Tras salir del apartamento de Helen Straughn el sábado por la tarde, Pete Brennan había conducido hasta casa y sacado a Amy a cenar al club. Sin embargo, no se habían divertido mucho. Amy parecía deprimida y varias veces él creyó que le iba a decir algo, pero cada vez daba a la conversación un nuevo giro.
A eso de las nueve regresaron a casa y después de que la transmisión de noticias de las diez anunció la decisión del jurado de acusación de liberar a Mort Dellman, se acostaron.
Roy se despertó poco antes de amanecer. Una mirada al otro lado de la cama de matrimonio le indicó que estaba vacía. La puerta del cuarto de baño de Amy estaba cerrada pero podía apreciarse una línea de luz debajo, denunciando su presencia. Mientras dudaba en abrir la puerta, un rumor de náuseas facilitó su determinación.
Al abrir la puerta, Amy estaba de pie frente al lavabo, con la cabeza apretada fuertemente entre las manos y una mirada de dolor en el rostro. Cuando la tomó en sus brazos, se agarró a él como una niña. Alcanzando una toalla, la humedeció bajo el grifo y enjugó suavemente su rostro con la toalla húmeda.
—¿Jaqueca? —preguntó Pete.
—Desperté con ella —dijo en sonidos entrecortados—. Vomité.
Cogió una toalla de baño del armario y la echó sobre sus hombros para el caso de que vomitara otra vez. Llevándola de nuevo a la cama, la ayudó a acostarse. Entonces, colocando la toalla doblada junto a ella donde pudiera alcanzarla, humedeció de nuevo el paño y lo colocó en su frente.
—Procura moverte lo menos posible —le dijo—. Llamaré a la sala de emergencia para que me proporcionen una inyección hipodérmica.
Utilizando el supletorio de la habitación contigua, Pete llamó al hospital y se puso en comunicación con la enfermera de noche inmediatamente.
—Necesito una hipodérmica de tartrato de ergotamina y «Demerol», señorita Tabor —le dijo—. La señora Brennan tiene un fuerte ataque de jaqueca. Pasaré corriendo a buscarla.
—No estamos ocupados, doctor —dijo la enfermera—. El vigilante nocturno puede llevársela en mi coche.
—Perfectamente. Lo esperaré en la puerta principal.
—Estará allí dentro de diez minutos.
Al regresar al dormitorio, Pete vio en seguida que Amy se había movido mientras él estaba fuera. El cajón del tocador donde había ocultado la morfina no estaba del todo cerrado, aunque recordaba haberlo cerrado por completo después de encontrar y llevarse las drogas. Estaba de nuevo echada sobre la cama, sin embargo, con el paño sobre los ojos.
—El vigilante nocturno traerá la inyección que te da siempre George Hanscombe, querida —dijo—. ¿Necesitas algo más?
—Un poco de cerveza con hielo puede aliviar mi estómago.
—Te la traeré mientras espero la hipodérmica —dijo, aunque estaba seguro de que la solicitud era sólo un pretexto para que saliera de la habitación.
Cuando hubo encontrado la cerveza y la echó en el vaso lleno de hielo en la cocina, el vigilante nocturno de cabellos grises estaba ya en la puerta con la jeringa y aguja esterilizadas envueltas en una toalla también esterilizada.
Cuando regresó de nuevo arriba, Pete vio en seguida que Amy se había levantado otra vez, como él había supuesto. Esta vez la puerta de su lavabo no estaba del todo cerrada y estaba seguro de que ella había estado buscando allí el estuche de medicinas, que había quitado después de encontrar las jeringuillas y colocado en el compartimiento para guantes de su coche.
—Esto te reanimará en seguida —le dijo mientras le ponía la inyección con la jeringa de plástico que podía desecharse luego de usada, y que muchos hospitales utilizaban para impedir la posibilidad de transmisión del virus hepático de uno a otro paciente.
—Abrázame, Pete.
Era un susurro de súplica, y él, deslizándose en el lecho por su lado, la tomó en sus brazos. Su cuerpo estaba tenso al principio, pero a medida que la medicina empezó a surtir efecto, notó que la tensión disminuía gradualmente.
—¿Te sientes mejor de la cabeza? —le preguntó al cabo de un rato.
—El dolor casi ha desaparecido.
—Te encontrarás mejor si bebes un poco de cerveza. Te la traeré.
—No, déjame; yo la iré a buscar.
Giró sobre sí misma y tomando el vaso de la mesita de noche lo bebió con una paja que él había colocado en la cocina. Al volver a la cama, se acurrucó junto a él una vez más y al poco tiempo se acercó aún más. Cuando los labios de ella buscaron los suyos, la besó y encontró su boca blanda y lábil bajo la suya. El brazo de ella se agarró a su cuello y cuando la mano de Pete tocó la cálida piel de su espalda donde se había subido el camisón, ella se estremeció un poco y se apretó contra él.
Entonces se amaron tiernamente de una forma que él no recordaba haber experimentado jamás. Amy había parecido ser siempre tan autosuficiente que nunca había despertado en él esa clase de sentimiento. Cuando terminó y mientras permanecía afectuosa y relajada, le dijo:
—¿Querías decirme algo, querida?
Ella estaba echada con los ojos cerrados, completamente relajada con la droga y la expansión amorosa. Ahora los abrió y miró hacia él, mientras se erguía sobre el hombro para poder ver su rostro. No había ahora tensión ni temor en sus ojos.
—Me parece una tontería —dijo.
—¿Qué?
—Preocuparme por lo que tengo que decirte.
Él sonrió.
—Tal vez si los maridos y mujeres que se disponen a entablar discusiones serias hicieran como nosotros, no habría necesidad de discusiones jamás.
—Es preciso que discutamos esto. ¿Encontraste los tubos pequeños?
—¿Las jeringuillas? Sí. Todavía no comprendo por qué las utilizaste.
—Fue el miércoles por la noche después de que dispararon
contra Lorrie. Tuve un gran ataque de jaqueca en el camino hacia casa desde la reunión del distrito sexto, incluso antes de oír la noticia por la radio. La presidencia estaba asegurada. Contaba con votos suficientes pero…
—¿Por qué dices contaba?
—Porque ya no cuento con ellos. Cuando me vi en el espejo cuando estabas abajo hace un momento, buscando la morfina porque no podía afrontar lo que tenía que hacer, me di cuenta de que no soy mejor que Maggie McCloskey o cualquier otro alcohólico o viciado por las drogas. El ser presidente de los auxiliares médicos antes de que tú fueras jefe de la asociación médica del Estado no me importa ya.
—¿Fue eso lo que produjo el ataque cuando venías de regreso a casa?
—Estoy segura de ello. Estuve sometida a una gran tensión allí, pero lo que realmente me preocupaba era mi egoísmo por querer pasar delante de ti.
—Te equivocas.
—¿Por qué?
—Lo que realmente te inquietaba era el miedo a herirme, pero no tenías que temer eso a menos que me ames y lo prefieras más que ser presidente de los auxiliares médicos.
—Ahora ya lo sé, pero durante un tiempo corría el riesgo de darle excesiva importancia. Conduciendo hacia casa desde la asamblea, empecé a darme cuenta de eso y algo en mi interior provocó el ataque. Iba camino de la oficina de George Hanscombe para que me dieran una inyección cuando oí la transmisión por la radio sobre el disparo. Después estaba tan preocupada de que te hubieran herido…
—¿No llamaste al hospital?
—Sí, pero ya funcionaba el sistema de alarma en casos cardíacos.
—La telefonista de la clínica podía haberte dicho que era Paul.
—En aquellos momentos estaba demasiado trastornada para pensar con claridad. Cuando marché del hospital después de hablar con Dave Rogan, la clínica estaba cerrada y cuando llegué a casa el dolor era tan agudo que estaba casi ciega. Me estaba desnudando aquí arriba cuando acerté a ver aquel pequeño estuche tuyo. No sé lo que me impulsó a hacerlo, Pete. Yo imagino que estaba trastornada por tantas cosas. Preocupada por perderte por mi ambición, por si habías resultado herido, trastornada por lo de Lorrie y por Elaine y Paul, todo esto se acumulo sobre mí. Cuando vi el tubo, creí haber dado con el medio de aliviar mi dolor.
—Por lo que recuerdo aquella noche, produjo otros efectos. —Si no me sintiera ahora tan maravillosamente, me avergonzaría de la forma en que actué.
—Pero ¿no lo estás?
—No.
—No tienes por qué estarlo, nunca más. Los esposos que realmente se aman no deben avergonzarse de nada que exprese su amor y los haga felices.
—De ahora en adelante voy a pasar el tiempo tratando de ser lo que quiero ser, no lo que creía que quería ser —le prometió ella—. Llamaré hoy a las delegadas anunciándoles mi dimisión.
—No quiero que hagas eso.
—¿Por qué?
—Eres una persona, Amy, una mujer con tus propios derechos y mucho empuje. Cuando una mujer como tú se casa, casi siempre utiliza esa fuerza para hacer que su marido sea lo que ella quiere que sea. Hace cinco años, poco más o menos, te empeñaste en que fuera catedrático de Cirugía. Al no lograrlo, tu ego se resintió y por eso proseguiste con la idea de los auxiliares médicos.
—No quiero ser más que tú nunca más.
—No lo quieres ahora, porque acabas de hacer el amor. Estás disfrutando lo que los expertos en cuestiones sexuales denominan lasitud después del coito.
—Me ha gustado la frase.
—Estoy de acuerdo contigo. Dentro de unas horas, volverás a ser Amy Weston Brennan con toda tu energía intacta, y créeme, prefiero que encauces esa energía hacia la presidencia de los auxiliares médicos del Estado que en combatirme. Soy un irlandés tozudo que está muy satisfecho de ser como es.
—También yo estoy satisfecha con lo que eres. —Cogió su rostro entre las manos e inclinó su cabeza para darle un beso—. Ahora mismo quiero volver a repetir la experiencia de antes.
—No, a menos que tengas un tubo de propinato de testosterona oculto en alguna parte que pueda inyectarme con esta jeringa —le dijo sonriendo—. Tengo casi cuarenta y cinco años, desvergonzada, de modo que lo que intentas es físicamente imposible durante un par de horas por lo menos. Vamos a dormir.