—Lo que no comprendo es todo ese secreto sólo por examinar un par de diapositivas —dijo Lew Saunders, mientras sacaba del estuche el microscopio de sus años de estudiante en la habitación que compartía con Mike Traynor en las dependencias internas del hospital de la Universidad y lo dejó sobre la mesa— o por qué razón estás tan preocupado. Estás nervioso, sumamente inquieto y nervioso.
—Limítate a examinar las diapositivas.
Los ojos de Mike estaban enfebrecidos y sus manos temblaban al coger un cigarrillo de un paquete abierto y encenderlo.
Metódicamente, Lew Saunders ajustó el microscopio, colocó la diapositiva que Mike había preparado y coloreado bajo el objetivo, puso una gota de cedreleón sobre ella e hizo bajar los lentes de inmersión hasta que se pusieron en contacto con el glóbulo de aceite.
—No se ve nada con esta luz —refunfuñó mientras ajustaba la lámpara de sobremesa hasta que se centró sobre el espejo reflectante de debajo del microscopio, enviando un rayo concentrado de luz arriba a través de la diapositiva y sistema de lentes del instrumento.
Con los ojos pegados a los binoculares del microscopio, Saunders empezó a hacer girar lentamente los ajustes, hasta que el visor situado sobre la diapositiva entró en el foco basto; luego el fino, afinando la imagen hasta que apareció en el campo del instrumento, con los colores y estructura del material perfectamente definidos.
—¡Caramba! —exclamó.
—¿Qué es? —preguntó Mike Traynor—. ¿Qué ves?
—Él mejor preparado de diplococos intracelulares que hayas visto jamás.
—¡Dios mío!
—Quienquiera que produjo este semen tiene la más fuerte dosis de…
—¿Gonococos?
—No hay duda alguna. Echa un vistazo. Cuando Mike se apartó del microscopio, Lew Saunders vio el aspecto agobiado en el rostro de su compañero de habitación y cayó en la cuenta.
—¡Tú, Mike! ¡Es tuyo!
Mike Traynor asintió. Por el momento no podía hablar.
—¡Vaya, hombre! ¡Eso es una buena dosis! Jamás vi unas células con pus más pobladas de gonococos. De repente empezó a reír.
—No es para reírse —dijo Mike Traynor con furia—. ¿No te das cuenta? —Saunders cogió otro ataque de risa—. Esto es justicia poética, si existió alguna vez cosa semejante. Mike Traynor, el Casanova de la Facultad de Medicina de Weston, ha caído en el cepo. ¡Oh, esto no tiene precio!
—Cállate —dijo Mike con reproche—. ¿Quieres pregonarlo a los cuatro vientos?
—¿Quién te lo contagió? —Aquella zorra de Vassar. La del magnetófono—. Es un caso grave, desde luego. Tres días después del contagio es el tiempo más corto que he oído para aparecer los síntomas. Chico, cuando esto se conozca…
—Tú no lo dirás, Lew. —Mike Traynor parecía que iba a desmayarse—. Causarías mi ruina.
—Tu suministro de mujeres por estos contornos se agotaría en seguida, no te quepa duda, pero cuando ingreses en el hospital, irá a parar a tu historial, y ya sabes, los rumores…
—No voy a ingresar.
—No sé si lo sabes, chico, pero mañana a estas horas estarías gravísimo.
—Mañana a estas horas voy a estar prácticamente bien. La penicilina sigue curando la gonorrea, ¿no es cierto?
—Claro, a menos que la chica haya sido tratada anteriormente y tenga un microbio resistente a la penicilina.
—Tendré que afrontar ese riesgo. ¿Cuál es el tubo de jeringuilla de mayor tamaño para inyectar penicilina?
—Vi algunos en la sala de emergencia con cinco millones de unidades.
—Si me inyecto uno hoy y otro pasado mañana, estaré curado en cuarenta y ocho horas.
—Probablemente, a menos que el microbio se resista.
—¿Puedes conseguirme los tubos, Lew?
—No lo sé. Esto puede ser arriesgado, si tienen que ingresarte más tarde y se averigua que yo lo sabía. Además, si te inyecto y la semana próxima empieza a desprenderse la piel como reacción a la droga…
—Cuídate de proporcionarme la penicilina y yo me inyectaré. Si hay problemas, juraré que me he hecho el diagnóstico e intentado darme tratamiento.
—Bien, de acuerdo.
—Eres un amigo de verdad, Lew. Te pasaré una chica alguna vez.
—De ningún modo —dijo el otro interno—. Estás contagiado. —Empezó a reír otra vez—. ¡Para que luego no creas en la justicia poética!
—Ya dijiste eso —le dijo Mike Traynor—. Consígueme la penicilina.
—Ya voy. —Lew Saunders fue en busca de su chaqueta blanca—, pero mientras estoy fuera, piensa en qué lío te hubieras metido si el doctor Fleming no hubiera descubierto un día el hongo Penicillium Notatum del que se hace la penicilina, hace unos treinta años. ¡Ah!, y da gracias a Dios por ello.