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Amy había asistido a una reunión profesional después de salir del cementerio a continuación del funeral. Había habido una reunión de la comisión ejecutiva más tarde y no había llegado a casa hasta después de las cinco.

Durante toda la tarde había experimentado un persistente sentimiento de desazón, cuya causa rehusaba confesarse a sí misma. Mientras subía las escaleras hacia el pórtico de la majestuosa casa con sus altas columnas acanaladas situada sobre la loma que dominaba el río, luchaba en su interior sobre si debía preguntar a Pete algo que la preocupaba.

—El doctor Brennan acaba de telefonear, señora. —La criada había venido desde la cocina al oír que se abría la puerta frontal—. Dijo que tenía que operar al niño de la señora Monroe hacia las siete, y que, por tanto, llegaría tarde a casa.

—Entonces, cenaré sola, Ethel. —Siendo esposa de un neurocirujano, Amy sabía desde hacía tiempo que tales operaciones suelen durar varias horas—. El doctor Brennan tomará un bocadillo camino de casa, si llega muy tarde, o yo misma se lo prepararé.

—Bien, señora. ¿Quiere cenar ahora?

—Sí.

Amy apenas tocó la comida. El sentimiento de intranquilidad que no la había abandonado en casi todo el día era como un nudo en la garganta. Cuando acabó, subió a la habitación que compartía con Pete, y, cogiendo el teléfono, marcó el número al que no se decidía a llamar toda la tarde.

—¿Tío Jake? —preguntó cuando la voz del anciano sonó en sus oídos—. ¿Estás bien?

—Claro, Amy. ¿Qué pasa?

—Pete tiene una operación de emergencia, de modo que pensé comprobar si necesitabas algo.

—Los niños están aquí; es todo lo que necesito. ¿Estás preocupada por algo, Amy?

—No. Bueno, sí.

—¿Qué te preocupa, muchacha?

—El pasaje de la Escritura que el ministro leyó esta mañana, acerca de la mujer cogida en adulterio. Tú le pediste que lo leyera, ¿no es cierto?

—Sí. —El anciano rió quedamente—. Refunfuñó un poco al principio, pero él sabe que soy el mayor contribuyente de la diócesis, así que al final accedió.

—¿Por qué lo hiciste, tío Jake?

—Pensé que algunas personas de por aquí necesitaban que se les recordaran las virtudes del perdón y la tolerancia, sobre todo una persona.

—¿Era…? ¿Soy yo esa persona?

—Sí, Amy.

—Algo que dijiste esta mañana me hizo pensar que era yo.

—Si creíste que se aplicaba a ti, entonces debe ser así —dijo el anciano.

—Pero ¿por qué, tío Jake?

—Como te dije esta mañana, Amy, os quiero mucho a ti y a tu marido, pero una mujer no debe ser el cabeza de familia, eso es tarea del hombre. Siempre que alguien le arrebata esa prerrogativa se producen disgustos.

—¿Qué sabes tú que no sepa yo, tío Jake?

—Nada, pero yo tuve una esposa que parecía dispuesta a ser más que yo y tenía que zurrarla o dejarla. Tú tienes un buen marido, Amy; el hombre que cualquier mujer podría desear. No hagas que huya de ti. Buenas noches.

Ella sintió la primera pulsación de dolor mientras sonaba el auricular en su oído y sabía que la tensión que se había ido acumulando en su interior todo el día estaba dispuesta a explotar en el dolor de jaqueca. Corriendo al armario, abrió un cajón y buscó debajo del forro de papel en busca del pequeño escondite de las jeringas de morfina. Al encontrar una, desenvolvió la diminuta aguja, frotó la piel de su brazo con alcohol y clavó la punta en la piel, empujándola hacia los tejidos donde la inyección sería absorbida rápidamente. Apretando el pequeño tubo, lo enrolló cuidadosamente hasta que se vació y se hubo inyectado la última gota de la solución de narcótico.

Como había ocurrido en las dos noches anteriores, una cálida sensación de relajamiento empezó a esparcirse inmediatamente por su cuerpo, desde el punto donde le había pinchado la diminuta aguja, formando un círculo que iba agrandándose. Sin embargo, no cedió inmediatamente a la languidez del sueño, pues quería que su cuerpo estuviera fragante y suave con el perfume que gustaba a Pete cuando llegaba a casa. Tomando una ducha rápida, secó la piel, empolvó su cuerpo y se aplicó el perfume en algunos puntos de su cuerpo. Entonces, poniéndose el camisón que había comprado antes de partir del lugar donde se celebró la reunión del distrito sexto hacía sólo un par de días —aunque a ella le parecía haber pasado ya mucho tiempo— se estiró sobre la cama con una revista para esperarle.

Sin embargo, sus ojos empezaron a cerrarse. Al cabo de un rato la revista caía de sus dedos y quedó dormida.