Capítulo XX

La revista médica que Dave Rogan había prometido enviar a Maggie McCloskey llegó el viernes por la mañana. El artículo que él había marcado era un documento presentado en una asamblea de la Asociación Americana de Psiquiatría. Después de finalizar el desayuno, Maggie empezó a leer. Antes de haber ido demasiado lejos en la lectura, sin embargo, empezó a sentirse muy molesta.

«Los frecuentes ingresos de las esposas de médicos en hospitales psiquiátricos privados planteaba la cuestión de una relación probable entre la ocupación del marido y la aparición de enfermedades en las esposas», decía el párrafo de entrada.

El estudio, según pudo ver, abarcaba cincuenta casos y había sido realizado en un prestigioso hospital psiquiátrico privado. Siete de las esposas del informe habían participado activamente en el ejercicio de la profesión del marido en los primeros años de matrimonio, como Maggie que había trabajado en la clínica facultativa en los años que había sido secretaria de Dave Rogan, pero cuando sus maridos tomaron otras enfermeras y secretarias, pronto empezaron a sentirse dejadas a un lado, descripción casi exacta del estado de ánimo de Maggie desde hacía diez años.

Había estado ocupada y se había sentido feliz durante los primeros cinco años después de su casamiento con Joe, aun cuando ella había continuado trabajando como secretaria de Dave casi todo el tiempo. Después de comprar la casa en Sherwood Ravine, se había ocupado en decorar la casa, pero una vez que la clínica empezó a rendir, no le pareció bien que la esposa de un doctor que ganaba más de veinticinco mil dólares al año no tuviera una sirvienta de jornada completa.

Maggie era suficientemente inteligente para saber que el fracaso en el matrimonio no podía achacarse simplemente al hecho de que la esposa tuviera criada y por tanto poco que hacer. Sus trastornos eran mucho más profundos. A decir verdad, las señales de alarma —si hubiera sabido el modo de reconocerlas— habían aparecido durante las primeras semanas de matrimonio con Joe.

En sólo nueve de las cincuenta parejas, decía el artículo, habían existido en todo el tiempo de casados «relaciones sexuales frecuente y mutuamente satisfactorias». En varias las variaciones eran grandes y en otras trece el acto sexual como parte importante de sus vidas era «poco frecuente o no satisfactorio para ambas partes».

En la luna de miel Maggie había atribuido su falta de respuesta a una incomodidad física durante el acto, echándole luego las culpas a él. Al continuar luego sin alcanzar el climax, salvo en raras ocasiones en que había bebido mucho en fiestas o congresos, había acudido a Jack Hagen con el pretexto de que le hiciera un test de Pap, pero Jack la había encontrado normal y a ella le dio vergüenza confesarle el verdadero motivo de su visita.

Se daba cuenta ahora de que debió haber consultado a Dave Rogan, pero su madre la había enseñado a ser muy reservada en estas cosas. Estaba segura por otra parte de que sus padres dejaron de dormir juntos mucho antes de morir su padre, pues dormían en habitaciones independientes y muy separadas entre sí. Se preguntaba ahora si aquello podría haber tenido influencia en su frigidez. Sin embargo, la misma palabra le disgustaba y siguió leyendo la revista médica.

«Existía un precedente familiar de trastornos emocionales en treinta y una de las familias de las esposas», decía el artículo. «En dieciocho de estas familias existía un precedente o indicios de hospitalización psiquiátrica, suicidio o enfermedades mentales».

De modo que ésa había sido la verdadera naturaleza del «agotamiento nervioso» de su madre. Su madre había echado la culpa a su padre, acusándole de no ser eficiente y de que temía pedir un aumento de sueldo o un trabajo más importante. Maggie no había dado demasiada importancia a las acusaciones de su madre, sabiendo que su padre tenía buen carácter y rehuía las discusiones. Sin embargo, Joe tenía un carácter similar y con todo sabía que Pete Brennan y los otros doctores de la Facultad Clínica le profesaban un gran respeto y que los estudiantes lo habían votado como su catedrático favorito.

Las características más frecuentemente citadas con respecto a las madres de las esposas de los médicos, que habían precisado asistencia psiquiátrica eran «dominante», «altiva», «actitud de rechazo frente a la paciente», «variable de humor», «exigente» e «inflexible».

«Así era madre», admitió Maggie con ira. Luego empezó a sollozar recordando que lo mismo podría decirse de su propia actitud con Joe en gran parte del tiempo transcurrido durante estos últimos años. «El padre suele tener una relación muy estrecha con la paciente y con frecuencia es tímido, retraído, despreocupado, severo y confiado», leyó, pero en este momento la relación de síntomas y hechos había comenzado a deprimirla. Por primera vez desde que recobró el conocimiento, experimentó la necesidad de beber, pero no existía probabilidad alguna en el hospital de conseguir licores y desde lo que había pasado anteanoche temía pedir un barbitúrico.

Maggie era suficientemente inteligente para darse cuenta de que gran parte de la ansiedad que experimentaba provenía de la sorprendente semejanza de los síntomas enumerados en el artículo con los que habían caracterizado su vida familiar cuando era niña, aparte del hecho innegable de que en su propio matrimonio había tendido a imitar casi exactamente la historia de las dificultades de sus padres. No era sorprendente, pensó, que su padre hubiera muerto prematuramente de un ataque cardíaco y que su madre hubiera sido durante mucho tiempo una inválida quejumbrosa y exigente.

El párrafo siguiente del informe estaba titulado: «Sintomatología». Maggie dudó por un momento antes de continuar, presintiendo lo que iba a encontrar: «ansiedad y espasmos musculares», «depresión y alcoholismo», «abuso de drogas», «desconfianza», «intento de suicidio», «dolor persistente», «hostilidad», «irritación», «sentimientos de rechazo» y otros más que aparecían en el artículo como duendes que intentaran embrujarla.

El más impresionante de todos era el último párrafo que decía: «Siete pacientes tenían precedentes suficientemente arraigados de exceso de consumo de alcohol para garantizar un diagnóstico secundario de alcoholismo. Un diagnóstico secundario de adición a las drogas fue emitido en once pacientes, mientras que otros once mostraban precedentes de utilización de drogas hasta el punto de que no podían prescindir de ellas ni psicológica ni fisiológicamente».

Que psicológicamente no podían prescindir del alcohol —la verdadera prueba de un alcohólico— lo sabía Maggie ya. En estos momentos sus nervios exigían a gritos el alivio de un trago. Estuvo a punto de dejar a un lado el artículo al llegar a este punto, pero la mórbida satisfacción de observarse a sí misma, por decirlo así, a través de un microscopio, hizo que continuara leyendo.

Al discutir los cincuenta casos el psiquiatra informante dijo con respecto a un ochenta por ciento de las mujeres: «Sin embargo, antes de su enfermedad han tenido grandes éxitos. Habían recibido una buena educación y se dedicaban a una gran variedad de actividades intelectuales y culturales en sus momentos de ocio. Estaban preparadas para casarse con hombres de elevada posición sociocultural. En su totalidad habían superado los años difíciles del período de prácticas médicas y de especialidad de sus maridos y los primeros años de ejercicio de la profesión. Sólo después de un promedio de trece años de matrimonio se manifestó una enfermedad declarada.

»Al tiempo de su ingreso en el hospital, estas mujeres habían formado ya familias con un promedio aproximado de tres niños y participado en actividades comunitarias, apoyando los fines sociales de las mismas. La mayoría de pacientes de este grupo poseían suficiente amor propio, antes de su enfermedad, para conseguir un nivel superior de adaptación social».

Maggie dejó la revista y volvió los ojos a la blancura uniforme del techo. No había ido al club con frecuencia hasta que tuvo una sirvienta y se descargó de los deberes con respecto a la casa. Como muchas otras que conocía, y no todas ellas eran esposas de médicos, se había convertido en aquel tiempo en lo que el psiquiatra que daba el informe denominaba «muy necesitada del ambiente para reforzar el concepto de sí misma».

«Con una diferencia de edad promediada de 5 a 6 años entre marido y mujer», continuaba el informe, «el punto culminante de la aparición de la enfermedad (a partir de los treinta años) tuvo lugar en la época en que muchos médicos, incluyendo los maridos de estas mujeres, se establecieron y estaban en los años más importantes (desde los treinta y cinco años) de su práctica activa. Subrayando la posibilidad de estar en relación con lo expuesto, se dan en estos casos predominantemente quejas por el incremento de ausencias del marido en un momento en que la colaboración de la mujer en la actividad de su marido va en declive.

»La incompatibilidad sexual —observó— existía al menos en el setenta y cinco por ciento de los casos.

»El matrimonio con un hombre de más edad, cuya vocación puede haber estado inconscientemente asociada con las cualidades de poderoso, comprensivo y protector —decía el artículo— puede ser interpretado como un intento de resolución por muchas de las pacientes del persistente complejo de Edipo. La enfermedad tomó incremento cuando el equilibrio fue alterado por factores de la realidad como la dedicación creciente del médico a su trabajo o un conflicto entre las características de la personalidad de éste y las expectativas idealizadas de su esposa.

»A pesar de la gran variedad de diagnósticos, tres síntomas tienen tendencia a repetirse: depresión, adhesión a las drogas y somatización, es decir, dolores físicos. A medida que la dedicación del médico se fue incrementando, se produjo la depresión a causa de la pérdida fisiológica que intensificó los sentimientos ambivalentes de la esposa. Además, ésta, que había participado antes activamente en la carrera de su marido, se enfrentaba con la pérdida de esta faceta. El síntoma secundario, el uso de drogas, está relacionado específicamente con la profesión del marido en virtud del fácil acceso a los medicamentos. De este modo la paciente simbolizaba inconscientemente sus necesidades de dependencia mediante la utilización de uno de los recursos más fundamentales que el médico puede ofrecer: drogas para aliviar el dolor.

»El tercer síntoma, frecuentemente asociado a los otros dos, aparece en la historia de la sintomatología física, particularmente del dolor. Este síntoma tiene relación también con los aspectos de dependencia-hostilidad que caracterizan la relación entre marido y mujer. El dolor lleva al paciente al médico, que a su vez dirige su energía hacia el alivio de aquel dolor. Nada puede ser tan decepcionante, desorientador o embarazoso para el médico como un dolor de etiología no diagnosticada y que no puede aliviar. Es un síntoma que profesionalmente no puede ser ignorado o dejado de atender; debe recibir esa atención, que, a juicio de su esposa, el médico dedica a sus pacientes, quizá con exclusión de las necesidades de ella misma.

»Los comentarios grabados en magnetófono de familiares, pacientes y terapeutas ofrecían varios indicios de que los maridos habían contribuido hasta cierto punto a las enfermedades de sus esposas, una contribución que iba más allá de la preocupación del médico por su trabajo. El médico, seguro, en su papel omnipotente con los pacientes, que confían fanáticamente en sus habilidades profesionales, rechazó los esfuerzos de su esposa por conseguir su apoyo salvo cuando eran formulados como demandas de atención médica. Entonces éste, sin conocimiento aparente de su base emocional, satisfizo estas necesidades acudiendo a su papel de profesional. Un número de pacientes, por ejemplo, que se había habituado a las drogas, continuaron teniendo libre acceso a las mismas incluso después de que la toxicomanía era evidente, y en algunos casos las drogas eran suministradas por los mismos esposos. Es más, de diecisiete pacientes que dejaron el hospital antes de tiempo, es decir, contra las recomendaciones de sus terapeutas, seis fueron retiradas por los maridos y las otras once pacientes no tuvieron gran dificultad para persuadir a sus maridos de que les perdonaran esta acción. En muchos casos, el marido no estaba dispuesto o era incapaz de imponer límites al comportamiento de su esposa. Esta pasividad o incluso cooperación en la psicopatología de su mujer sugiere que esos médicos se sentían culpables de su incapacidad por satisfacer las necesidades emocionales de sus esposas».

Maggie dejó la revista cuando la enfermera pelirroja entró en la habitación.

—¿Le gustaría beber algo? —le preguntó la enfermera.

—Sí. Un whisky doble con hielo.

—Lo más que puedo ofrecerle es «Seven-Up» o «Coca-Cola».

—Entonces tráigame una «Coca-Cola» —mientras la enfermera se dirigía a la puerta, Maggie la llamó—. Esta revista pertenece al doctor Rogan. ¿Se cuidará usted de devolvérsela?

—Naturalmente, señora McCloskey.

La muchacha cogió la revista y Maggie notó una mejoría casi instantánea.

—Enfermera —llamó cuando ésta estaba en la puerta.

—Sí, señora McCloskey.

—¿Quiere cerrar la puerta, por favor? Quiero quedarme a solas con mi superego.