Eran más de las nueve cuando Pete Brennan acabó de hablar con Janet Monroe acerca de la operación. Calculando que Amy habría cenado antes de que Ethel marchara, paró en el snack para comer rápidamente una hamburguesa y tomar una taza de café, y aún no eran las diez cuando llegó a casa.
Abajo estaba oscuro pero podía ver un reflejo luminoso procedente de su alcoba en lo alto de la escalera y decidió que Amy debía estar leyendo o mirando la televisión allí. Moviéndose sin hacer ruido por si acaso se había quedado dormida, subió las escaleras y entró en el dormitorio.
La lámpara de la cama estaba aún iluminada y la revista que Amy había estado leyendo cuando el narcótico empezó a surtir efecto estaba junto a ella. Tenía un aspecto joven, indefenso y muy atractivo, echada allí con su camisón casi transparente que permitía observar el color carne de su piel. Sus mejillas estaban algo sonrojadas por los efectos de la droga y su respiración era lenta y uniforme, pero no reaccionó al tocar suavemente sus desnudos hombros.
Perplejo al ver que Amy no se había despertado, hizo lo que cualquier doctor hubiera hecho automáticamente. Colocó la mano en su frente, levantó su párpado izquierdo con el pulgar y lo que pudo ver allí transmitió la voz de alarma a todos sus sentidos.
La pupila del ojo izquierdo de Amy era casi del tamaño de un alfiler y no se contrajo con la luz como hubiera hecho normalmente, a pesar de que bajó y subió el párpado de nuevo dos veces para que la luz hiriera el ojo. El ojo derecho estaba en iguales condiciones y un sentimiento de horror y de temor empezó a apoderarse de él mientras con manos temblorosas le tomaba el pulso. Era lento y uniforme con ritmo de ochenta, lo que era normal, pero su respiración cuando empezó a contarla con la segundera de su reloj de pulsera, se repetía únicamente catorce veces por minuto.
Temiéndose casi lo que iba a encontrar, Pete se dirigió al lavabo y abrió el pequeño estuche de medicinas que guardaba allí para las llamadas de urgencia. Sólo dos de las doce jeringuillas de morfina que llevaba generalmente quedaban allí y se esforzó en recordar la última vez que había utilizado el estuche o lo había examinado. Al recordarlo, cerró el estuche y lo dejó de nuevo en el estante. Había doce jeringuillas en el estuche cuando lo abrió por última vez, no cabía duda alguna, y ahora sólo había dos.
Amy no dio señales de despertarse mientras buscó por la habitación. No tardó mucho en encontrar lo que buscaba, pues en su prisa había descuidado ocultar la prueba de lo que había producido el estado de amodorramiento en que la había encontrado. En el fondo de una papelera bajo un montón de papeles, descubrió el tubo de la jeringuilla completamente estrujado con la aguja todavía puesta. No podía saber cuánto tiempo hacía que estaba tomando morfina. Sólo Amy podía decírselo y ahora dormía profundamente bajo los efectos del potente narcótico.
Arrastrando los pies, Pete dejó la habitación y fue abajo a la cocina. Marcó el teléfono del domicilio de George Hanscombe y al no obtener respuesta, trató de calmar sus pensamientos el tiempo suficiente para pensar dónde podría estar. Aparte de su trabajo, su hogar y el club, el internista no tenía otros intereses que Pete pudiera imaginar. No podría estar trabajando a estas horas de la noche, pues la clínica estaba siempre atendida por uno de los médicos más jóvenes, que prestaban sus servicios como médicos de guardia por la noche, y no estaba en casa; luego sólo el club era el lugar más probable.
—El doctor Hanscombe está en el bar, doctor Brennan —dijo el empleado que contestó al teléfono—. ¿Quiere que lo vaya a buscar?
—Se lo ruego.
George llegó al aparato unos momentos después.
—¿Desdé cuándo estás en el bar por la noche? —le preguntó Pete.
—Grace marcha para Inglaterra el lunes, Pete. Me estoy acostumbrando a la soledad mediante la bebida.
—Regresará.
—No confiaría en eso y no sé incluso si será lo mejor para ella. Me imagino que he conseguido alterar sus nervios. Ya sabes cómo se agravó su diabetes.
—Lo siento, George. Con los trastornos que tienes, no me siento con ánimos de confiarte los míos.
—¿Qué ocurre?
—Amy ha tenido uno de sus ataques de jaqueca. Sé que la has venido tratando por ese motivo y me preguntaba qué le recetaste.
—No he visitado a Amy a causa de la jaqueca desde hace bastante tiempo —dijo el internista—. Pensé que habían cesado los ataques. ¿Acaso le trastornó el asunto de Mort Dellman?
—Puede ser.
—Yo le daba una inyección de tartrato de ergotamina para reducir los espasmos de la arteria carótida interna y «Demerol» para aliviar el dolor. Puedo llamar al hospital y hacer que la enfermera de noche de la sala de emergencia le ponga la inyección.
—No te molestes —le dijo Pete—. Tengo jeringuillas de morfina en mi estuche…
—Yo no haría eso. —La voz del otro doctor adquirió una tonalidad quebradiza.
—¿Ni siquiera una sola vez?
—Las jaquecas son de tipo repetitivo, Pete. Un elemento neurótico fuerte predispone a menudo para los ataques, cuando no los provoca. La morfina no es adecuada para eso, especialmente para las esposas de médicos.
¿Por qué?
—Hay un artículo sobre los trastornos de las esposas de doctores en el American Journal of Psychiatry. Me hubiera pasado inadvertido si Dave Rogan no hubiera llamado mi atención sobre él.
—Siempre creí que la enfermedad de la esposa del doctor era una broma.
—Siendo neurocirujano, no te encontrarás con muchos casos, salvo quizá los síndromes de aversión en la parte posterior del cuerpo y el dolor de garganta —dijo George Hanscombe—, pero créeme, no es una broma. Una gran cantidad de mujeres que la padecen desarrollan con el tiempo la adición a las drogas y normalmente empiezan con morfina que consiguen del maletín de su marido.
Pete contempló callado el teléfono hasta que la voz de George Hanscombe en su oído llamó de nuevo su atención.
—¿Estás ahí, Pete?
—Sí.
—Creí que habían cortado la comunicación.
—Gracias, George; daré a Amy aspirinas y codeína. Si eso no la alivia, llamaré a la sala de emergencia y les diré que preparen una inyección de tartrato de ergotamina. Estamos cerca del hospital, de modo que puedo acercarme a retirarla.
—Si Amy tiene esos trastornos, deberé visitarla de nuevo —dijo el internista—. No creí que necesitara medicación preventiva porque sus ataques eran poco frecuentes. Puede ser que haya cambiado la situación ahora.
—¿Existe una medicación preventiva?
—Una nueva droga de un compuesto maleico parece producir buenos resultados en la prevención de los ataques de jaqueca, pero sigue íntimamente relacionada con la tensión emocional y, por tanto, debería verla también Dave Rogan.
—Ya se lo diré a ella. Gracias, George.
Al colgar el teléfono, Pete se dio cuenta de que aún tenía apetito. Abriendo la nevera, sacó una lata de cerveza, pan y un paquete de jamón en rodajas. Mientras se preparaba un bocadillo y lo comía lentamente, reflexionó de nuevo sobre las implicaciones de lo que le había dicho George. De cualquier forma que lo relacionara con los hechos, siempre obtenía una respuesta inquietante.
Al parecer, Amy no había estado sujeta a ataques de jaqueca durante un buen espacio de tiempo, ya que no había consultado al doctor George Hanscombe. Con todo, esta noche había tenido uno probablemente tan fuerte que le había quitado una jeringuilla de morfina de su estuche y se la había aplicado. Lo que era más, faltaban otras nueve jeringuillas del mismo, además de la que había encontrado en la papelera del cuarto de baño.
«¿Haría tiempo que se las venía tomando? —se preguntaba—, ¿o era esta noche la primera vez? Y de ser así, ¿había sido el funeral de Lorrie la causa?».
Recordó haber hablado con Amy en el cementerio, pero parecía estar tan normal que lo consideraba improbable. Entonces recordó algo. La noche que mataron a Lorrie y él había llegado tarde a casa, Amy había mencionado que había tenido un ataque de jaqueca, pero que había tomado algo y el dolor se había aliviado.
Su comportamiento aquella noche no había sido ciertamente normal, pero él lo había atribuido a estar emocionalmente excitada por lo que había ocurrido aquella tarde y a la fuerte bebida que dijo haber tomado. Ahora se preguntaba si se había aplicado también una inyección, la cual, combinada con el alcohol, hubiera disipado las inhibiciones que eran parte de su constitución normal.
Cuanto más pensaba en ello, más se cercioraba que ésta había sido la secuencia de hechos de aquella noche. Había sólo un medio de averiguarlo, si tenía suerte. Acabando el bocadillo y la lata de cerveza, subió al dormitorio.
Amy seguía dormida, pero se volvió de lado, de modo que pudo comprobar que no estaba seriamente afectada por la droga. La cantidad de morfina que había tomado no era una dosis muy grande para un individuo de tamaño medio, y, a juzgar por el efecto que había tenido sobre ella, tenía el convencimiento de que no había tomado la droga durante mucho tiempo. Si lo hubiera hecho, hubiera necesitado una dosis mayor, puesto que el cuerpo se habitúa rápidamente a ella.
Mirando por la habitación, se preguntó dónde podía haber escondido las otras jeringuillas de morfina y sus ojos se dirigieron hacia la mesa del tocador junto a la cama. Sacando los cajones uno a uno, miró en los mismos, buscando bajo el forro de papel, donde los colocaría probablemente cualquiera que tratara de ocultarlos.
Halló lo que buscaba en el tercer cajón que abrió: ocho jeringuillas de morfina, con lo que encontró un gran alivio, pues tanto si Amy pensaba o no continuar tomando la droga —y el hecho de que las hubiera escondido parecía indicar que sí—, podía tener la seguridad razonable ahora de que sólo había tomado dos últimamente, probablemente una la noche después de la muerte de Lorrie, y la otra esta noche, lo que significaba afortunadamente que sus hipótesis eran ciertas, es decir, que el peligro de hábito no era muy grande. Sabía, por otra parte, que Amy era inteligente y comprendería el peligro, si él se lo hacía ver.
Pero ¿qué la había impulsado a tomar la droga la primera vez?, se preguntaba mientras se desnudaba lentamente y se metía en la cama, a menos que se hubiera enterado de lo de él y Helen Straughn. La respuesta probable era la negativa, pues Amy no era de las que evitaban hacer frente a los hechos, incluso a la verdad de que su matrimonio podía estar en peligro.
¿Estaba inquieta por algún dolor que podría significar una enfermedad grave, o algo como el temor al cáncer, de una intensidad tan grande que la atormentaba de forma que tenía miedo de acudir al médico?
Muchas mujeres evitaban las visitas a los médicos por ese motivo, según sabía por experiencia, pero esa respuesta no parecía lógica con respecto a Amy, pues era una mujer inteligente y muy sensata.
En cuanto a una aventura amorosa con otro hombre, ni siquiera se paró a considerarlo, seguro de que la severa conciencia de Amy no le permitiría entregarse a ese desenfreno tan común en Weston en las personas de su nivel social.
Una a una fue considerando las posibles causas que podían haberle producido una conmoción tan profunda que llevara consigo dos graves ataques de jaqueca en el espacio de cuatro días y la había conducido a sisar morfina de su estuche con el fin de obtener un alivio, y una a una las fue descartando hasta que llegó a una posibilidad final: su ambición.
Amy había vivido una de las mayores decepciones unos cinco años antes, cuando él había preferido el ejercicio lucrativo en la clínica al cargo de catedrático de Cirugía. Ella lo había promocionado activamente para la cátedra, pero se conformó, al parecer, después que él le explicó que la organización de la clínica facultativa le impediría aceptar un trabajo docente de jornada completa. Y cuando la clínica resultó un manantial de dinero desde el principio —en parte sólo porque sus instalaciones modernísimas para diagnósticos, la primera clínica verdaderamente automatizada del país, habían sido objeto de una intensiva campaña publicitaria—, su posición en la comunidad universitaria había subido rápidamente, llegando a un nivel al menos tan elevado como lo hubiera sido si hubiera optado por el cargo de catedrático de Cirugía.
Fue por aquella época, recordaba ahora, cuando Amy había puesto sus miras en promocionarse a sí misma a una elevada posición en el campo de los auxiliares médicos del Estado, aun cuando después de su primera disputa importante sobre el asunto de la cátedra, ella había sacrificado al parecer sus propios deseos a los de él —al menos eso había creído en aquel entonces—. Se preguntaba ahora si el constante deseo incumplido de verle catedrático había perdurado todo aquel tiempo y si tenía algo que ver con la dificultad actual.
Cuando consideró esa cuestión seriamente, sin embargo, tampoco creyó que era la respuesta, pues con su decisión de seguir adelante en la política médica y procurar activamente la consecución del cargo de presidente de la asociación estatal, Amy se había asegurado una posición en la jerarquía médica que era en verdad considerablemente más elevada de la que hubiera conseguido si hubiera sido simplemente catedrático de Cirugía de la Facultad de Medicina en la Universidad de Weston. Todo lo cual no lo llevó a ninguna conclusión con respecto a lo que había ocurrido a Amy, y finalmente, fatigado su cerebro de tanto pensar, se entregó al sueño.