2

Cuando el taxi paró frente a la casa donde se celebraba la reunión de los alcohólicos anónimos aquella noche, Maggie McCloskey estuvo a punto de decir al taxista que la llevara de nuevo al hospital. No es que hubiera algo en la casa o en la vecindad que la molestara. Estaba apartada de la calle en el lado oeste de la ciudad mirando hacia las montañas, invitándola a entrar en ella el césped perfectamente recortado, las cortinas de brillantes colores en la ventana y las luces refulgentes y cálidas que procedían del interior.

Lo que le preocupaba de ese lugar —y de todo el proyecto al que Dave Rogan la había lanzado— era la evidente normalidad de la casa, su abierto aire saludable y el ambiente de amistosa invitación que emanaba del mismo.

—No te llamarán para que digas o hagas nada, ni siquiera tienes que dar tu nombre, si no quieres —le había prometido Dave.

Y por eso había venido, asustada hasta la medula porque sabía que la próxima vez que llegara a casa ebria tal vez no tuviera el sentido común suficiente para regular la dosis de píldoras para dormir y podría ir a parar como la pobre Lorrie allí abajo en el frío cementerio.

El pensamiento la hizo estremecer, como si estuviera paseando sobre su propia tumba, pero también le hizo concebir dudas con respecto a encontrar aquí algo que pudiera ayudarla, pues esta casa era a todas luces normal, habitada por personas normales y probablemente felices, a juzgar por el calor de acogida de las cortinas y luces; gente, pues, que nunca había llegado al extremo de intentar suicidarse o desear la muerte.

Mientras esperaba, un hombre y una mujer subían por el sendero desde el coche que habían aparcado un poco más lejos calle abajo. Fueron recibidos en la puerta por una mujer de piel más bien oscura, con el pelo recogido en un moño de cabellos también oscuro. Cuando se abrió la puerta, una ráfaga de voces humanas ocupadas en agradable conversación se había escapado momentáneamente de la casa y Maggie miró una vez más al trozo de papel que le habían dado para asegurarse de que la dirección y el número de la puerta eran los mismos.

—¿Entra usted, señora? —le preguntó el taxista, y ella se preguntó si había advertido el repentino pánico que se había apoderado de ella o si sabía qué clase de lugar era éste, pero esto le parecía ridículo, pues era exactamente igual que una docena de casas de la misma calle, salvo ligeras diferencias de construcción.

—Sí. —Maggie hurgó en su portamonedas, sacó dos billetes de un dólar y se los dio—. Guarde el cambio.

—Gracias, señora McCloskey.

Maggie sabía ahora por qué la cara del taxista le había parecido familiar, cuando la había recogido enfrente del hospital. Los taxistas de Weston la habían llevado tantas veces a casa borracha que muchos de ellos la conocían ya.

Hasta aquel momento se había estado diciendo a sí misma que no tenía nada de común con la gente que podía ver moviéndose dentro de la casa brillante y cálida. Ahora se daba cuenta de que no era mucho mejor que ellos o que los holgazanes que pedían limosna a lo largo de Main Street en la parte baja de la ciudad. Este conocimiento le dio fuerza para seguir el camino de gravilla hacia la puerta principal y pulsar el timbre.

—Soy Eve Santo. —La mujer del moño de cabello oscuro saludó a Maggie en la puerta. Era rolliza, pero agradable, y sus ojos expresaban una calurosa bienvenida—. Entre y la presentaré al grupo. Usted es Margaret McCloskey, ¿no es eso? He visto su retrato en las páginas de sociedad.

—No últimamente. He estado ocupada… con otras cosas.

—Todos nosotros hemos pasado por eso también —dijo Eve Santo—. Está usted entre amigos aquí, señora McCloskey.

—Llámeme Maggie, por favor. —Era imposible no sentir simpatía por aquella mujer.

—Desde luego. Este es mi marido, Harry.

Harry Santo era la versión opuesta de su mujer, pues era delgado, y a Maggie le recordó a Jack Spratt, que al no comer grasas era más delgado que un fideo. Desde niña siempre había sentido lástima por el pobre hombre, pero ahora, habiéndose eliminado el colesterol prácticamente del régimen alimenticio de todo el mundo y considerándose la grasa como agente nocivo, resultó que sólo había seguido una dieta sana.

Eve Santo la acompañó por las dos habitaciones que estaban llenas de gente, tomando café y comiendo pequeños bocadillos y pasteles. La mayoría de ellos se sentían como en su casa, y Maggie no pudo encontrar diferencia alguna entre esta fiesta y centenares de otras a las que había asistido al otro lado de la ciudad, salvo que no había bar ni licores.

Por extraño que parezca, sin embargo, parecían pasarlo tan bien juntos como la gente de los otros grupos de los que ella había formado parte. Había un buen ambiente de cordialidad, pero aunque Eve Santo la había presentado a todo el mundo y ella había participado brevemente en las conversaciones con algunos pocos, Maggie empezó a experimentar pronto unas ganas de retirarse, el sentimiento de estar de sobra, que hizo que sus reacciones a la amistosa conversación de los de la casa fueran cada vez menos emotivas, hasta que por fin decidió irse.

—¿Puedo utilizar su teléfono para llamar un taxi, señora Santo? —le preguntó.

—Naturalmente. Algunos de los que están aquí esta noche viven cerca de usted. Les agradará dejarla junto a su casa un poco más tarde.

—Prefiero marcharme ahora, si no le importa.

No quería admitir que venía del hospital y regresaba al mismo.

—Le pediré un taxi inmediatamente.

Eve Santo marcó un número en el teléfono y dio el encargo, regresando luego con Maggie.

—No se sienta deprimida, se lo ruego —le dijo—. Estas primeras reuniones son siempre difíciles. Por eso tratamos de darle un aspecto festivo, si podemos, pero usted se encuentra con gente nueva y eso le molesta, porque advierte que ellos conocen su debilidad y sienten pena por usted. Este centro, sin embargo, no pretende eso, Maggie.

Abrió el cajón de una mesita del recibidor, donde estaban ahora, y sacó un libro.

—Llévese esto y léalo despacio. La información que contiene le aclarará muchos malentendidos que usted pueda tener sobre nosotros.

Maggie dejó caer el librito en su bolso, tratando de ocultar el temblor de sus dedos.

—Aquí está su taxi. —Las luces de un coche en movimiento acababan de aparecer frente a la casa—. Buenas noches, Maggie, y buena suerte.

—Buenas noches, Eve. Gracias.

Maggie casi corrió por el sendero hasta el coche, sin reconocer en su prisa que no era un taxista el que estaba al volante hasta que reconoció una figura familiar sosteniendo abierta la puerta frontal derecha.

—Hola, Maggie —dijo Joe McCloskey—. ¿Te puedo servir yo como taxista?

—¡Joe! —Se echó a sus brazos y él la abrazó un buen rato de pie junto al coche, mientras ella lloraba.

—¿Qué haces aquí? —preguntó mientras él se apartaba del sendero.

—Cuando Dave me dijo que te había hablado de asistir a una reunión de alcohólicos, me figuré que no era para ti. Dave es como muchos psiquiatras, se imagina que puede tirar del hilo y hacer que la gente se comporte como marionetas, pero él no ha estado casado contigo durante quince años. Si así fuera, hubiera sabido que eres demasiado sensata para ser una verdadera alcohólica. He estado estacionado al otro lado de la calle antes de llegar tú. Cuando el taxi que llamasteis paró calle abajo buscando la casa, pensé que lo habías llamado, le di al taxista cinco dólares y lo despedí.

—¡Oh, Joe! ¡Era terrible ahí dentro! —Se sentó junto a él, tratando de encontrar su apoyo—. ¡Todos son tan simpáticos! Joe sonrió.

—Evidentemente de la clase media.

—Pude advertir que me tenían lástima y esto fue lo peor. Necesito un trago, Joe. Vamos a beber algo.

—Claro, querida.

Ella esperaba que él pusiera reparos. Al no hacerlo, se reclinó en el cojín del asiento, cerrando los ojos y dejando que el aire fresco procedente del sistema de aire acondicionado aliviara el color sonrojado de su rostro. Sólo cuando el coche paró, los abrió otra vez y se vio sorprendida por el brillante resplandor de las luces fluorescentes y tubos de neón que deletreaban en letras iluminadas:

Burger Heavett

—Dije que necesitaba un trago.

Se dio cuenta del tono enfadado de su voz antes de empezar a chillar y reprimió su deseo de seguir hablando.

—Los batidos de leche que sirven aquí son de los mejores que has probado —dijo Joe para animarla—. Me he tomado uno cada noche antes de ir a acostarme.

—¿Después de comprobar que regresaba a casa? —Se había calmado de repente.

—Pues sí.

—¡Oh, Joe! —El enfado que sentía hacia él y el ansia de beber se disiparon, dando paso a la ternura—. ¿Podemos empezar de nuevo?

—Claro, querida. De eso se trata.

Minutos después fueron sobresaltados por la voz de una camarera que estaba de pie junto al coche.

—Será mejor que pida algo, señor. Al jefe no le gusta la gente que se sienta aquí para achucharse.

Mabel estaba limpiando el snack, preparándose para la afluencia de las once, cuando entraron Marisa y Antón Dieter. Iban cogidos de la mano, y la muchacha estaba ruborizada y feliz como una colegiala de cita con su chico.

Pidieron café y lo bebieron casi en silencio, evidentemente aún algo aturdidos por lo que acababa de suceder entre ellos. Cuando acabaron, salieron y atravesaron el recinto de aparcamiento hacia la entrada de los apartamentos de la Facultad, todavía con las manos juntas.

—Te dije que acabarían así, Abe —dijo Mabel con aire de victoria—. ¿Viste la forma de mirar de ella?

—Una judía y un exnazi. —El cocinero sacudió la cabeza—. No tiene sentido.

—Lo que ocurre contigo es que no tienes fe —dijo Mabel con orgullo—. Si hubieras estado en el funeral de la señora Dellman esta mañana como yo, hubieras visto allí que toda esa gente —hizo una seña hacia el hospital del otro lado de la calle— son como los demás. Cuando dos personas se enamoran, poco importa quiénes son o de dónde proceden.

—Pero una muchacha judía atractiva como la doctora Feldman, ¿por qué tiene que desperdiciarse con un alemán como Dieter?

—Deberías leer más la Biblia —le reprendió Mabel—. ¿No sabes que dice que el león y el cordero convivirán juntos?

—Creo que tienes razón —sonrió Abe—. Por la forma en que se miraban esa pareja, no hay duda de sus intenciones.

—¡Vamos! ¡Ya estamos otra vez! —exclamó Mabel disgustada—. ¡Vete a la cocina a freír huevos!