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El funeral de Lorrie Dellman estaba dispuesto para las once, al fondo del cementerio de la vieja iglesia episcopal. Únicamente las familias más antiguas de la ciudad podían ser enterradas allí. La ciudad se había ido ampliando alrededor de la iglesia y ya había pasado de moda tener un cementerio en el centro de la ciudad. En consecuencia se habían erigido nuevos cementerios en los suburbios con servicio permanente, fuentes y música grabada en cinta que ofrecían los altavoces escondidos entre los árboles.

Della Rogan había pasado por el hospital para recoger a Grace, que había telefoneado que tenía un pase para asistir al funeral. Elaine McGill vino sola. Amy vino acompañada de Alice Weston, ya que viviendo tan cerca, no parecía necesario venir cada una en un coche.

Maggie McCloskey seguía en el hospital, pues Dave Rogan le había ordenado que no asistiera al funeral, sabiendo que, aun cuando había hecho muchos progresos en cuanto a mostrarle el camino que debería seguir en el futuro, el shock emocional al ver el ataúd de Lorrie y al saber que a no ser por el amor de Joe y la pericia de Jeff Long, su cuerpo podía estar en otro parecido, era más de lo que podía aguantar.

En cuanto a las otras, Lorrie había sido su amiga y el pensamiento de que una persona tan animada y llena de vida fuera sepultada bajo la superficie de la tierra era bastante triste para hacerlas llorar. Además, todas ellas se sentían un poco culpables sabiendo que en circunstancias ligeramente distintas cualquiera de ellas podía haber estado dentro del ataúd.

Jake Porter había decidido que se celebrara un servicio fúnebre sencillo. Con todo, Amy Brennan se sorprendió al ver la abundancia de flores.

—El tío Jacob habló esta mañana conmigo por teléfono —dijo Alice—. Dijo que las flores procedían de personas de toda la ciudad. Sorprende averiguar cuánta gente conocía y quería a Lorrie.

—Encontré a una de mis compañeras de clase hace unos años en un congreso de auxiliares médicos —dijo Amy—. Me dijo que Lorrie era la chica más popular de la clase y no sólo entre los muchachos.

—No siempre fue amable conmigo —Alice enjugó sus ojos con un diminuto pañuelo—, pero yo la quería.

Mort Dellman estaba allí con el sargento Jim O’Brien. Amy no vio las esposas pero, por lo que Pete le había dicho, Mort esperaba que el jurado de acusación lo absolviera y no tenía por tanto motivos para tratar de escapar. Pete le había dicho que Mort le había pedido que dispusiera una reserva de avión para Africa del Sur, donde pensaba empezar una nueva vida, lo que en cierto modo era un bien para todos, pues sólo lo toleraban porque estaba casado con Lorrie y por el puesto que ocupaba en la clínica.

Los hijos de Lorrie estaban con Jake Porter sentados a un extremo de las dos hileras de sillas dispuestas para la familia junto a la tumba bajo el dosel. Della y Grace estaban de pie detrás del grupo. Cuando llegaron Dave y Pete Brennan, Dave se hizo camino a través del césped, esquivando las lápidas mortuorias para colocarse junto a Della. Le ofreció su brazo y la abrazó cariñosamente y cuando ella alargó su mano, la cogió y la mantuvo cogida durante el resto del servicio. Ninguno de los dos dijo una palabra, pero ambos sabían que este silencio de ella, que se hacía extensivo a él, había borrado en un instante gran parte de la tirantez existente entre ambos durante las dos últimas semanas.

El canónigo de la nueva catedral del otro lado de la ciudad era un sacerdote joven y muy serio que tenía sorprendidas a varias congregaciones episcopales de la ciudad, especialmente las más antiguas al pasar la mayor parte de su tiempo con obreros, negros y sus familias en una zona pobre llamada Brooklyn, cosa que ningún sacerdote en Weston se hubiera atrevido a hacer jamás.

El canónigo era alto, de aspecto muy joven y serio en su forma de vestir. Al dar las once, se adelantó hacia el cabezal del ataúd y esperó a que los que estaban de pie y un poco alejados, reacios a acercarse al ataúd, se aproximaran un poco.

—Se me ha solicitado que lea el capítulo octavo del Evangelio de San Juan —anunció. Abriendo la Biblia, empezó a leer con una voz clara que llegaba hasta los más distantes:

«Se fue Jesús al monte de los Olivos, pero de mañana, otra vez volvió al templo, y todo el pueblo venía a Él, y sentado, les enseñaba. Los escribas y fariseos trajeron una mujer cogida en adulterio…».

La palabra sacudió la plácida escena que se desarrollaba junto a la tumba como una bomba. El joven canónigo hizo caso omiso de las exclamaciones de las mujeres y del ceño de censura de los hombres y continuó leyendo:

«Y, poniéndola en medio, le dijeron: "Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante delito de adulterio. En la ley nos ordena Moisés apedrear a las adúlteras, tú, ¿qué dices?"

»Esto lo decían tentándole, para tener de qué acusarle. Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en tierra. Gimo ellos insistieran en preguntarle, se incorporó y les dijo: "El que de vosotros esté sin pecado, arrójele la piedra el primero."

»Ellos que le oyeron, fueron saliéndose uno a uno, comenzando por los más ancianos, y quedó él solo y la mujer en medio.

»Incorporándose Jesús, le dijo: "Mujer, ¿dónde estás? ¿Nadie te ha condenado?"

»Dijo ella: "Nadie, Señor."

»Jesús dijo: "Ni yo te condeno tampoco; vete y no peques más"».

Sin mostrar ningún cambio en su actitud que indicara que se había dado cuenta del efecto que el pasaje bíblico había causado, el joven canónigo volvió las páginas de la Biblia y empezó a leer las oraciones rituales para el entierro de los muertos.

El servicio terminó en seguida. Moviéndose entre la fila de parientes sentados en las sillas junto a la tumba, el sacerdote se dirigió a Mort Dellman y alargó la mano como lo había hecho con los otros. Dellman vaciló y luego la estrechó antes de retirarse con el sargento Jim O’Brien que estaba a su lado, sin tratar de hablar a Jake Porter o a los niños.

A medida que el grupo empezó a dispersarse, llenó el aire el zumbido de las conversaciones. Pasaría mucho tiempo antes de que en Weston se cesara de hablar de la afrenta del joven canónigo al mencionar la palabra «adulterio» en el funeral. Esas cosas no se decían públicamente en una comunidad de alto sentido moral, en especial durante la celebración de un servicio de la gran Iglesia episcopal.

—La idea de leer el pasaje fue cosa suya —dijo Alice indignada mientras ella y Amy iban caminando hacia el coche, sorteando las tumbas del viejo cementerio—. Fue algo así como si perdonara lo que hizo Lorrie. Y, ¿viste cómo estrechó la mano de Mort?

Amy no contestó. Había visto a Pete Brennan y a Roy Weston a la salida del cementerio y, mientras ellos se dirigían a sus coches, envió a Alice para detenerlos.

—Estaba diciendo a Amy que es realmente sacrílego lo que este sacerdote dijo —les informó Alice encolerizada cuando llegaron a la altura de Pete y Roy—. Apuesto a que el obispo le dará una reprimenda cuando se lo cuenten.

—Se limitó a leer las palabras de Jesús —dijo Pete.

—Eso me tiene sin cuidado. Hay cosas que no deben decirse y ésta es una de ellas.

—¿Eres tú de las que arrojan piedras? —preguntó él y Alice adoptó un aire de orgullo afectado.

—¡Pete Brennan! —gritó—. ¡Te odio!

—Lo siento, Alice —dijo él—. Creo que lo que dijo el sacerdote nos ha afectado a todos. Después de todo, ¿quiénes somos nosotros?

—No sé lo que tú puedas ser. —Alice empezó a enfadarse.

—¡Cállate, Alice! —dijo Roy Weston fastidiado.

—¡Ya voy a…!

—¡Cállate, Alice! —replicó, y Alice se calló, lastimada.

—El tío Jake me dijo que rogaría al canónigo que leyera un pasaje especial —Amy no había tomado parte en la conversación hasta ahora—. ¿Suponéis que puede haber sido idea suya?

—Eso debe haber sido —Pete Brennan miró hacia atrás donde el anciano era acompañado a su limousine—. No creo que el canónigo se hubiera atrevido a leerlo sin una solicitud por parte de la familia. Como ha dicho Alice, el obispo le hubiera reñido severamente en otro caso.

—Pero ¿por qué debía hacer el tío Jacob una cosa semejante? —dijo Alice.

—Supongo que habrá sido porque sabe que muchos de nosotros hemos criticado a Lorrie —dijo Amy, y Pete la miró sorprendido.

—La crítica ¿ha sido por lo que hizo o porque fue sorprendida? —preguntó Roy.

—Un poco de todo, creo —Amy se volvió para coger el brazo de Pete, casi como si se disculpara—. ¿Vendrás a casa a cenar, querido?

—Tal vez tenga que operar al niño de Janet Monroe y tengo una conferencia con el personal en el hospital —le dijo—. Posiblemente llegue tarde, pero estaré en casa lo antes que pueda.

—Haré que Mary prepare la cena y se vaya a casa —dijo ella—. Pondremos los platos en el fregadero y los dejaremos para que ella los friegue mañana.

Sabía lo que ella quería indicarle y su pulso se aceleró mientras se dirigía a su coche.