Era poco más de la medianoche cuando Mort Dellman llegó al aeropuerto del condado de Weston. Un solo empleado estaba en el mostrador en el único servicio de líneas aéreas que abastecía la ciudad con vuelos nocturnos.
—¿Llego a tiempo para el vuelo de la una de la madrugada a Adanta? —preguntó.
—Los vuelos de salida han sido cancelados a causa del mal tiempo.
—¿Cuándo sale el próximo?
—A las nueve de la mañana.
—¿A las nueve?
—Y tampoco podemos estar muy seguros de eso, señor. El meteorólogo dice que este frente seguirá por algún tiempo.
Mientras siga así la situación, no podrán aterrizar los aviones aquí.
—¡A las nueve! ¡No puedo esperar tanto!
Los periódicos de la mañana habían salido de la imprenta. Había cogido uno fuera al entrar en el aeropuerto y lo primero que vería la gente serían los atrevidos titulares:
El jurado de acusación deja libre al doctor
Roy había sido un tonto al no procesarlo, sabía Mort, pero el fiscal general del Estado era un político demasiado astuto para echar a perder la oportunidad de destruir las posibilidades de Roy para optar al cargo. Una hora después de que Abner Townsend viera los periódicos de la mañana, traería arrastrando a un juez de la capital para que solicitara otro auto de prisión, lo que indicaba que Mort Dellman tenía que salir de Weston y fuera de las fronteras del Estado —y preferiblemente fuera del país— antes de que eso sucediera.
Su plan de huida no había tenido en cuenta el factor meteorológico, ya que hubiera logrado escapar si la lluvia no hubiera impedido el vuelo a Atlanta. La reserva que había encargado a Pete Brennan para Africa del Sur había sido un engaño. Su verdadero destino era Brasil, donde no existía tratado de extradición con los Estados Unidos. Con cien mil dólares por su participación en la clínica facultativa y otros doscientos del viejo Porter en el bolsillo —además de lo que había reunido en todos esos años en los bancos de Suiza y la ventaja que el veredicto de muerte accidental del jurado de acusación le daría cuando pusiera en manos de un abogado la reclamación de la póliza de accidentes que había abierto para Lorrie hacía un año—, podía haber vivido desahogadamente en Brasil, mientras decidía lo que debía hacer más tarde. Pero este maldito tiempo había desbaratado sus planes.
Sólo había una respuesta: un coche de alquiler. Aun en ese caso no podría llegar a Atlanta antes de las nueve y la gente que le alquilara el coche le reconocerían sin duda y la policía sabría casi inmediatamente dónde había ido. Sin embargo, tendría que correr ese riesgo y tratar de escabullirse por la frontera del Estado tomando una carretera de segundo orden.
La cabina de alquiler de coches estaba al otro lado del restaurante del aeropuerto y se dirigía allí a toda prisa cuando sus ojos repararon en una cabina vacía con la siguiente indicación:
Servicio de vuelos «Charter».
y debajo la promesa:
Le llevaremos en avión a todas partes y en cualquier momento.
Si no hay nadie en la cabina marque el 389-76777
Entrando en una cabina telefónica, Mort echó una moneda de diez centavos en la ranura y marcó el número. Llamó varias veces hasta que le contestó una voz femenina soñolienta.
—¿El servicio de vuelos «Charter»? —preguntó.
—Un minuto, por favor.
—Aquí vuelos «Charter» —dijo una voz de hombre.
—Quiero que me lleve a Atlanta.
—El tiempo es muy malo, señor. No admiten entradas en el aeropuerto de Weston esta noche.
—Ni tampoco las salidas normales —dijo Mort Dellman—. ¿Qué le parecen mil dólares por llevarme a Atlanta, o mil quinientos a Nueva Orleáns?
—Es muy arriesgado.
—Le pagaré bien.
—¿Quién es usted?
—Mi nombre es Richards. Estoy en el aeropuerto ahora y estoy dispuesto a salir en seguida.
—¿Por qué tiene que ir a Atlanta con tanta prisa, señor Richards?
—Un familiar mío está muriendo en Dallas. Es importante que llegue allí lo antes posible.
—Usted dijo mil quinientos hasta Nueva Orleáns, ¿no es eso?
—Sí, si se da prisa.
—Estaré en el aeropuerto dentro de veinte minutos. Sabrá que he llegado cuando vea las luces encendidas en el hangar. Está al lado del edificio del aeropuerto.
—Iré hacia el hangar cuando estén encendidas.
Las luces tardaron un poco más de los quince minutos en encenderse. Recogiendo su bolsa, Mort cruzó hacia el hangar bajo la lluvia. Un hombre estaba ocupado trabajando en un avión ligero, llenando los depósitos de gasolina.
—Soy el señor Richards —le llamó Mort—. ¿Cuándo podremos despegar?
—En seguida, señor; tan pronto como acabe de llenar los depósitos y solicite un plan de vuelo de la torre. —Miró más de cenca a Mort—. ¿Dice usted que su nombre es Richards?
—Eso es. ¿Quiere que pague por anticipado?
El hombre dudó sólo un momento.
—Sí.
Mort contó el dinero y lo puso en manos del piloto cuando acabó de llenar el depósito.
—Esta es una noche de perros para volar, señor Richards —dijo el hombre—, pero no puedo despreciar mil quinientos dólares.
«Y yo no puedo por menos salir del país», pensó Mort Dellman mientras subía sus bolsas dentro del avión. Desde Nueva Orleáns estaba seguro de que podría obtener un avión para México antes de que Abner Townsend pudiera detenerle, y una vez allí sería muy fácil pasar a Brasil.