Había pasado más de una hora desde que Jeff Long había aplicado a Jerry Monroe una ligera anestesia preliminar y pasado un tubo en su tráquea a través del cual se le había suministrado el anestésico durante la primera fase de la operación. El marco estereotáctico, un anillo circular de metal, calibrado de forma que las medidas pudieran leerse en milímetros había sido colocado en el pequeño cabezal rebajado y blocado exactamente por medio de accesorios que lo unían a las aberturas del oído, en los bordes orbitales por encima de los ojos y en el duro paladar dentro de la boca. Teniendo el marco así inmovilizado, se habían ajustado dos planos básicos para medir y formar ángulos desde los mismos. El plano horizontal iba desde los bordes de la cuenca superior del ojo a través de las aberturas del oído, y el plano vertical, perpendicular a éste en un punto que dividía exactamente la distancia entre los oídos, y, por tanto, en el centro exacto del cráneo.
Utilizando dispositivos alargadores vinculados al anillo básico del marco, Pete Brennan había localizado exactamente un punto en la parte posterior del cráneo. Allí había hecho una pequeña incisión, apenas de dos centímetros de largo, habiendo realizado a través de la misma una pequeña abertura en el cráneo con un trépano en forma de buril. Introducido por esa abertura, un tubo delgado y flexible, más pequeño en diámetro que un grano de arroz, había sido impulsado fácilmente a través del tejido cerebral hacia una de las cavidades del cerebro: los ventrículos, como se les denominaba en terminología médica.
Una pequeña cantidad de un compuesto químico similar al utilizado para visualizar las arterias y el aneurisma en los rayos X, había sido introducida entonces en la cavidad del cerebro a través de un pequeño tubo y, moviendo la cabeza del paciente, permitía que ésta fluyera hacia delante en dirección a la parte frontal del tercero de los cuatro ventrículos del cerebro. Podía apreciarse ahora en los rayos X tomados inmediatamente después, como una burbuja de opacidad blanca, que marcaba el emplazamiento de lo que se llamaba la comisura anterior, el punto principal de partida en cuanto al cerebro para calcular la distancia y los ángulos necesarios para llegar al aneurisma que amenazaba destruir la vida del pequeño Jerry.
—Este ángulo servirá —anunció Pete Brennan con satisfacción mientras levantaba la vista de la mesa a un lado de la sala de rayos X, donde él y Antón Dieter habían estado realizando cálculos y mediciones en los clisés tomados de la comisura anterior con el anillo estereotáctico de metal emplazado—. Creo que estamos todos de acuerdo con respecto a los ángulos y a la distancia.
El doctor Sam Penfield, el radiólogo, había estado también observando las mediciones y cálculos que se habían hecho a partir de los clisés de rayos X. Al dar su asentimiento, Pete Brennan dijo:
—¿Empezamos a trabajar, Antón?
Jeff Long miró hacia arriba rápidamente cuando los cirujanos regresaron al quirófano, que habían abandonado al final de la primera fase del procedimiento quirúrgico con el fin de estudiar los rayos X.
—Lo tenemos todo magníficamente calculado, espero —dijo Pete Brennan respondiendo a la pregunta muda del joven doctor—. ¿Está bien el niño?
—Muy bien —dijo Jeff—. La anestesia basal lo mantiene perfectamente.
—Haré la segunda incisión con anestesia parcial en ese caso —dijo el neurocirujano—. Es mejor que esté lo más cerca posible del estado consciente, de forma que podamos descubrir los efectos desfavorables mientras la sonda penetra el tejido cerebral.
Concentrándose en la delicada tarea de realizar los ajustes finales de ángulos y blocando debidamente el manguito metálico a través del cual se introduciría la sonda magnética, Pete Brennan comprendió que todos los detalles desagradables que le habían ocupado tanto tiempo desde que llegó al embarcadero anteayer por la tarde y oyó la desconcertante noticia de la muerte de Lorrie Dellman, pasaban esfumándose a un segundo plano. Todo su mundo en aquel momento se había reducido a sólo aquella sala de operaciones brillantemente iluminada, la mesa, las vendas bajo las cuales se ocultaba completamente el cuerpecito de Jerry Monroe a excepción ahora del brillante anillo metálico del marco estereotáctico, sus diversos accesorios y un pequeño círculo de cuero cabelludo bajo el mismo, pintado de grana brillante con el antiséptico utilizado en la preparación del campo operatorio.
Los años de estudios y entrenamiento técnico que lo habían preparado para su profesión y las mediciones minuciosamente exactas de ángulos y distancias que acababa de realizar a partir de los estudios preliminares de rayos X, todo esto eran factores de tanta utilidad como el puente metálico que ahora conexionaba al marco circular y los calibres del dispositivo más pequeño unido al mismo, mediante el cual se reproducía exactamente el ángulo predeterminado de entrada.
Utilizando una sonda sin punta exactamente similar al imán ranurado que sería introducido después, localizó en el cuero cabelludo del pequeño paciente el punto donde se realizara la segunda abertura con el buril a través del cráneo para dejar al descubierto el cerebro situado debajo. Una pequeña aplicación de novocaína en aquel punto quitaba toda posibilidad de producir dolor, puesto que el hueso y el cerebro eran completamente impermeables al mismo. La pequeña incisión en el cuero cabelludo fue prolongada hacia abajo hasta la capa exterior ósea del cráneo, realizando rápidamente la abertura a través de la misma con la ayuda de un trépano con forma de buril. Entonces, utilizando un bisturí de punta afilada, Pete desgarró la parte más exterior de las capas meníngeas que cubren el cerebro, permitiendo que el tejido vital del propio centro del sistema nervioso pudiera ser observado en las profundidades de la pequeña abertura en el cráneo.
Pete empleó ahora, en vez de la sonda sin punta que había utilizado para localizar las incisiones en la piel y en el cráneo, la sonda magnética, con una ranura en su parte lateral inferior por la que pasaría la aguja que inyectaría el preparado de hierro, una vez que el instrumento estuviera situado y su posición verificada por los rayos X. Mientras el doctor Sam Penfield leía en voz alta los ajustes de ángulo para el delgado imán permanente, Pete Brennan comprobaba una vez más el ángulo del manguito a través del cual se introduciría el imán. Cuando ambos grupos de cifras coincidieron, empezó a empujar con cuidado la sonda dentro del tejido cerebral.
—No lo pierdas de vista, Jeff —dijo Pete al anestesista—. Si hay cambios, dímelo en seguida.
La alarma de perturbación de algún centro vital del cerebro puede producirse de doce formas distintas, un cambio repentino en la pupila de uno de los ojos, un ligero movimiento convulsivo, alteración en las funciones vitales de respiración, etcétera.
Sin embargo, no se produjo cambio alguno, mientras la sonda era impulsada a mayor profundidad dentro del tejido cerebral. Sólo una pequeña porción del eje de metal permaneció fuera del cráneo, cuando el cirujano llegó al punto que había marcado en la superficie exterior del imán con una lima, indicando que había penetrado hasta la distancia exacta que las anteriores mediciones habían vaticinado matemáticamente que sería necesaria para alcanzar el pequeño aneurisma situado en la base del cráneo.
—Está emplazado, Sam —dijo Pete Brennan al radiólogo y los técnicos de rayos X que estaban aguardando tomaron vistas rápidamente en dos planos: el vertical o anteroposterior y el lateral, es decir, directamente desde el lado. Reveladas con rapidez, fueron devueltas a la sala de operaciones y a los aparatos de visualización de la pared, donde los cirujanos las estudiaron junto con el radiólogo.
—Esa pequeña filtración que observamos en el angiograma está en el extremo de la sonda —todo el mundo en la sala de operaciones pudo notar el orgullo en la voz de Pete Brennan—. Yo diría que la sonda está tocando a la pared; ¿no opinas lo mismo, Sam?
—Exactamente en ese punto —convino el doctor Penfield—. Está perfectamente comprobado, Pete.
Puesto que la sonda había sido introducida por un manguito metálico fijo, cuyo ángulo estaba inmovilizado en el marco estereotáctico, la tarea de introducir una delgada aguja por el cuello en su parte lateral sin estorbar al imán era sencilla. Sosteniendo la aguja —sin estar unida a la jeringa— entre su pulgar e índice derechos, y la sonda con la mano izquierda, Pete Brennan la deslizó lentamente por el interior de la sonda. Había marcado previamente en el eje de la aguja la longitud del imán, de modo que pudiera advertir cuando la punta, introduciéndose profundamente en el cerebro, hubiera alcanzado el aneurisma.
Cuando la diminuta marca en el eje de la aguja estuvo frente al extremo exterior de la sonda, indicando que la punta estaba ahora tocando la pared del aneurisma, hizo un momento de pausa. Cuando empezó a empujarlo un poco más allá, tal vez fue su imaginación la que le hizo sentir una resistencia cada vez mayor a la punta de la aguja puesto que estaba presionado contra la pared de la cavidad aneurísmica. En todo caso, estaba seguro de haber notado un suave chasquido dentro del cerebro, tangible aunque no audible, mientras penetraba la pared del aneurisma.
Un suspiro profundo se elevó de los espectadores que observaban en estado de tensión cuando de repente brotó un diminuto chorro de sangre del extremo abierto de la aguja. Ese chorro que seguía el mismo ritmo de las pulsaciones formando un arco carmesí empezó a salpicar los verdes vendajes, indicándoles que se había llegado al punto de destino en el cerebro.
—Ach Himmel!
El explosivo murmullo de satisfacción de Antón Dieter fue el punto final de la escena.
—¡Ditto! —sonrió Pete Brennan—. La escoria, por favor. La enfermera había estado esperando con una pequeña cantidad de la mezcla viscosa de hierro en una jeringa. Se la entregó ahora y desplazando los dedos de su mano izquierda hacia el vástago de la aguja, le unió la jeringa con cuidado, parando el pulso arqueado de sangre. Cuando extrajo suavemente en el émbolo de la jeringa una gota de color rojo que había chorreado a la jeringa, indicándole que la punta seguía dentro del aneurisma, empezó a inyectar lentamente, impeliendo la mezcla de hierro que oponía cierta resistencia a través de la aguja hacia la cavidad del aneurisma. Continuó la inyección hasta que fue inyectada la cantidad total previamente calculada por él mismo, la necesaria para llenar la cavidad mediante medición de su diámetro en los clisés de rayos X del angiograma que Antón Dieter había realizado unas horas antes en aquella tarde. Entonces, sosteniendo la aguja y la sonda, dio unos pasos atrás para que los técnicos en rayos X pudieran realizar clisés confirmatorios.
Mientras que se revelaban estos últimos, se cerró la diminuta herida en la piel alrededor de la sonda con varias suturas de hilo de seda para impedir la entrada de infección en los diversos días que se dejaría en su emplazamiento. Durante ese tiempo, si todo iba bien, el potente campo magnético hacia el extremo de la sonda sostendría las partículas de hierro inmovilizadas dentro del aneurisma y produciría la formación de un coágulo metálico duro, éste a su vez sería reemplazado poco a poco por un tejido fibroso que crecería a partir de la pared del aneurisma, cerrándolo para siempre.
Los clisés finales mostraron una pequeña burbuja de partículas metálicas claramente delimitadas exactamente en el punto que existía el aneurisma, y cuyo resultado habían estado luchando por conseguir. Pete Brennan se sintió satisfecho mientras colocaba cuidadosamente un pequeño ovillo de algodón y gasa sobre el extremo exterior saliente de la sonda para impedir que fuera movida de su sitio y lo cubrió con un vendaje luminoso para proteger aún más el imán. Cuando se quitaron las cortinas que ocultaban al anestesista, Jeff Long miró hacia arriba y sonrió.
—No llegó a moverse, doctor Brennan —informó—. Estuvo usted acertado todo el tiempo.
Desde los observadores de la galería se produjeron unas palmadas de aplauso que se oyeron incluso a través del grueso vidrio de la ventana de observación.