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El tiempo había ido empeorando en el sur hacia Atlanta desde la mañana, y Elmer Hill, portavoz del jurado de acusación del condado de Weston, tuvo que retrasar su regreso a Weston en avión. Eran más de las siete del sábado por la tarde cuando por fin se reunió el jurado en el juzgado y pudo empezar la vista del caso Mort Dellman.

Cuando el inculpado fue llevado a la sala cerrada donde estaba reunido el jurado, Roy se sorprendió al verle acompañado únicamente por el alguacil, que lo había conducido abajo desde la celda.

—Tenía entendido que el acusado había contratado a un abogado —dijo al portavoz.

—He pensado defenderme a mí mismo —interrumpió amablemente Mort Dellman—. Puesto que no he hecho nada que no hubiera hecho cualquier hombre normal para defender la respetabilidad de su hogar y de su matrimonio, no necesito a nadie que tergiverse la ley en mi nombre.

Era una salida inteligente, la que debía haberse esperado Roy, especialmente después de la diestra maniobra de Mort con el asunto de la confesión la tarde en que ocurrió el homicidio, pero Roy no estaba del todo seguro si debía intervenir, de modo que dudó sólo un momento antes de volverse al informador del tribunal, que iba anotando las actas palabra por palabra en una máquina de signos taquigráficos.

—Que conste en el acta que el inculpado fue advertido de su derecho constitucional de no dar testimonio y de ser representado por un abogado —observó.

—Renuncio a ambos derechos y me someto a la discreción de los caballeros del jurado de acusación —exclamó Mort Dellman.

—Eso bastará. ¿No es cierto, señor Weston? —preguntó el portavoz.

—Sí, mientras conste en las actas que el inculpado fue advertido de sus derechos y que no se le exige que preste testimonio.

—Entonces, ¿está usted listo para proceder a la vista, señor Weston?

—Sí, señor. Leeré primero una declaración prestada bajo juramento esta mañana por el doctor Paul McGill, paciente del hospital de la Universidad, que está inhabilitado físicamente para asistir a la vista y prestar declaración personalmente.

—¿Alguna objeción? —preguntó el portavoz a Mort Dellman.

—Ninguna en absoluto, señor.

—Proceda, pues señor Weston. Se procedió a la lectura rápidamente. Pregunta.

—¿Su nombre?

Respuesta.

—Paul McGill.

P. —¿Ocupación?

R. —Médico. Soy especialista en dermatología: enfermedades de la piel.

P. —¿Dónde vive?

R. —En 2625 Sherwood Ravine Road.

P. —¿Dónde estaba usted hacia las 4.30 de la tarde del 1.° de septiembre?

R. —En la casa del número 5051 de Sherwood Ravine Road.

P. —¿Qué hacía usted en aquella hora?

R. —Mantenía relaciones sexuales.

Roy había intentado que Paul evitara esa expresión, sabiendo el efecto que produciría en el jurado a favor de Mort Dellman, pero Paul había insistido por la misma razón.

—¡Vaya! —dijo un miembro del jurado con voz aterrada—. Este es un semental.

Roy no hizo caso de la interrupción y continuó leyendo:

P. —¿Con quién mantenía relaciones sexuales?

R. —Con Lor…, la señora Mortimer Dellman.

P. —¿Qué ocurrió entonces?

R. —No lo sé con exactitud.

P. —¿Vio usted al doctor Dellman entrar en la habitación?

R. —No. De repente oí un disparo y en el mismo instante… perdí el conocimiento.

P. —¿Cuándo volvió en sí?

R. —Creo que fue a eso de medianoche.

P. —¿Dónde?

R. —En el pabellón especial de asistencia intensiva del hospital de la Universidad.

P. —¿Y no sabe nada de lo que ocurrió en el intervalo?

R. —Nada.

P. —¿Vio usted aquella tarde al doctor Dellman?

R. —No.

P. —¿Sabía quién le había disparado?

R. —No. Cuando recobré el conocimiento en el hospital ignoraba lo que había ocurrido. Mi primer pensamiento es que debía haber sufrido un ataque al corazón.

P. —Otra pregunta, doctor McGill. ¿Cuánto tiempo llevaba usted manteniendo relaciones sexuales con la señora Dellman cuando oyó el disparo y perdió el conocimiento?

R. —Tal vez cinco minutos.

—No pudo terminarlo —dijo el miembro del jurado que había hablado antes—. ¡Qué lástima!

—Así termina la declaración del doctor McGill. —Roy había hecho caso omiso de la interrupción.

—Llame a su primer testigo, por favor, señor Weston —dijo el portavoz.

—Alguacil, llame al doctor Sylvester Short, forense del condado de Weston.

El doctor Short, un hombre grueso de unos sesenta años, que era asimismo catedrático de Patología en la Facultad de Medicina, ofreció los informes habituales para el acto en relación con sus estudios y títulos.

—Doctor Short —dijo Roy—. ¿Examinó usted el día 1.° de septiembre el cuerpo de la señora Loretta Porter Dellman, fallecida? —Sí.

—¿Quiere usted decirnos, por favor, lo que descubrió?

—La muerte sobrevino por una herida en el lado izquierdo del corazón, interesando al mismo tiempo el músculo cardíaco y la arteria coronaria izquierda.

—¿La arteria coronaria? ¿Le importaría explicarse, por favor?

—Las arterias coronarias son dos y suministran sangre a cada lado del músculo del corazón. La bala destrozó al menos un centímetro de la arteria coronaria izquierda, privando así una buena porción del corazón de la sangre requerida para la vida. El efecto fue el mismo que una trombosis coronaria masiva.

—¿Y con ello se produjo?…

—La muerte instantánea.

—¿Encontró usted la bala que causó estos estragos?

—No, señor. La bala atravesó completamente el cuerpo de la difunta. La herida de entrada estaba en la parte posterior con respecto al tórax en el lado izquierdo. La herida de salida estaba en la parte delantera, después de atravesar el corazón de la víctima.

—¿Y la muerte fue instantánea?

—No existe duda alguna.

—He terminado las preguntas.

Tampoco las hizo el jurado y se permitió salir al doctor Short.

—Llame al sargento Jim O’Brien —ordenó Roy.

El sargento O’Brien se aposentó en la silla de los testigos, saludó con la cabeza a varios miembros del jurado y prestó juramento. Evidentemente era un testigo experimentado.

—Sargento, ¿fue usted llamado el día 1.° de septiembre a la casa de Mortimer Dellman en el 5051 de Sherwood Ravine Road hacia las cuatro treinta de la tarde?

—Sí.

—¿Por quién?

—Por el doctor Dellman. Llamó a la comisaría e informó que había matado a un hombre que estaba con su mujer.

—¿Identificó al hombre el doctor Dellman entonces, sargento?

—No, señor.

—¿Dijo que había matado a su esposa?

—No, señor.

—¿Qué encontró usted al llegar a la casa?

—La señora Dellman estaba muerta con un disparo en el pecho. El doctor McGill estaba gravemente herido. No creí que pudiera llegar vivo al hospital.

—¿Dónde estaba el doctor Dellman?

—En la habitación del lado. Me dio el arma cuando nosotros entramos.

—¿Nosotros, sargento?

—El teniente Vosges me acompañaba.

—¿Qué clase de arma era?

—Una pistola de calibre 22.

—¿Cuántos disparos se habían hecho?

—Uno.

Tomando una cajita del bolsillo y abriéndola para mostrar una bala que descansaba sobre un trozo de algodón, Roy se la acercó para que pudiera examinarla.

—¿Es ésta?

—Sí, señor. Hice una señal de identificación en ella.

—¿Está seguro de que la bala procedía de la pistola que el doctor Dellman le entregó?

—Sí. Hice un disparo después con el arma y las mandé comparar por el F.B.I. La pistola del doctor Dellman hizo, sin duda alguna, el disparo que mató a la señora Dellman e hirió al doctor McGill.

No se hicieron más preguntas al sargento, al que dejaron marchar.

—Llame al doctor Antón Dieter, por favor —ordenó Roy Weston.

El doctor Dieter entró, prestó juramento y facilitó la habitual información sobre antecedentes.

—Doctor Dieter —dijo Roy—. ¿Operó usted el día 1.° de septiembre al doctor Paul McGill?

—Sí.

—¿Y qué encontró?

—Una bala del calibre 22 con cubierta de acero, localizada dentro del ventrículo derecho del corazón.

—¿Sacó usted la bala?

—Sí.

—¿Puede usted decirnos su trayectoria aproximada?

—La bala entró en el pecho del doctor McGill aproximadamente a un centímetro a la derecha del esternón. Penetró la pared torácica y también la pared del ventrículo derecho, una de las cuatro cavidades del corazón, depositándose en el ventrículo.

Roy Weston tomó la cajita de su bolsillo, la abrió y una vez más mostró al jurado y al testigo la bala situada sobre un trozo de algodón al fondo de la caja.

—¿Es ésta la bala que usted extrajo?

—¿Es la que entregué al sargento O’Brien a solicitud suya después de la operación, señor Weston?

—Es la misma bala.

—En ese caso es la que saqué.

—No tengo más preguntas para el testigo —dijo Roy Weston al portavoz del jurado.

—Puede usted bajar, doctor Die…

—Un minuto. —Era el miembro del jurado más bien locuaz—. ¿Dijo usted que la bala penetró la parte frontal del tórax del doctor McGill?

—Eso dije.

—¿No cree usted que era un poco…? —dijo el hombre con evidente admiración—. No sólo se aprovecha de una mujer casada sino que también hace que ella haga el trabajo. —Cuando los rostros de los miembros del jurado se iluminaron con una sonrisa, añadió—: ¡Valiente gandul!

—No presentaremos más pruebas por el momento —anunció Roy Weston—. Parece que se ha probado sin discusión que el inculpado mató a su mujer e hirió al doctor McGill. Solicito, pues, que sea llevado al tribunal correspondiente por el cargo de homicidio.

—¡Un momento! —Era Mort Dellman—. ¿Tengo derecho a prestar declaración?

—En mi opinión, su testimonio no es ni necesario ni aconsejable en este momento, doctor Dellman —dijo Roy Weston fríamente. No sabía exactamente lo que Mort preparaba, pero prefería que salieran a relucir los menos detalles posibles de este asunto, aun cuando fuera en un sitio relativamente reservado como la sala del jurado.

—Creo que el jurado tiene derecho a conocer los hechos antes de considerar si deben procesarme —insistió Mort Dellman—. Tanto mi vida como mi reputación profesional están en juego aquí.

—Es mi deber advertirle tanto para usted como para que conste en acta —dijo Roy seriamente—, que puesto que se le han advertido sus derechos y ha decidido no tener asesor, cualquier declaración que haga puede ser presentada como prueba, como parte del juicio si sale procesado.

—La verdad no perjudica a nadie —dijo Mort Dellman en un tono de piadosa rectitud.

—Puede usted declarar, doctor, si cree usted que nos ayudará a tomar una decisión en su caso —dijo el portavoz del jurado.

—Creo que sí, señor —le aseguró Mort Dellman.

—Proceda, pues, pero recuerde que puede usted parar en cualquier momento y negarse a contestar a cualquier pregunta que le planteen sin que por ello resulte perjuicio alguno para usted.

—Comprendo. —Mort Dellman volvió el rostro mirando al jurado.

»La tarde del día 1.° de septiembre de este año, caballeros, llegué a casa antes de costumbre. Se me había avisado previamente que habían visto estacionado un automóvil marca «Buick Wildcat» frente a mi casa y pensé, por tanto, que alguna amiga había ido a visitar a mi esposa. Ella creció en esta localidad y tenía numerosas amistades.

»Al entrar en la casa, no encontré a nadie abajo. Nuestros hijos están todos fuera en los campamentos de verano y la criada tiene el día libre los miércoles. Subí las escaleras y me acerqué al dormitorio que comparto con mi esposa, pero cuando estaba a unos dos metros de la puerta, oí voces dentro de la habitación. Estaba ésta algo oscura pero la puerta estaba parcialmente abierta. Al oír una carcajada de hombre, creo que perdí el control de mí mismo. Hay un pequeño estudio en aquel piso donde guardo una pistola, puesto que se han dado varios casos de robos en mi vecindad últimamente.

Hizo una pausa y, sirviéndose un vaso de agua con un jarro situado encima de una mesa cercana, se bebió el contenido antes de continuar.

—Como he dicho, actuaba dominado por una emoción muy fuerte. Creo que cualquiera de ustedes hubiera sentido lo mismo si hubieran oído la carcajada de un hombre y la voz de su mujer desde una habitación medio a oscuras en su casa a las cuatro y media de la tarde. Recuerdo que abrí de golpe la puerta de la habitación y vi a mi mujer en los brazos de otro hombre. En cuanto a lo que sucedió entonces, no puedo asegurarlo. Recuerdo que levanté la pistola, pero no haberla disparado. Cuando recobré el dominio de mis senados encontré que mi esposa estaba muerta y su amante yacía inconsciente. Llamé a la policía inmediatamente y ya saben el resto de la historia.

El portavoz miró al resto del jurado.

—¿Más preguntas? —dijo.

Al mirar hacia ellos, Roy Weston vio que el hombre que había hablado en varias ocasiones fruncía el ceño.

—¿Tiene usted buena puntería, doctor? —preguntó.

—Me nombraron oficial del Ejército en Corea por mi destreza con la pistola, y disparo también a veces en competiciones locales en el campo de tiro.

—¿A qué distancia disparó usted?

—Como dije, no estoy seguro de lo que ocurrió exactamente. Tal vez di varios pasos hacia dentro de la habitación. Las persianas permanecían cerradas y estaba algo oscuro.

—¿Más preguntas? —dijo el portavoz y el miembro del jurado sacudió la cabeza.

—¿Tiene usted que hacer alguna pregunta, señor Weston?

—No —dijo Roy—. Ni tampoco presentaré más testigos en esta fase.

—El alguacil acompañará al doctor Dellman a la celda —dijo el portavoz del jurado de acusación—. Le agradecería que esperara fuera de la sala del jurado hasta que lleguemos a una decisión, señor Weston, para el caso de que precisemos llamarle para que nos explique algunos puntos de la Ley.

—Desde luego.

Roy siguió a la redactora de asuntos judiciales hacia fuera y le ofreció un cigarrillo. Era una joven atrevida, una periodista experimentada y muy inteligente.

—¿Cuál cree que será el veredicto, señor Weston? —preguntó mientras él le ofrecía fuego.

—Proceso por homicidio. ¿Qué otra cosa puede ser?

—Lo dejarán libre.

—¿Por qué dice eso?

—Sólo hay un tipo de jurado que pueda resolver este asunto que clama al cielo.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Roy con cautela.

—Loretta Dellman no era una santa, eso lo sabe todo el mundo, pero también el doctor Dellman pierde la cabeza cuando se trata de faldas. Mi compañera de habitación es secretaria de la clínica facultativa y me facilita todos los detalles.

—¿Por ejemplo?

—La señora Dellman tenía relaciones con un estudiante de Medicina. Yo salí algunas veces con él hasta que me di cuenta de que debía aprender judo. En mi opinión Dellman no podía soportar la idea de que los estudiantes hablaran mal de él porque uno de ellos se acostaba con su esposa y volvió a su casa aquella tarde para darle un escarmiento, pero el doctor McGill ocupaba su lugar y recibió la bala que estaba dirigida a otro.

—¿Tiene usted pruebas de eso?

—Todo lo que sé es lo que leo en el estenógrafo —dijo la chica sonriendo—. Esos tipos de la alta sociedad no son de mi gusto.

Se abrió la puerta de la sala del jurado y el portavoz miró hacia fuera.

—Entre, por favor, señor Weston y también la periodista —dijo—. Hemos llegado a una decisión.

Dentro, la periodista ocupó su lugar a la máquina estenográfica y el portavoz se colocó los lentes antes de tomar una hoja de papel en la que había algo escrito con bolígrafo.

—Nosotros, el jurado de acusación del condado de Weston —leyó—, reunidos el 4 de septiembre, hallamos que la señora Loretta Dellman murió a causa de la descarga accidental de un arma en manos de su esposo, el doctor Mortimer Dellman. No encontramos, por consiguiente, causa alguna para enviar a juicio al doctor Dellman y se ordena por la presente que sea puesto en libertad.