La nave estelar Heródoto partió de la Tierra en 2210 con cuatro pasajeros. Aceleró hasta llegar casi a la velocidad de la luz tan pronto como pudo, y luego permaneció en esa velocidad, dejando que la relatividad hiciera su trabajo.
En la Heródoto habían pasado más de cinco años; en la Tierra habían sido 421.
En la Heródoto, los tres bebés de trece meses ya eran niños de seis años, y el Gigante había superado su expectativa de vida por dos años.
En la Tierra, se habían lanzado naves estelares que fundaron noventa y tres colonias, comenzando con los mundos antaño colonizados por los fórmicos y siguiendo con otros planetas habitables en cuanto los descubrían.
Los niños de la Heródoto eran pequeños para su edad, pero sumamente brillantes a pesar de sus seis años, tal como había sido el Gigante cuando era un chiquillo, pues en todos ellos se había activado la Clave de Anton, una mejora y un defecto genético al mismo tiempo. Su inteligencia superaba el nivel de los savants[1] en todos los temas, sin ninguna de las desventajas del autismo. Pero sus cuerpos no dejaban de crecer. Ahora eran pequeños, pero a los veintidós años tendrían el tamaño del Gigante, y el Gigante habría muerto tiempo atrás. Pues se estaba muriendo, y cuando se muriese, los niños quedarían solos.
En la sala del ansible de la Heródoto, Andrew Ender Delphiki estaba encaramado sobre tres libros, en un asiento diseñado para adultos. Así era cómo los niños operaban el ordenador principal que procesaba las comunicaciones por el ansible, el comunicador instantáneo que mantenía la Heródoto conectada con todas las redes informáticas de los noventa y cuatro mundos del Congreso Estelar.
Ender estaba revisando un informe sobre terapia genética que parecía promisorio, cuando Carlotta entró en la sala del ansible.
—Sergeant quiere celebrar una reunión.
—Si tú me encontraste, también él puede encontrarme —dijo Ender.
Carlotta miró la holopantalla por encima del hombro.
—¿Por qué te molestas con eso? —preguntó—. No hay cura. Ya nadie se molesta en buscarla.
—La cura es que muramos todos. Entonces el síndrome de Anton desaparecerá de la especie humana.
—Con el tiempo moriremos —replicó Carlotta—. El Gigante ya se está muriendo.
—Y sabes que Sergeant solo quiere hablar de eso.
—Bien, tenemos que hablar de eso, ¿verdad?
—¿Para qué? Sucederá, y habremos de lidiar con ello. —Ender no quería pensar en la muerte del Gigante. Ocurriría en cualquier momento, pero mientras el Gigante viviera, Ender podía aferrarse a la esperanza de salvarlo. O al menos, darle buenas noticias antes de que muriera.
—No podemos hablar frente al Gigante —dijo Carlotta.
—No está en la sala del ansible —rebatió Ender.
—Sabes que aquí puede oírnos si quiere.
Cuanto más tiempo pasaba Carlotta con Sergeant, más hablaba como él. Paranoica. El Gigante está escuchando.
—Si nos está oyendo ahora, sabe que tenemos una reunión, y de qué se trata, así que escuchará dondequiera que estemos.
—Sergeant se siente mejor cuando tomamos precauciones.
—Yo me siento mejor cuando me dejan hacer mi trabajo.
—Nadie en el universo tiene síndrome de Anton salvo nosotros —dijo Carlotta—, así que los investigadores han dejado de trabajar en ello aunque cuenten con subsidios permanentes. Olvídalo.
—Ellos han abandonado pero yo no —repuso Ender.
—¿Cómo puedes investigar sin equipo de laboratorio, sin sujetos de prueba, sin nada?
—Tengo una mente increíblemente brillante —dijo Ender jovialmente—. Observo toda la investigación genética que están realizando y la relaciono con lo que ya sabemos sobre la Clave de Anton de los tiempos en que científicos de primera trabajaban con empeño en el problema. Relaciono cosas que los humanos nunca pudieron ver.
—Nosotros somos humanos —suspiró Carlotta.
—Nuestros hijos no lo serán, si puedo evitarlo —replicó Ender.
—«Nuestros hijos» es un concepto que nunca se concretará en el mundo real. No pienso aparearme con ninguno de mis hermanos varones, y eso te incluye a ti. Punto y aparte. La sola idea me da ganas de vomitar.
—Lo que te hace vomitar es la idea de la sexualidad —dijo Ender—. Pero no hablo de «nuestros hijos» en el sentido de que nosotros nos reproduzcamos. Me refiero a los hijos que tendremos cuando volvamos a unirnos a la raza humana. No los hijos normales, como nuestros hermanos muertos tiempo atrás, que se quedaron con Madre, se reprodujeron y tuvieron sus propios hijos humanos. Hablo de los hijos con la clave activada, los niños que son pequeños y listos como nosotros. Si encuentro un modo de curarlos a ellos…
—La cura consiste en desechar a todos los niños como nosotros y conservar a los normales. Entonces, adiós síndrome de Anton. —Carlotta siempre esgrimía el mismo argumento.
—Eso no es una cura. Eso es la extinción de nuestra especie.
—No somos una especie si todavía podemos reproducirnos con los humanos.
—Seremos una especie en cuanto hallemos el modo de legar nuestra mente brillante sin el fatal gigantismo.
—Presuntamente, el Gigante es tan brillante como nosotros. Deja que él trabaje sobre la Clave de Anton. Ahora ven conmigo, para que Sergeant no se enfade.
—No podemos dejar que Sergeant nos dé órdenes solo porque se enfada cuando no obedecemos.
—Bah, valientes palabras. Siempre eres el primero en ceder.
—No en este momento.
—Si Sergeant entrara aquí en persona, te disculparías, abandonarías todo lo demás y vendrías. Solo te demoras porque no tienes miedo de fastidiarme a mí.
—Así como tú no tienes miedo de fastidiarme a mí.
—Ven.
—¿Adónde? Iré más tarde.
—Si te lo digo, el Gigante escuchará.
—El Gigante nos seguirá el rastro de todos modos. Si Sergeant tiene razón y el Gigante nos espía constantemente, no hay lugar donde ocultarse.
—Sergeant cree que sí lo hay.
—Y Sergeant siempre tiene razón.
—Quizá Sergeant tenga razón, y podemos darle el gusto. No nos cuesta nada.
—Detesto arrastrarme por los conductos de aire —dijo Ender—. A vosotros dos os apetece, y está bien, pero yo lo detesto.
—Hoy Sergeant está tan amable que escogió un sitio al que podemos llegar sin ir por los conductos.
—¿Dónde?
—Si te lo digo, tendré que matarte.
—Cada minuto que me distraes de mi investigación genética nos acercas más a la muerte.
—Ya has expuesto tus razones, y son excelentes, pero no les prestaré atención porque vendrás a nuestra reunión aunque tenga que arrastrarte en pedazos.
—Si me consideráis prescindible, celebrad la reunión sin mí.
—¿Te atendrás a lo que decidamos Sergeant y yo?
—Si «atenerme» significa que no les prestaré la menor atención, sí. Eso es lo que merecen vuestros planes.
—Aún no hemos trazado planes.
—Hoy. Aún no habéis trazado planes en el día de hoy.
—Nuestros otros planes fracasaron porque tú no los seguiste.
—Seguí todos los planes a los que di mi consentimiento.
—Te ganamos en la votación, Ender.
—Por eso nunca estuve de acuerdo con el gobierno de la mayoría.
—¿Quién está a cargo, entonces?
—Nadie. El Gigante.
—Él no puede salir de la bodega. No está a cargo de nada.
—¿Entonces por qué Sergeant y tú tenéis tanto miedo de que esté escuchando?
—Porque lo único que le interesa somos nosotros, y no tiene nada que hacer salvo espiarnos.
—Él investiga, igual que yo —dijo Ender.
—Eso me temo. Resultados: ninguno. Tiempo perdido: todo.
—No pensarás así cuando yo descubra el virus que lleve la cura de nuestro gigantismo a cada célula de tu cuerpo y te permita llegar a una altura humana normal y dejar de crecer.
—Con mi suerte, desactivarás la Clave de Anton y nos idiotizarás a todos.
—Los humanos normales no son idiotas. Únicamente son normales.
—Y se olvidaron de nosotros —dijo Carlotta con amargura—. Si nos vieran de nuevo, pensarían que solo somos niños.
—Somos niños.
—Los niños de nuestra edad están aprendiendo a leer y escribir, y a manejar números —dijo Carlotta—. Nosotros ya hemos vivido más de una cuarta parte de nuestra expectativa de vida. Somos el equivalente de sujetos de veinticinco años, para su especie.
A Ender le molestaba que ella le replicara con sus propios argumentos. Era él quien sostenía que eran una nueva especie, la próxima etapa en la evolución humana, Homo antoninis, o quizás Homo leguminensis, por el Gigante, que había usado el nombre «Bean» (habichuela) casi toda su infancia.
—No nos volverán a ver, así que no nos tratarán como niños —dijo Ender—. No me resigno a una expectativa de vida de veinte años, ni a morir porque superamos la capacidad de nuestro corazón. No me propongo morir resollando mientras mi cerebro expira porque mi corazón no puede suministrarle suficiente sangre. Tengo trabajo que hacer y un plazo perentorio para hacerlo.
Al parecer Carlotta se había cansado de ese duelo verbal. Se agachó y le susurró:
—El Gigante está agonizando. Tenemos que tomar decisiones. Si nunca más quieres ser incluido en las decisiones, no acudas a esta reunión.
Ender odiaba pensar en la muerte del Gigante. Significaría que Ender había fracasado, que lo que aprendiera después llegaría demasiado tarde.
Y también otra cosa. Una sensación más profunda que la frustración por no haber alcanzado una meta. Él había leído sobre los sentimientos humanos, y las palabras que más se aproximaban eran «angustia» y «pesadumbre». Pero no podía hablar de eso, porque sabía lo que diría Sergeant: «Vaya, Ender, parece que amas a ese viejo monstruo». Y ellos eran conscientes de que el amor era algo que venía del lado humano, de Madre, y Madre había optado por quedarse en la Tierra para que sus hijos humanos normales pudieran llevar vidas humanas y normales.
Los niños habían decidido tiempo atrás que si el amor significaba algo, Madre se habría quedado con ellos y sus hermanos normales, con todos en esta nave, buscando una cura, un nuevo mundo, una vida en común como familia.
Cuando aún no habían cumplido los dos años, le dijeron esto a Padre. Él se enfadó tanto que les prohibió volver a criticar a su madre.
—Fue la decisión correcta —dijo—. Vosotros no entendéis el amor.
Fue entonces cuando dejaron de llamarlo Padre. Como decía Sergeant: «Ellos tomaron la decisión de separar la familia. Si no tenemos madre, tampoco tenemos padre». A partir de ese momento fue «el Gigante». Y no hablaron más de Madre.
Pero Ender pensaba en ella. Cuando partimos, ¿Madre sentía lo que yo siento ahora al pensar en la muerte del Gigante? ¿Angustia? ¿Pesadumbre? Ellos decidieron lo que era mejor para sus hijos. ¿Cómo habría sido la vida de los hermanos normales en esta nave, si hubieran mantenido unida a la familia? Serían más grandes que Sergeant, Carlotta y Ender, pero se sentirían como unos enormes patanes, y nunca podrían seguirles el tren a los antoninos, o leguminotes, o como decidieran llamarse. Madre y el Gigante tuvieron razón al dividir la familia. Tenían razón en todo. Pero Ender no le podía decir eso a Sergeant.
A Sergeant no podías decirle nada que él no quisiera oír.
En la Heródoto se recapitulaba la historia humana: el más iracundo, agresivo y violento de los tres niños era el que siempre se salía con la suya. Si somos una nueva especie, no hemos mejorado mucho. Aún conservamos ese respeto por el macho alfa, típico de los chimpancés y los gorilas.
Carlotta le dio la espalda y se dispuso a marcharse.
—Aguarda —dijo Ender—. ¿No puedes decirme de qué se trata? ¿Por qué tú siempre estás al corriente, y yo me entero de las cosas cuando ambos ya estáis de acuerdo, y no tengo tiempo para investigar nada o presentar una argumentación aceptable?
Carlotta tuvo el mérito de mostrar cierta vergüenza.
—Sergeant hace lo que quiere.
—Pero siempre te tiene como aliada —dijo Ender.
—También podría tenerte a ti, si no te resistieras.
—No me da la oportunidad de resistirme, se niega a escuchar. Yo soy el otro varón, ¿entiendes? A ti te controla y a mí me tiene en jaque, porque se propone ser el alfa.
Carlotta frunció el ceño.
—Aún estamos muy lejos del apareamiento.
—Eso ya está decidido por lo que vosotros resolvéis ahora. ¿Crees que Sergeant aceptará un no por respuesta?
—Nosotros no permitiremos que se salga con la suya en eso.
—¿Nosotros? —preguntó Ender—. ¿De qué «nosotros» hablas? Estáis tú y él, y luego estoy yo. ¿Crees que tú y yo de pronto seremos «nosotros» solo porque tú no quieres tener con él hijos incestuosos? Si no somos nosotros ahora, ni nunca, ¿por qué crees que arriesgaré más adelante mi supervivencia para salvarte?
Carlotta se sonrojó.
—Me niego a hablar de esto.
Pero pensarás en eso, se dijo Ender en silencio. Te hice pensar en eso, y la idea no dejará de rondarte. Las alianzas que establezcamos ahora serán las alianzas de más adelante. Él será el macho alfa, tú serás su devota compañera, y yo seré el macho subyugado que no se aparea, impotente para hacer nada salvo lo que le ordene el alfa. Si no me ha matado primero. Esa es la decisión que estás tomando ahora.
—Veamos qué dice Sergeant —dijo Ender—. Aunque tú ya lo sabes.
—No lo sé —replicó Carlotta—. No me cuenta lo que piensa, así como no te lo cuenta a ti.
Ender no se molestó en discutir, pero no era cierto. Y si de veras no lo sabía, siempre era rápida para esgrimir argumentos que justificaban cualquier dislate que se le ocurriera a Sergeant. Ella siempre hablaba como si ya hubiera coincidido con las decisiones de Sergeant aun antes de que él las expusiera.
Todavía somos primates, y estamos a pocos genes de distancia de los chimpancés lampiños que empezaron a cocer los alimentos para que las mujeres se quedaran a cocinar junto al fuego mientras sus machos monógamos exploraban y cazaban para llevar carne a casa. Y solo a pocos genes más de los chimpancés peludos que se apareaban toda vez que podían, habitualmente por la fuerza, y vivían aterrados de disgustar al macho alfa.
La diferencia es que nosotros inventamos justificaciones y explicaciones, y podemos manipularnos unos a otros con palabras en vez de gestos violentos o caricias afectuosas. Mejor dicho, nuestros gestos violentos y caricias afectuosas son palabras, así que consumen menos energía, pero cumplen la misma función.
—Fingiré que te creo —dijo Ender— y que pienso que mi presencia en la reunión de Sergeant servirá de algo, aunque solo demostrará su dominio sobre nuestra patética y pequeña tribu.
—Somos una familia —arguyó Carlotta.
—Nuestra especie aún no ha existido el tiempo suficiente para desarrollar una familia —repuso Ender. Pero era solo un refunfuño. La siguió al puente, donde empujó la palanca manual para abrir el escotillón que llevaba a los pozos de mantenimiento que rodeaban los conductores de plasma, el colector de hidrógeno y la lente de gravedad.
—Sí, pasemos horas aquí, y toda la cuestión de fundar una especie deja de tener sentido —dijo Ender.
—Los escudos funcionan, no estamos recolectando mucho, y cierra el pico —ordenó Carlotta.
Bajaron a la sala de máquinas, que era la especialidad de Carlotta. Mientras Ender se consagraba a la investigación genética, la cual era el motivo del viaje, Carlotta se había convertido en la experta en mecánica, plasmática, lentes de gravedad y todo lo que tuviera que ver con el funcionamiento de la nave. «Es nuestro mundo —decía a menudo— y más nos vale saber cómo funciona». Y recientemente había alardeado:
—Si fuera necesario, podría construir toda esta cosa desde cero.
—A partir de los componentes, querrás decir —había dicho Sergeant.
—A partir del mineral de las montañas de un planeta no descubierto —había replicado Carlotta—. A partir de los metales de dos asteroides y un cometa. A partir de los restos de esta nave después de una colisión con un meteoro. —Sergeant se había reído, pero Ender le creía.
Carlotta lo condujo al laboratorio de abajo.
—Podríamos haber ido al laboratorio de arriba por el corredor y nos habríamos evitado el escotillón —observó Ender.
—Desde el laboratorio de arriba, el Gigante puede oír nuestros pasos.
—¿Crees que no puede oír todo desde todas partes?
—Sé que no puede —respondió Carlotta—. En la nave hay puntos muertos donde no puede oír nada.
—Y tú los conoces.
Carlotta no se molestó en responder. Ambos sabían que a Ender no le importaba si el Gigante los oía o no. Era Sergeant quien tenía que ocultarlo todo, o al menos creer que se ocultaba.
A popa del laboratorio de abajo estaba el pozo del ascensor que llevaba al sector del soporte vital. Durante las fases de aceleración, la parte trasera de la nave se transformaba en el fondo de un pozo profundo, y el ascensor permitía descender al soporte vital, que estaba en la base, y regresar arriba. Pero durante el vuelo, la gravedad estaba polarizada en dirección contraria, así que el ascensor se transformaba en una pasarela, a diez por ciento de la gravedad normal de la Tierra, y conducía al soporte vital, en la popa.
La bodega de carga, donde vivía el Gigante porque no cabía en ninguna otra parte, estaba encima de ellos, así que caminaron despacio y de puntillas, procurando no hacer ruido. Si Sergeant les oía, se enfurecería porque eso significaba que el Gigante también podía oírles.
Sergeant no estaba en el soporte vital, aunque había puesto los ventiladores a toda marcha para bombear aire recién oxigenado por los conductos y ahogar los ruidos. Ender nunca sabía si olía a aire fresco o a podredumbre: los líquenes y algas que vivían en cientos de grandes bandejas bajo una luz solar falsa se morían constantemente, y su protoplasma se incorporaba a la generación siguiente en un ciclo continuo.
—¿Sabes qué necesita este lugar? —preguntó Carlotta—. Un pescado muerto. Para mejorar el olor.
—Tú no sabes cómo huele un pescado muerto —dijo Ender—. Nunca hemos visto un pez.
—He visto imágenes, y todos los libros dicen que el pescado huele mal cuando se descompone.
—Peor que las algas en putrefacción —añadió Ender.
—¿Qué sabes tú?
—Si las algas en descomposición olieran peor, no dirían «Huele como pescado podrido», sino «Huele como alga podrida».
—Ninguno de los dos sabe de lo que habla —dijo Carlotta.
—Aun así, seguimos hablando —objetó Ender.
Él esperaba encontrar a Sergeant en el Cachorro, la nave de mantenimiento que el Gigante había programado para que permaneciera a cinco metros de la superficie de la Heródoto aunque se le dieran instrucciones contrarias. Ender sabía que Carlotta había tratado de liberar el Cachorro durante meses, pero no había conseguido burlar la programación.
Esos detalles le indicaban a Ender, aunque los otros no lo entendieran, que el Gigante era tan listo como ellos, amén de contar con años de experiencia. Las precauciones de Sergeant eran inútiles, porque en su enorme consola de la bodega el Gigante podía hacer lo que quisiera, oír y ver y quizás oler lo que quisiera, y sus hijos no podían hacer nada para evitarlo, ni siquiera percatarse de que los espiaba.
Los otros se negaban a creerlo, pero Ender entendía que eran niños. La Clave de Anton permitía que sus cerebros siguieran creciendo, y también el cerebro del Gigante. Su capacidad superaba a tal punto la de ellos que era una tontería tratar de ser más listos que él. Pero Sergeant era tan competitivo que no solo pensaba que podía ser más listo que el Gigante, sino que creía que ya lo había logrado.
Chiflado. Uno de tus hijos está loco, oh Gigante, y no soy yo ni es la niña. ¿Qué piensas hacer al respecto?
Ya, no está loco. Solo es… belicoso. Mientras Carlotta estudiaba la maquinaria de la nave y Ender estudiaba el genoma humano y los métodos para alterarlo, Sergeant estudiaba las armas, las guerras y los medios para matar. Le resultaba natural. El Gigante había sido un gran comandante militar en la Tierra, quizás el mejor que había existido, aunque en todo caso Madre no le iba mucho en zaga. Bean y Petra: las armas más poderosas del arsenal del Hegemón mientras unía el mundo bajo un solo gobierno. Era de esperar que alguno de sus hijos fuera un guerrero de alma, y que ese fuera Sergeant.
Hasta Carlotta era más belicosa que Ender. Ender odiaba la violencia y el enfrentamiento. Solo ansiaba hacer su trabajo sin que lo molestaran. Si veía que uno de sus hermanos hacía algo notable, no sentía el impulso de igualarlo o superarlo. Al contrario, estaba orgulloso de ellos, o temía por ellos, según lo que pensara sobre la proeza que ellos habían intentado.
Carlotta sacó un panel angosto que estaba cerca del techo del pozo de acceso.
—Ni se te ocurra —dijo Ender.
—Entramos bien —argumentó Carlotta—. No serás claustrofóbico, ¿verdad?
—Es el campo de las lentes gravitatorias. Y está activo.
—Es solo gravedad. Diez por ciento de la terrícola. Y estamos apretados entre dos placas, así que no podemos caernos.
—Detesto esa sensación. —Habían jugado en ese espacio cuando tenían dos años. Era como girar hasta marearse, pero peor.
—No seas quisquilloso —dijo Carlotta—. Lo hemos probado, y aquí el sonido se anula de veras.
—Estupendo —rebatió Ender—. ¿Cómo nos oiremos hablar?
—Teléfonos de hojalata —respondió Carlotta.
Claro que no eran esos artilugios de juguete que habían fabricado cuando eran muy pequeños. Hacía tiempo que Carlotta los había perfeccionado para que transmitieran el sonido limpiamente por diez metros de cable delgado, incluso doblando esquinas o apretados en puertas, sin ninguna fuente de alimentación.
Y allí estaba Sergeant, con los ojos cerrados, «meditando». Ender sospechó que Sergeant estaba tramando cómo se adueñaría de todos los mundos humanos antes de morir de gigantismo a los veinte años.
—Qué amable has sido en venir —dijo Sergeant. Ender no podía oírlo, pero podía leerle los labios, y además sabía que era exactamente lo que Sergeant diría.
Pronto estuvieron comunicados en una conexión triple con las latas de Carlotta. Todos tenían que permanecer en línea con la cabeza volteada, Ender entre Carlotta y Sergeant para que no decidiera finalizar la conversación y escabullirse.
En cuanto Ender entró en el campo de gravedad, tuvo la sensación de caer por una cascada o saltar de un puente. Abajo, abajo, abajo, decía su sentido del equilibrio. ¡Caída!, advertía su nódulo límbico, presa del pánico. Durante los primeros minutos en el campo de gravedad, Ender agitaba los brazos en un reflejo de sobresalto cada diez segundos, pero por eso Carlotta le había pegado la lata a la cara con cinta adhesiva, para que no pudiera arrancársela en uno de sus paroxismos.
—Hablad de una vez —gruñó Ender—. Tengo trabajo que hacer y este lugar es como una muerte continua.
—Es emocionante —dijo Sergeant—. Los humanos gastan dinero para meterse en un campo de gravedad por la descarga de adrenalina, y aquí lo tenemos gratis.
Ender no dijo nada. Cuanto más les pidiera que se dieran prisa, más digresiones haría Sergeant para demorarse.
—En eso estoy de acuerdo con Ender —añadió Carlotta—. Programé una turbulencia en la lente, y me está afectando.
Entonces Ender tenía razón: era peor que de costumbre. Por diezmilésima vez en su vida, lamentó no haber molido a golpes a Sergeant cuando se conocieron. Habría establecido un orden jerárquico distinto.
En cambio, Ender había prestado atención cuando Madre le decía que los otros chicos eran «hijos tan genuinos como tú», aunque Ender había nacido del cuerpo de la madre y los demás niños habían sido implantados en el vientre de madres sustitutas.
Para los niños normales, no era importante. No tendrían recuerdos de su vida en otra parte. Pero los antoninos, Sergeant y Carlotta, eran conscientes de todo a los seis meses, no a los tres años. Recordaban a sus familias sustitutas y se sentían como extraños con Madre y Padre.
Ender podía haber sido prepotente con ellos, pero no lo hizo. Había tratado de no demostrar que se consideraba el hijo «auténtico», aunque a los doce meses se sentía así. La reacción de Sergeant ante esa extraña situación consistió en autoafirmarse y tratar de hacerse con el mando. Debía de haber sido un infierno para sus padres sustitutos en el primer año de vida. No habrían sabido qué hacer con un niño que hablaba con frases completas a los seis meses, que trepaba por todas partes y se metía en todos lados a los nueve meses, que aprendía a leer por su cuenta al año.
Carlotta, en cambio, era reservada; sus padres sustitutos quizá no hubiesen sabido cuánto podía lograr a tan temprana edad. Cuando Madre y Padre la llevaron a casa, reaccionó ante la nueva situación con timidez, y ella y Ender pronto se hicieron amigos. Sergeant, al sentirse amenazado, intentó transformar todo en una competencia o una pelea.
En general, Ender evitaba la beligerancia de Sergeant. Lamentablemente, este lo interpretaba como sumisión. Salvo cuando lo interpretaba como arrogancia: «No compites porque crees que ya has ganado todo».
Ender no creía que hubiera ganado. Solo consideraba que la competencia con Sergeant era una distracción. Una pérdida de tiempo. No es divertido jugar con alguien que siempre tiene que ganar a toda costa.
—El Gigante está tardando mucho en morir —dijo Sergeant.
En ese instante, Ender entendió el porqué de la reunión. Sergeant se estaba impacientando. Era el hijo del rey y estaba preparado para heredar. ¿Cuántas veces se había representado ese libreto en la historia humana?
—¿Y tú qué propones? —preguntó Ender con voz neutra—. ¿Evacuar el aire de la bodega de carga? ¿Envenenarle el aire o la comida? ¿O pedirás que todos empuñemos cuchillos y lo matemos a puñaladas en el Senado?
—No te pongas melodramático —refutó Sergeant—. Cuanto más crezca, más difícil será lidiar con el cadáver.
—Abramos la bodega y arrojémoslo al espacio —dijo Carlotta.
—Qué inteligente —repuso Sergeant—. Su cuerpo consume más de la mitad de nuestros nutrientes y está empezando a afectar el soporte vital. Necesitamos recobrar esos nutrientes para tener algo que comer y respirar mientras crecemos.
—¿Entonces lo fileteamos? —preguntó Ender.
—Sabía que reaccionarías así —repuso Sergeant—. No lo comeremos directamente, lo cortaremos en rodajas y lo pondremos en las bandejas. Las bacterias lo disolverán e impulsarán el crecimiento del liquen.
—Y entonces hurra, raciones dobles para todos —añadió Ender.
—Solo propongo que dejemos de administrarle todas sus calorías diarias. Cuando lo note, estará tan débil que no podrá hacer nada al respecto.
—No querrá hacer nada, de todos modos —dijo Ender—. En cuanto note que estamos tratando de matarlo, querrá morirse.
—No seas melodramático —rebatió Sergeant—. Nadie se quiere morir, a menos que esté loco. Y él no es sensiblero como tú, Ender. Nos matará a nosotros antes de que lo matemos a él.
—No des por hecho que el Gigante sea tan malvado como tú —dijo Ender.
Carlotta le tiró del pie.
—Pórtate bien, Ender —le ordenó.
Ender sabía cómo terminaría esto. Carlotta diría que lo lamentaba pero estaba de acuerdo con Sergeant. Si Ender trataba de dar calorías extra al Gigante, Sergeant le daría una tunda y Carlotta se quedaría mirando, o incluso ayudaría a sujetarlo. Las tundas nunca duraban mucho. Ender no tenía interés en pelear, así que no se defendía. Después de unos golpes, siempre cedía.
Pero esto era distinto. El Gigante se estaba muriendo de un modo u otro. Eso le causaba a Ender tanta angustia que la idea de acelerar el proceso le resultaba insoportable.
Antes nunca le habían propuesto hacer nada que le resultara insoportable, así que la reacción de Ender lo sorprendió incluso a él. Mejor dicho, sobre todo a él.
La cabeza de Sergeant estaba allí mismo, encima de la suya. Ender estiró el brazo y golpeó la cabeza de Sergeant contra la pared, con todas sus fuerzas.
Este mostró los puños para iniciar la pelea, pero Ender lo había cogido por sorpresa. Nadie había lastimado nunca a Sergeant, y no estaba acostumbrado al dolor. Cuando sus manos buscaron los brazos de Ender, el chico tenía las piernas apoyadas en ambos lados del pozo de contención de campo y lo embistió aplastando la palma con fuerza en la nariz de Sergeant.
La sangre que saltó flotó en glóbulos que «cayeron» hacia todas partes en el turbulento campo de gravedad.
Sergeant perdió el equilibrio. El dolor era intenso. Ender le oyó gritar con furia en el teléfono de hojalata. Entonces cerró la mano en un puño y le pegó en un ojo.
Sergeant gritó.
Carlotta torció el pie de Ender.
—¿Qué estás haciendo? —gritó—. ¿Qué está pasando?
Ender se afianzó y clavó el canto de la mano en el gaznate de Sergeant.
Sergeant se sofocó y jadeó.
Ender volvió a hacerlo.
Sergeant dejó de respirar, con ojos desencajados de terror.
Ender avanzó hasta que su boca estuvo sobre la de Sergeant. Pegó sus labios a los de él y sopló con fuerza en la boca de Sergeant. Le entró sangre y mucosidad de la nariz de Sergeant, pero no podía evitarlo; aún no había decidido matar a Sergeant. La parte racional de la mente de Ender, que hasta ahora siempre había predominado, volvía a prevalecer.
—Te diré cómo son las cosas —dijo Ender—. Tu reinado de terror ha concluido. Propusiste un homicidio, y lo decías en serio.
—No lo decía en serio —le contradijo Carlotta.
Ender se echó hacia atrás y le pegó en la boca. Ella soltó un grito y rompió a llorar.
—Lo decía en serio y tú estabas dispuesta a colaborar —afirmó Ender—. He soportado a este gaznápiro hasta ahora, pero esta vez se ha extralimitado. Sergeant, no estás a cargo de nada. Si tratas de dar órdenes de nuevo, te mataré. ¿Entiendes?
—¡Ender, él te matará a ti! —exclamó Carlotta, lagrimeando—. ¿Qué te ocurre?
—Sergeant no me matará —dijo Ender—. Porque Sergeant sabe que he pasado a ser su comandante en jefe. Se moría por tener uno, y el Gigante no servía, así que seré yo. Ya que no tienes conciencia propia, Sergeant, a partir de ahora tendrás la mía. No harás nada violento ni peligroso sin mi autorización. Si llegas a pensar en hacerme daño a mí o a otra persona, lo sabré, porque sé leer tu cuerpo como un libro con letra grande.
—Mentira —refutó Carlotta.
—Puedo leer el cuerpo humano tal como tú lees las máquinas de la nave, Carlotta —declaró Ender—. Siempre sé lo que planea Sergeant, pero hasta ahora nunca me molesté en detenerlo. Cuando el Gigante muera, cuando le llegue la hora, quizás hagamos algo como lo que proponías, Sergeant, porque no podemos perder los nutrientes. Pero ahora no los necesitamos, ni los necesitaremos durante años. Entretanto, haré todo lo posible por mantener al Gigante con vida.
—Nunca me matarías —graznó Sergeant.
—El parricidio es mil veces peor que el fratricidio —dijo Ender— y ni siquiera vacilaré. No tenías que cruzar este límite, pero lo hiciste, y creo que sabías lo que yo haría. Creo que querías que lo hiciera. Creo que estás aterrado porque nadie jamás te impidió hacer nada. Bien, hoy es tu día de suerte. A partir de ahora te detendré yo. A ti, con tus armas y tus juegos de guerra. Aprendí a dañar el cuerpo humano y te aseguro, Sergeant, que tu voz y tu nariz han cambiado para siempre. Cada vez que te mires en el espejo, cada vez que te oigas hablar, te acordarás de que Ender está al mando y Sergeant hará lo que dice Ender. ¿Enterado?
Para dar énfasis a sus palabras, Ender retorció la nariz de Sergeant, que, indudablemente, estaba rota.
Sergeant gritó, pero eso le hizo doler la garganta, se ahogó y escupió.
—El Gigante preguntará qué le pasó a Sergeant —dijo Carlotta.
—No tendrá que preguntar —repuso Ender—. Pienso repetirle nuestra conversación, palabra por palabra, y vosotros dos estaréis allí para escuchar. Ahora, Carlotta, baja por el pozo para que pueda sacar el mísero cuerpo de Sergeant y paremos esa hemorragia.