvo en la elección de Aquiles, y solo me equivoqué con él por motivos que no podía saber hasta que vi su reacción cuando lo tumbamos y lo sometimos físicamente.

—Pero si ella hubiera ordenado al grupo que te expulsara, no habría muerto.

Bean suspiró.

—Era imposible preverlo, Sergeant. Mi plan funcionó perfectamente, y todos los miembros del grupo comieron mejor. Quizá Poke habría vivido más tiempo sin mis errores, pero todos esos niños eran marginales, y algunos de ellos habrían muerto sin duda. No preví el asesinato, pero interpreté correctamente la dinámica social.

—Creo que el ejemplo de Carlotta es atinado —dijo Sergeant—. Cuando estás rodeado de enemigos, tienes que ser implacable.

Otro rugido.

—¿Quiénes son tus enemigos, imbécil?

Sergeant se intimidó de nuevo, pero el chico tenía temple.

—¡Todo el universo humano! —gritó.

—El universo humano no sabe que existes, ni le importa —murmuró Ender.

—¡Tendría que saberlo! —bramó Sergeant, enfrentando a su hermano—. ¡Hicieron promesas que no cumplieron! ¡Nos abandonaron!

—No nos abandonaron —sostuvo Bean—. La gente que hizo las promesas las cumplió, y también la generación siguiente, y la siguiente.

—Pero no encontraron nada —discrepó Sergeant.

—Encontraron más de doscientas posibilidades que no funcionaban, aunque algunas todavía son promisorias. Eso es bastante, para cualquiera que sepa cómo opera la ciencia. Quizá debamos toparnos con cien callejones sin salida antes de dar con la respuesta atinada, y ellos nos ayudaron enormemente.

—Pero desistieron. —Carlotta era tan terca como Sergeant.

—Eso no los convierte en nuestros enemigos. Después de todo, Sergeant y tú, Carlotta, no habéis hecho nada para ayudarnos a Ender y a mí en nuestra investigación. Según tu razonamiento, vosotros sois tan enemigos nuestros como ellos, y en tu caso pasas por alto tus propios intereses.

—¡Esta nave es nuestro mundo! —respondió Carlotta acaloradamente—. Por lo que sabemos, viviremos aquí toda nuestra vida. Alguien debe saber cómo reparar y reconstruir sus componentes.

—Yo lo sé —dijo Bean.

—Pero tú no puedes hacer nada. Vives en esta caja donde no te atreves a hacer ningún esfuerzo porque tendrías un ataque cardíaco y morirías.

—Desde aquí puedo controlar el Cachorro a distancia, y lo hice varias veces cuando se necesitaban reparaciones.

—Y cuando mueras, ¿quién las hará? Yo —dijo Carlotta—. No abandoné vuestro proyecto de curar el síndrome de Anton, y trabajé en un proyecto que era igualmente importante para nuestra supervivencia.

—Eso es verdad —observó Bean— y lo apruebo. No tendría que haberte incluido en la misma categoría que Sergeant cuando volví su acusación contra él.

—Y yo me estoy preparando para defendernos contra nuestros enemigos —intervino Sergeant.

—Pamplinas —rebatió Bean—. Tardaste casi tres días en hallar el modo de utilizar el equipo de la nave como armamento, y pasas varios minutos por día haciendo ejercicios para estar fuerte y ágil para pelear… siempre que tengamos enemigos que sean de poca talla y no te tomen por sorpresa y solo ataquen uno por vez, como en los vídeos. Te pasas el resto del tiempo fantaseando sobre enemigos inexistentes, y tratando de obligar a tus hermanos a vivir en tu universo paranoico.

—Cuando nos topemos con enemigos, te alegrará que yo dedicara tiempo…

—Todos vosotros sois genios —replicó Bean—. Cuando aparezca un enemigo, cualquiera de los tres puede ser más listo que ellos, sin pasar una semana tras otra viviendo en esta locura absoluta.

—Me estás llamando loco —dijo Sergeant—. Eso es lo que dice el gran guerrero que logró que Peter Wiggin fuera Hegemón. —Se volvió hacia Ender—. Yo no estudié las medidas del Gigante, estudié sus batallas.

—Yo no logré que Peter fuera nada —discrepó Bean—. Lo ayudé a poner fin a las guerras que amenazaban con destruir a la raza humana después de que derrotásemos a los fórmicos.

—Por cierto —dijo Sergeant—, eras mucho mejor estratega y táctico que ese chico al que Ender debe su nombre.

—Pero no era tan buen comandante como él, porque no sabía amar ni confiar en nadie hasta que lo aprendí de tu madre, años después. No puedes comandar hombres en la guerra si no sabes confiar, y no puedes derrotar a un enemigo si no sabes amar.

—Tú no tienes que comandar a nadie en la batalla porque no hay nadie a quien comandar. Solo estoy yo.

—Nadie a quien comandar, pero te pasas la vida sargenteando y manipulando a tus brillantes hermanos. Lo contrario de un buen comandante… un tirano que está tan aterrado por amenazas imaginarias que no sabe reconocer los consejos racionales cuando los escucha.

—Lo peor que hizo Madre fue permitir que nos criaras por tu cuenta —dijo Sergeant—. Y para colmo me insultas.

—Qué osadía de mi parte —replicó Bean—. Tengo el descaro de insultar al hijo que planeaba asesinarme. Actúas como un imbécil, así que te has ganado el insulto. Mírate un poco… Presuntamente te preparabas para afrontar a todos los enemigos, y tu hermano acaba de desfigurarte la cara y la garganta, así que pareces un bistec y suenas como el chirrido de una puerta.

—¡Me atacó sin aviso! —gritó Sergeant.

—De nuevo, imbécil —dijo Bean—. Introdujiste un elemento totalmente nuevo en tu pequeño mundo… el homicidio del padre de Ender. Y lo conocías tan poco que nunca se te pasó por la cabeza que él no reaccionaría ante esta amenaza igual que ante tus desplantes anteriores.

—Él no era mi enemigo —objetó Sergeant.

—Él ha sido el único enemigo que enfrentaste desde que lo conociste, cuando Petra y yo os localizamos a todos y os reunimos cuando teníais un año. El otro varón antonino. El rival. En los últimos cinco años, todos tus actos estuvieron destinados a someterlo. Todos tus enemigos imaginarios son sustitutos de Andrew Delphiki. Has programado una humillación tras otra para él, manipulando a tu hermana para que te respaldara contra Ender, y he aquí el triste resultado. Ender y Carlotta son miembros productivos de nuestra pequeña sociedad de cuatro personas, al igual que yo. Pero tú, Cincinnatus Delphiki, eres un derroche de recursos que no produce nada de valor y atenta contra el funcionamiento de los demás. Por no mencionar tu conspiración criminal para cometer un asesinato con alevosía.

Para sorpresa de Bean, los ojos de Sergeant se llenaron de lágrimas.

—¡Yo no pedí estar en este viaje! ¡Yo no quería venir! Tú no me gustabas, me gustaba Petra, pero nunca me preguntaste lo que yo quería.

—Solo tenías un año —dijo Bean.

—¡Eso no significa nada para un antonino! Tú tenías menos de un año cuando escapaste del laboratorio donde estaban liquidando a los otros sujetos experimentales. Podíamos hablar, podíamos pensar, teníamos sentimientos, y ni siquiera nos preguntasteis. Nos arrancaron de nuestros hogares, y tú y Petra anunciasteis que erais nuestros verdaderos padres. Un gigante feo y una gran militar armenia. Yo quería quedarme en casa con la familia que me estaba criando, la mujer que yo llamaba madre, el hombre trabajador de talla normal que yo llamaba padre, pero tú y tu esposa queríais ser nuestros dueños. Como si fuéramos esclavos. Nos llevasteis de aquí para allá como si fuéramos vuestra propiedad. ¿Y yo termino aquí? En el espacio, casi a la velocidad de la luz, mientras el resto de la raza humana se desplaza por el tiempo ochenta y cinco veces más rápido que nosotros. Cada año nuestro es una vida entera para los miembros de la raza humana. ¿Y tú me hablas de mis crímenes? Te diré por qué quiero tu muerte. ¡Me arrebataste a mi verdadera familia! ¡Me diste tu maldita Clave de Anton y luego me alejaste de todos los que me querían, y me encerraste aquí con un gigante inmóvil y dos piltrafas que ni siquiera tienen la lucidez de saber que son esclavos!

Bean no tenía respuesta. En los cinco años que había durado este viaje, nunca se le había ocurrido que los niños pudieran recordar a las mujeres que los habían llevado en su seno cuando fueron robados como embriones y dispersados por el mundo, implantados en mujeres que no tenían motivos para sospechar que eran los descendientes in vitro de los grandes generales Julian Delphiki y Petra Arkanian.

—Maldición —dijo Bean—. ¿Por qué no lo has dicho antes?

—Porque solo ahora acaba de enterarse de que era esto lo que le irritaba —intervino Ender.

—¡Lo supe desde siempre! —Sergeant trató de gritar, pero se había quedado sin voz. Ahora era solo un jadeo gutural.

—Tardarás un mes en recobrar la voz —comentó Carlotta.

—Todas las familias en que nacimos eran estúpidas —dijo Ender—, y estaban aterradas de nosotros. La tuya no era diferente. No soportaban tocarte, te consideraban un monstruo. Tú mismo lo has dicho.

—¿Y qué es esta familia? —susurró Sergeant con ferocidad—. Padre es una montaña parlante en la bodega de carga, y Madre es un holograma que repite las mismas cosas una y otra vez, y otra y otra y otra.

—No puede evitarlo —dijo Carlotta—. Está muerta.

—Los otros llegaron a conocerla, vivieron con ella, y ella les hablaba todos los días —añadió Sergeant—. Nosotros tenemos al Gigante.

Bean se recostó y miró el techo. Pero no podía ver el techo, así que cerró los ojos. Cuando los cerró, brotaron las lágrimas.

—Fue una decisión tremenda —murmuró—. Cualquier decisión que tomáramos estaría mal. No lo hablamos con vosotros porque no teníais suficiente experiencia de vida como para tomar una decisión inteligente. Los tres estabais condenados a morir a los veinte años. Pensábamos que en una veintena de años encontraríamos una cura y podríais regresar a la Tierra, mientras aún os quedaba una vida por delante.

—El problema genético es muy complicado —dijo Ender.

—Si nos hubiéramos quedado en la Tierra, hace tiempo que estaríais muertos. Vuestros hermanos normales llegaron a tener… ¿Cuánto? ¿Ciento diez años?

—Dos de ellos —dijo Ender—. Todos llegaron a ser centenarios, cuando menos.

—Y vosotros tres habríais sido un triste recuerdo… hermanos que tenían un trágico defecto genético y habían muerto con solo un quinto de una vida.

—Un quinto de una vida es mejor que esto —susurró Sergeant.

—En absoluto —manifestó Bean—. Yo he tenido un quinto de una vida, y no es suficiente.

—Cambiaste el mundo —sostuvo Ender—. Salvaste el mundo dos veces.

—Pero no viviré para veros casados y con hijos —dijo Bean.

—No te preocupes —añadió Carlotta—. Si Ender y tú no encontráis una cura para esto, yo no pienso tener hijos. No le legaré esta cosa a nadie.

—A eso iba —dijo Bean—. Cuando Petra y yo os concebimos, creíamos que había un científico que podía solucionar las cosas. Fue él quien activó la Clave de Anton en mí. El que mató a los demás sujetos experimentales. No nos proponíamos haceros esto. Pero estaba hecho, y solo podíamos pensar en lo que hacía falta para daros una vida auténtica.

—Tu vida es auténtica —dijo Ender—. Me conformaría con una vida como la tuya.

—Estoy viviendo en una caja de la que no puedo salir —dijo Bean, apretando los puños. Nunca se había propuesto hablarles así. Esa humillante autocompasión le resultaba intolerable, pero era preciso que entendieran que él había tenido razón al hacer lo que fuera necesario para impedir que ellos fueran engañados como lo había sido él—. ¿Qué tiene de malo pasar los cinco o diez primeros años de vuestra vida en el espacio, mientras tengáis los noventa años siguientes… e hijos que vivirán un siglo, y nietos? Yo nunca veré tal cosa, pero vosotros sí.

—No, no lo veremos —murmuró Sergeant—. No hay cura. Somos una nueva especie que tiene una expectativa de vida de veintidós años, aparentemente, mientras pasemos nuestros últimos cinco años en una gravedad del diez por ciento.

—¿Entonces por qué quieres matarme? —preguntó Bean—. ¿No te parece que mi vida ya es bastante corta?

En respuesta, Sergeant aferró la manga de Bean y lloró. Ender y Carlotta se cogieron la mano y miraron. Bean no sabía lo que sentían. Ni siquiera sabía por qué lloraba Sergeant. No entendía a nadie, y nunca había entendido a nadie. Él no era Ender Wiggin.

Bean lo buscaba en ocasiones, explorando las redes informáticas a través del ansible, y al parecer Ender Wiggin tampoco llevaba una gran vida. Soltero, sin hijos, volaba de mundo en mundo y nunca se quedaba mucho tiempo en ninguna parte, y luego volvía a la velocidad de la luz para mantenerse joven mientras la raza humana envejecía.

Igual que yo. Ender Wiggin y yo optamos por lo mismo, mantenernos al margen de la humanidad.

Bean ignoraba por qué Ender Wiggin huía de la vida. Bean había tenido su breve y dichoso matrimonio con Petra. Bean tenía estos hijos desdichados, hermosos, imposibles, pero Ender Wiggin no tenía nada.

Es una buena vida, pensó Bean, y no quiero que termine. Tengo miedo de lo que ocurrirá con estos niños cuando me haya ido. No puedo dejarlos ahora y no tengo opción. Los amo más de lo soportable, y no puedo salvarlos. Son infelices y no puedo remediarlo. Por eso estoy llorando.