Marisa Feldman había estado medio esperando una llamada de Antón Dieter aquella tarde. Al no producirse hacia las ocho, decidió tomar una ducha y meterse en la cama a ver la televisión. Estaba saliendo de la ducha cuando sonó el teléfono. Envolviéndose en una toalla, fue hacia el dormitorio y cogió el teléfono.
—¿Marisa?
Reconoció su voz al momento y le sorprendió el repentino sentimiento de entusiasmo que provocaba en ella.
—Sí, Antón.
—Traté de llamarte antes hacia las seis.
—Estaba con la señora Hanscombe, preparando su régimen y las dosis de insulina. Proyecta partir para Inglaterra el lunes.
—Yo entré en la sala de operaciones un poco antes de las siete —explicó él—. El doctor Brennan quería que trabajara con él en el caso del niño Monroe.
—¿Fue bien la operación?
—Perfectamente. Ya te lo contaré, si quieres tomar una copa conmigo.
—¿Ahora?
—Hay un bar en la manzana próxima, un lugar agradable y tranquilo.
—Pero acabo de ducharme. Abogó una carcajada. —En ese caso mejor que suba.
—No. —Se dio cuenta de que estaba riendo, un sentimiento agradable que no recordaba haber experimentado en mucho tiempo—. Me vestiré rápidamente. ¿Puedo ir en pantalones y blusa?
—Contigo dentro, resultarán sensacionales. Te esperaré delante de los apartamentos de la Facultad dentro de quince minutos.
La emoción de Marisa fue en aumento mientras se vestía. «Era casi como una colegiala —pensó—, en su primera cita». Cuando llegó abajo frente a los apartamentos de la Facultad, con pantalones color de plata, una blusa de seda blanca suelta y con su cabello negro atado con una cinta de plata, Antón Dieter silbó en voz baja en señal de aprobación.
—¿Te gustaría pasear un poco? —le preguntó mientras la cogía del brazo.
—Me encantaría.
La noche era cálida y las escaleras de las casas a lo largo de la calle estaban llenas de gente. Los más viejos hablaban o estaban plácidamente sentados, disfrutando la noche, mientras que acá y allá entre las sombras, los más jóvenes podían verse fuertemente abrazados.
—Te gustará esta ciudad cuando hayas tenido la oportunidad de acostumbrarte —le aseguró él—. Esta zona alrededor del hospital alberga mucha gente que trabaja en la fábrica de alfombras: algunos de sus antepasados llegaron aquí desde Nueva Inglaterra, cuando se trasladaron las fábricas hace ya mucho tiempo.
—Hay barrios de Boston que se parecen a éste, así como ciertas viejas casas de vecinos de Cambridge —dijo ella—. Me está gustando ya.
Pronto llegaron al bar del que habían hablado. Sin embargo, en vez de entrar, dijo Antón Dieter.
—Hay un pequeño parque a una manzana de distancia que domina el río. ¿Te importaría que nos sentáramos allí un rato? Podemos dejar la bebida para más tarde. —Prefiero estar al aire libre.
Al final de la calle llegaron a un pequeño parque con bancos diseminados entre los árboles. Ocupaba una ligera elevación de terreno con vistas al río que seguía su curso por gran parte de las afueras de Weston antes de ampliarse apreciablemente corriente abajo más cerca del dique. Uno de los bancos entre las sombras en el extremo más alejado del parque próximo a la orilla del río estaba vacío y Antón Dieter la llevó hasta él.
—Cuando llegué a Weston por primera vez solía pasear por aquí de noche y sentarme junto al río, pensando la suerte que tenía por estar aquí —dijo él—. Ahora que has llegado, estoy seguro de que tengo más motivos para ser afortunado.
Las cosas se desarrollaban un poco de prisa para el gusto de Marisa. Para hacer tiempo, preguntó:
—¿Cómo llegaste hasta aquí, después de estar en Nueva York?
—El atractivo principal residió en la oferta que me hicieron de trabajar en un instituto de investigación en Cirugía Experimental en el que podría actuar con independencia, sin que nadie me dijera lo que yo debía hacer o no hacer. Después de los años que pasé en el Instituto de Medicina Experimental en Rusia, esta instalación me parecía un paraíso.
—¿Confirmó la práctica tu primera impresión?
—Mucho más que eso. Si ejerciera privadamente, debería dedicar al menos una tercera parte de mi tiempo al aspecto comercial de la medicina, cultivando la buena voluntad de otros doctores, de forma que me enviaran pacientes y yo se los enviara a ellos. Aquí en Weston, la Facultad de Medicina paga mi salario —con la ayuda de la Fundación Porter— y financia mi laboratorio experimental. Doy clases de clínica operatoria a los estudiantes y les acompaño en los recorridos de las salas, todo lo cual me encanta, pero la mayor parte de tiempo la paso en estudios experimentales, sin tener que preocuparme de si producirán o no ingresos saneados.
—Me prometiste que me hablarías de la operación de aneurisma —le recordó ella.
—¿Conoces el caso?
—Sí, aunque no vi los rayos X.
—Indicaron un aneurisma definido en la base del cerebro. Decidimos utilizar la técnica de la escoria de hierro.
—La que describían en una revista informativa hace algún tiempo. Creo que fue el Newsweek.
—Es muy probable. Pete Brennan es un cirujano muy bueno y ha añadido algunos detalles de su cosecha. Conoce mi interés por estos trastornos de los vasos sanguíneos y me rogó que le ayudara en la operación.
—Debe ser emocionante.
—Lo más interesante son las posibles futuras aplicaciones de este procedimiento. Con la apoplejía, por ejemplo. Lo que más teme un paciente que ha tenido un ataque es la repetición de lo que le ocurrió la primera vez. Con esta técnica es posible en su caso obturar el sector del vaso que se quiebra en el ataque e impedir una segunda hemorragia. Además, si podemos impedir la lenta pérdida de una arteria quebrada que se produce en muchos casos de ataques, podemos evitar la extensión de las lesiones cerebrales y dar una oportunidad de curación a las partes dañadas.
—Al oírte da la sensación de que la medicina interna es algo fácil.
—No lo creas —Dieter se echó a reír—. Tuve una úlcera cuando planeaba escapar de Alemania Oriental. Casi se perforó antes de que pudiera salir de allí. —¿Cómo lograste escapar?
—Los rusos creyeron que me hacían un favor nombrándome becario de Cirugía en el Instituto de Medicina Experimental y así lo hicieron. Allí se realizaban los trabajos más avanzados del mundo en cirugía vascular, pero no me gustaba la idea de pasar la vida trabajando con un comisario político observándome por encima del hombro. Por ese motivo, cuando me permitieron asistir a un congreso médico en. Yugoslavia, me fugué por la frontera italiana. ¿Cómo lo lograste tú?
—Me tuvieron presa en Alemania Oriental durante dos años. —No podía evitar en la voz el recuerdo doloroso y él, sensible a todos sus cambios de humor, dijo rápidamente—: No hables de ello si te causa dolor. Vi algunas de esas prisiones y sé lo que son.
—Siempre me trastorna hablar de ese tema —admitió ella—, pero, aunque parezca extraño, no me molesta comentarlo contigo.
—Es lo más hermoso que podías haberme dicho, Liebchen.
Habían estado sentados juntos en el banco del parque, atraídos por el sentimiento de camaradería que se había desarrollado entre ambos.
Al notar que ella se ponía rígida de repente y se apartaba, se apresuró a decir:
—Perdóname si soy insolente.
—Es que sólo mi padre me llamaba Liebchen —explicó ella y él pudo ver en sus ojos la turbación y el miedo—. Hay algo que debes saber con respecto a mí, si hemos de ser amigos.
—Confío en que seamos más que eso, pero no hables de ello si no estás segura de que quieres decírmelo.
—Lo estoy. No sería justa contigo si no lo hiciera.
Él escuchó en silencio mientras ella relataba la historia de su estancia en la prisión, los meses en que había pasado dos noches por semana en las dependencias del coronel Geitz para que su padre no se viera torturado por el dolor de la angina de pecho y, en especial, la forma en que pudo soportarlo, borrando de toda sensación las partes más íntimas de su cuerpo.
—¿Cómo puedes saber que la anestesia de que hablas sigue produciendo efecto? —le preguntó él cuando terminó su relato.
—Conocí un profesor en Harvard. Yo le tenía afecto.
—¿Tuviste relaciones sexuales con él?
—No sé si podría aplicársele esa denominación. No sentía nada, lo mismo que si estuviera con el coronel Geitz.
—¿Y crees que eso indica que será siempre igual?
—Estoy tratando de decirte que en verdad no soy una mujer, Antón —era un grito de dolor y desesperación—. La mujer que había en mí murió en la prisión de Frondheim.
—Me niego a creerlo, Lieb…
—Por favor, no me llames así.
—Estoy seguro de que no ignoras mis sentimientos —dijo él en tono apacible—. Lo que sentía desde que te vi por primera vez aquella tarde en la sala de emergencia.
—Pero no puede ser —estaba a punto de llorar—. ¿Me comprendes? Tú eres bueno y respetable. ¿Cómo podría yo amarte en la forma que mereces ser amado, cuando mi cuerpo no notaría nada?
Cuando él puso su brazo en torno a ella, se puso tensa instintivamente al contacto; entonces se dejó caer cansada sobre su hombro, encontrando consuelo en su fortaleza.
—Te equivocas en muchas cosas, Marisa. En primer lugar en lo que se refiere a tu supuesta carencia de respuesta.
—Pero…
—La noté en tu voz cuando te he llamado esta tarde y la siento en tu cuerpo ahora.
Recordando el calor que la había invadido al reconocer su voz por el teléfono hacía unas horas, Marisa se inclinó a pensar que él estaba en lo cierto, pero no dejaba que esa creencia se apoderara de ella para que el viejo sentimiento de decepción y frustración no surgiera de nuevo.
—En Frondheim iniciaste un reflejo condicionado —explicó él—. El Instituto de Medicina Experimental, donde yo estudié, estuvo en un tiempo bajo la dirección de Pavlov y gran parte de su trabajo se realizó allí. Pavlov condicionó primero a un perro para que segregara saliva haciendo sonar una campanilla y dándole comida inmediatamente después. Más tarde comprobó que la saliva fluía cuando sólo se tocaba la campanilla aun sin darle alimento.
—Conozco esos experimentos. Ese puede ser realmente el mecanismo en mi caso, pero…
—Lo que has olvidado es que Pavlov podía también anular los efectos del condicionamiento creado con los mismos reflejos.
—Pero ¿cómo puede todo un sistema orgánico de mi cuerpo ser enseñado a vivir de nuevo, cuando no ha respondido desde hace casi cuatro años?
—La reacción empezó esta noche, Liebchen, y tú lo sabes bien —le recordó—. Me dices que te empeñaste en interceptar todos los impulsos nerviosos que respondieron normalmente al contacto de un hombre. Sin embargo, yo te toco ahora…
Volvió su rostro hacia ella y la besó dulcemente. A pesar de querer desesperadamente no oponer resistencia, Marisa sintió que sus labios estaban estrechamente cerrados, pero cuando empezó a retirarse, ella puso de repente sus brazos alrededor de su cuello y apretó su boca contra la suya manteniéndola así hasta que notó que la tensión en sus músculos se relajaba y sus labios se suavizaban y se rendían bajo los suyos en respuesta al beso de Antón.
—Eso es. —Él estaba un poco sin aliento, así como ella, cuando finalmente se separaron, y pudo notar los latidos rápidos de su corazón en el pecho—. Hemos empezado con éxito por lo que el libro de anatomía llama el musculus orbicularis oris. Ya ha empezado el descondicionamiento, querida.
Cuando oyó su propia risa al abrazarse de nuevo, Marisa podía esperar con alguna base que su curación se había iniciado efectivamente.