La prisión de Frondheim estaba espléndidamente iluminada aquella noche cuando Marisa cruzaba el patio abierto procedente del largo edificio de dormitorios donde dormían ella y otras mujeres presas, apiñadas como sardinas de conserva, en dirección hacia el edificio del hospital en el lado opuesto de la prisión. Marisa no había podido reprimir un temblor helado ante la amenaza de los rifles de los guardias que apuntaban hacia abajo desde las garitas situadas en la parte superior.
Este era el motivo por el que se había arriesgado a pasar a Alemania Oriental, exponiéndose al arresto al traspasar la frontera. A pesar de que había sido advertida por las autoridades británicas de lo que le pasaría si trataba de encontrar a su padre en una prisión de Alemania Oriental y sobre todo si intentaba reintegrarlo a la libertad, no pudo dominar la alegría que sentía al pensar que estaba cerca de él.
Era la primera vez que se le permitía visitar a su padre desde que la llevaron a la prisión, aunque había solicitado el privilegio de poder hacer visitas tan pronto fue trasladada a Frondheim, donde Elijah Feldman estaba prisionero desde hacía algún tiempo. Al llegar a la celda, vio sólo un cuerpo frágil que yacía en una cama con los ojos cerrados y las manos agarrando la manta que cubría su cuerpo casi transparente por su enflaquecimiento y palidez extremos.
—¡Papá, papá! —había gritado Marisa con dolor al ver a su padre, en otro tiempo fuerte y sonriente, reducido a un ser casi sin vida.
—¡Marisa, Liebchen!
El anciano abrió los ojos al sonido de su voz. Al verla y darse cuenta de que estaba realmente allí, trató de incorporarse con los codos, pero respiró jadeante por el esfuerzo con la cara retorcida de dolor al desplomarse sobre la almohada.
—¿Qué te pasa, papá? —gritó ella.
—Der Schmerz!
—Wo?
—In dem Herz utid dem Arm.
Un lamento de dolor interrumpió las palabras, pero Marisa comprendió su significado. Dolor en el corazón y en el brazo podía significar sólo una cosa: angina de pecho.
—¡Enfermera! —llamó, aunque no había visto ninguna enfermera desde que entró en la sala, tan sólo el calvo ordenanza, que la había mirado de reojo al tomar el pase que ella le entregó.
Al no recibir respuesta a su llamada, corrió de nuevo a la pequeña habitación, situada al extremo de la sala, donde estaba el ordenanza al entrar ella. Seguía todavía allí leyendo en una silla una revista pornográfica, y la miró de la misma forma con una mueca en sus labios.
—Mi padre tiene un ataque de angina de pecho —gritó—. ¡Un ataque! —repitió al no dar señales de haberla comprendido—. Necesita una medicina, nitroglicerina, inmediatamente.
—Aquí no hay enfermera, gnädige Fraülein.
—Entonces deje que la tome del botiquín. Soy doctora.
—¿Doctora?
—Sí. ¿Dónde están las medicinas?
—Allí arriba.
Señaló hacia un armario encima de su cabeza, pero cuando ella levantó el brazo para abrir las puertas de madera, la agarró por la cintura.
—No tan de prisa, Fraülein Doktor. Usted sigue aún presa, ¿no es verdad? —Desde luego. Sus ojos brillaron.
—Si le dejo coger la medicina, ¿qué pagará?
—No tengo dinero.
—¿Dinero? ¿Quién tiene dinero? Ahora bien, si me da un beso, puede que no mire cuando coja la medicina que quiere. Dudó sólo un momento.
—Está bien, pero primero la medicina.
Sacudió la cabeza.
—Primero el beso, luego la medicina.
Sus manos se deslizaron por su cuerpo al tiempo que se levantaba de la silla con una agilidad más bien sorprendente para su volumen. Sus dedos apretaron sus pechos mientras se inclinaba para besarla, y el olor a sauerkraut y vino barato de su aliento casi le producía náuseas.
Venciendo el impulso casi irresistible de huir, dejó que la besara, baboseando con sus gruesos labios su cara y la parte inferior de su cuello. No opuso tampoco resistencia cuando sus dedos empezaron a desabotonar el cuello del barato uniforme de algodón que llevaba y empezó a manosear sus pechos, puesto que sus manos estaban ocupadas abriendo el armario situado por encima de su cabeza, buscando frenéticamente la botella de nitroglicerina.
La vio en el momento en que el ordenanza rompió el tirante izquierdo del sostén y con un grito de triunfo despojó su pecho izquierdo del suave tejido. Para entonces había logrado coger la botella de nitroglicerina, y cuando el hombre inclinó la cabeza para besarla, hundió su codo en la cuenca de su ojo derecho, haciéndole soltar un grito de dolor.
Mientras el ordenanza retrocedía tambaleante, escondiendo el rostro entre las manos, salió corriendo de la habitación, recorriendo la hilera de camas y ocultando su pecho medio descubierto lo mejor que pudo con el brazo izquierdo. Junto al lecho de su padre abrió rápidamente la botella, sacó uno de los comprimidos y se los dio. Marisa Feldman no precisó explicaciones para colocarlo bajo su lengua, y mientras la nitroglicerina —absorbida por el cuerpo desde aquel punto con la misma velocidad que si hubiera sido inyectada— empezó a ejercer su efecto dilatador sobre las arterias coronarias del corazón, el dolor empezó a ceder y a relajarse sus torturadas facciones. Con la misma celeridad ocultó la botella, que contenía unas doce tabletas, debajo de su almohada. Luego, a toda prisa, hizo lo que pudo por reparar el daño ocasionado a su uniforme y persona por las garras del guardián para que su padre no lo viera y se diera cuenta de cómo había logrado hacerse con la nitroglicerina.
—Gott sei dank. —El enfermo abrió de nuevo los ojos—. Hasta hace una semana me daban los comprimidos cuando tenía dolores, pero desde entonces no me han dado más. He rezado para que la muerte me librara de esta agonía, pero aún eso me ha sido negado.
—Escondí la botella bajo tu almohada —le dijo—. Guárdala ahí y úsala cuando la necesites.
—Pero ¿cómo pudiste…?
Ella puso sus dedos sobre los labios de su padre, pues el vigilante estaba sólo a unos pasos con el rostro rojo por la ira.
—No digas a nadie que lo tienes —avisó a su padre—. Volveré a verte cuando pueda.
—Fraülein Doktor —el ojo del vigilante empezaba ya a hincharse—. Su pase para la visita ha terminado. Debe marcharse en seguida.
Marisa no puso ninguna objeción. Levantándose rápidamente, salió por una puerta cercana hacia el patio, completamente iluminado, antes de que el vigilante pudiera detenerla. Ocultando el impulso de ir corriendo al refugio de las dependencias de mujeres, a pesar del aspecto miserable que éstas presentaban, caminó lentamente para que los guardas de las torres a lo largo de los muros no creyeran que se escapaba y dispararan contra ella aun cuando había ido al hospital con un pase oficial firmado por el alcaide, coronel Wilhelm Geitz. Sabía que estas cosas solían ocurrir, con lo que se evidenciaba la poca estima en que se tenía la vida de los presos.
Una mujer guardián dirigió a Marisa con una linterna a su cama en el largo dormitorio. Vio que los ojos de la mujer advertían el desorden en el cuello de su uniforme, en el que el vigilante había rasgado dos de los ojales en su arrebato de lujuria, pero al no dar ella explicación alguna, la mujer volvió a su puesto al final de la larga habitación.
Echada en su cama en la oscuridad, Marisa sollozó silenciosamente llena de desesperación, no sólo por sí misma, sino por su padre. Su preparación médica, pues había acabado la carrera de Medicina en Inglaterra, le había enseñado lo penoso que puede ser el dolor producido por una angina de pecho sin el alivio de la nitroglicerina, por no mencionar la sensación de muerte inminente que la acompaña, que muchos enfermos dicen que es peor que el dolor.
La medicina que había logrado obtener aliviaría a Elijah Feldman durante un tiempo, si el vigilante del hospital no la descubría y se la quitaba, pero dada la condición de su padre, no podía durar mucho, a lo sumo una semana. Además, una vez hubiera agotado los comprimidos, parecía no existir medio de poder obtener más.
Sin embargo, su problema fue solucionado rápidamente. Zelda, la muchacha que ocupaba el camastro junto al de ella, le enseñó el medio mientras trabajaban en los talleres de la prisión el día siguiente. Marisa contó lo que le había sucedido la noche anterior, ante las insistentes preguntas de la otra muchacha, y el miedo por su padre cuando el terrible dolor apareciera otra vez y no tuviera un remedio para aliviarlo.
—¿Por qué no le compras las pastillas? —le preguntó Zelda.
—No tengo dinero.
—Eres rica —dijo Zelda.
—¿En qué?
—Eres bonita. Tienes un tipo como el de Sofía Loren y eres judía.
—¿Qué tiene que ver eso?
—Los alemanes creen que las mujeres judías son apasionadas. Haz un trato con ellos.
—¿A quién te refieres?
—¿Qué te parece el vigilante para empezar? El que intentó violarte en la sala del hospital.
—Ese no —dijo Marisa estremecida—. No podría resistir eso.
—Te sorprenderá lo que puedes resistir después de haber estado una temporada en estos lugares —dijo Zelda—. Pero creo que tienes razón. Con lo que tú tienes, puedes aspirar a lo más alto.
—¿Al coronel Geitz?
—Sin duda. Algunas chicas reciben más comida y cigarrillos por visitarle de vez en cuando. Tú debías ser capaz de ponerte precio, como dicen los americanos.
Marisa no había tomado en serio las sugerencias de Zelda hasta que al tercer día después de la visita a su padre el vigilante del hospital se había colocado a su altura mientras las mujeres desfilaban al dormitorio desde el comedor.
—Encontramos los comprimidos que le dio a su padre la otra noche, Fraülein Doktor —dijo—. El anciano ha tenido muchos dolores, pero podría arreglarlo para que pudiera obtener más medicinas si usted cooperara.
—¿Cómo?
—Uno de los vigilantes de las mujeres es sobornado para que deje salir a algunas de las chicas fuera de los cuarteles por la noche de modo que puedan visitar las dependencias de los guardas y entretenerlos. Después de todo, no es justo que se desperdicie tanta belleza. Usted podría ser una de ellas. —Viendo que dudaba, añadió—: Con el dolor que tiene su padre, no creo que viva mucho sin la medicina.
A la mañana siguiente Marisa hizo una solicitud oficial para ver al alcaide por asuntos personales. La palabra «personales» pareció ser la clave para ser llevada a su presencia, pues la fueron a buscar al lugar de trabajo y la condujeron a las oficinas de administración de la prisión, donde en breve se encontró en presencia del alcaide en persona.
Observando al coronel Geitz sentado en una silla inclinada detrás de la mesa de despacho, Marisa no sabía con seguridad si era preferible al vigilante, salvo quizá, que parecía limpio.
De unos cincuenta años, según le pareció, era algo rollizo y tenía aspecto de gustarle la bebida.
—¿Para qué quería usted verme, Fraülein? —preguntó.
—Estoy dispuesta a hacer un trato con usted.
—Usted se halla en una situación difícil para imponer condiciones.
—Por el contrario, ocupo una posición privilegiada.
Desabotonando su uniforme, se lo sacó. Debajo llevaba sólo las prendas íntimas elementales, que eran las únicas permitidas a las reclusas. Cuando el ritmo e intensidad del jadeo del coronel Geitz empezó a tomar incremento, sabía ella que la partida era suya.
—El resto, por favor. —Su voz era ronca—. Aún no estoy convencido.
Con la misma tranquilidad que si hubiera estado preparándose para la ducha en su alcoba, Marisa se quitó ambas prendas una tras otra, sosteniéndolas en la mano. El rostro del coronel estaba doblemente enrojecido de lo que lo estaba cuando entró y parecía tener dificultad para respirar.
—Dése la vuelta, por favor —le ordenó, y ella giró como una estatua sobre el pedestal hasta que quedó de nuevo frente a él.
—Como usted dice, su posición para hacer tratos es excelente, Fraülein —admitió—. Quizá tras una demostración de sus habilidades…
Sin contestar, fue colocándose cada una de las prendas y finalmente su uniforme.
—¿Cuáles son sus condiciones, Fraülein? —Era una capitulación completa y absoluta, pero ella no sintió alegría alguna, pues jamás había dudado del resultado.
—Soy doctora, coronel Geitz. Mi padre está enfermo en el hospital de la prisión con un grave caso de angina de pecho. Necesita comprimidos de nitroglicerina de vez en cuando para aliviar su dolor, pero usted ha decidido que no se los den. Nómbreme inspectora médica de la sala de mi padre con libre acceso a todas las medicinas que precise y pasaré una noche en su habitación.
—Dos.
Marisa se encogió de hombros.
—No me importa. ¿Trato hecho?
—Acepto. Vendrá usted a mis dependencias esta noche.
—Sólo después de haberme asegurado de que mi padre cuenta con un buen suministro de nitroglicerina.
—De acuerdo. —Garabateó una orden en un trozo de papel y se lo entregó—. Esto la acreditará como jefa de enfermeras de la sala de su padre.
—Buenos días, coronel.
—Hasta la noche, Fraülein.
Fuera del edificio Marisa se apoyó en la pared hasta que cesó de temblar, pero cuando fue a las dependencias del coronel Geitz aquella noche pudo darse cuenta de algo para lo que no existía una explicación médica satisfactoria, a saber, que ejercitando suficientemente la voluntad podía una mujer controlar de tal forma su cuerpo, que no notaba sensación alguna en sus conductos generativos, ni siquiera el dolor, sin que los impulsos nerviosos pudieran llegar al cerebro y producir las emociones.
Elijah Feldman vivió cerca de seis meses bien atendido. Cuando llegó ese momento Marisa era médico de todo el hospital de la prisión y gran parte del personal había olvidado que estaba prisionera. De este modo, un día, cuando fue enviada a Berlín Oriental para vacunar a un nuevo grupo de reclusos a punto de ser trasladados a Frondheim, había logrado pasar la frontera hasta Berlín Occidental. Allí el cónsul británico había dispuesto lo necesario para su regreso a Inglaterra, donde obtuvo sin dificultad la licenciatura en medicina interna. Aun en aquella época los jóvenes médicos británicos se iban en gran número del país, no dispuestos a dejarse someter por la creciente intervención del Servicio Nacional de Sanidad sobre su estimada libertad profesional. Algunos años después Marisa había seguido el mismo rumbo, aceptando una beca de enseñanza clínica de dos años en la Facultad de Medicina de Harvard. Allí había aprendido un hecho fisiológico alarmante: su éxito al desprenderse completamente de emociones durante el tiempo que había pasado con el coronel Geitz había sido demasiado rotundo. Obrando de esta forma, al parecer, había logrado privar sus conductos generativos de toda clase de sensaciones, posiblemente para siempre.