La luz del crepúsculo empezaba a menguar cuando Marisa Feldman atravesó la calle hacia los apartamentos de la Facultad y cogió el ascensor hasta su apartamento de un solo dormitorio. No se detuvo en el salón, amueblado con gusto, sino que siguió caminando hacia el pequeño balcón al fondo del mismo. Se echó en un sofá y encendió un cigarrillo, fumando lentamente mientras contemplaba cómo iba oscureciendo la ciudad.
El apartamento estaba situado en la torre central del edificio y en la parte más alta, de modo que podía ver desde el balcón casi la mitad de la ciudad. Hacia el sur, la tierra ondulada era en gran parte verde y cubierta de pinos, y acá y allá ofrecía el esquema geométrico regular de un campo de maíz con los tallos, forraje y granos que iban adquiriendo un tono marrón con la proximidad del otoño.
Hacia el oeste, las colinas se elevaban uniformemente hasta la línea oscura de la cordillera a unas cincuenta millas, según le habían dicho. Al mirar hacia el río, podía ver cómo el agua acusaba las huellas oscuras de la noche próxima, y aun cuando podía oír el estruendo de una canoa automóvil, apenas podía distinguir el surco que dejaba su estela en la oscuridad, que iba incrementándose a cada momento.
Era la parte del día que Marisa siempre había preferido. En Cambridge, donde había tenido un apartamento junto a Harvard Yard, solía caminar por el centro de la gran Universidad a estas horas, gozando de la paz que parecía ser un elemento inseparable del anhelo de saber. Al llegar a Weston, le pareció que reinaba aquí el mismo ambiente de tranquilidad y tal vez fuera así en el «campus» de la Universidad, situado en los límites de la ciudad a juzgar por lo que había oído, ya que hasta ahora no había tenido oportunidad de verlo. Pero aquí, entre Weston Boulevard y North Avenue, donde se encontraba la Facultad de Medicina y el hospital, hervía sin cesar el bullicio de los conflictos emocionales como la lava de un volcán, como ocurre en donde se reúne cualquier grupo de seres humanos, aunque sólo sean dos personas.
En cierto modo le recordaba una escena que había presenciado en el parque nacional de Yellowstone cuando hizo un viaje en autobús de tres semanas hacia el Oeste, desde Boston, el primer verano que llegó a esta ciudad desde Inglaterra, hacía un par de años. El «Jardín del Diablo» —ése era el nombre que el guía había dado a la zona— era un lugar en que el fuego, efecto de la energía volcánica, seguía crepitando hacia la superficie desde el interior de la tierra, minando la delgada capa exterior hasta que un estallido especialmente violento de energía enviaba hacia arriba con estrépito una oleada gigantesca de vapor y agua hirviendo, que iba perdiendo energía hasta que se apaciguaba, dejando aquella zona tranquila y silenciosa una vez más hasta que se abría camino otro géiser.
Había oído suficientes rumores en el hospital en el breve período de tiempo desde su llegada a Weston para saber que más de un géiser había hecho ya erupción a consecuencia del disparo del doctor Mortimer Dellman contra su mujer ayer, y tenía la impresión de que una gran parte del personal de la Facultad y el hospital esperaban ver dónde se produciría la siguiente explosión, confiando estar presentes para contemplarla.
Abajo, en el recinto de aparcamiento de la Facultad, las luces del alumbrado comenzaron a brillar intensamente, conectadas por un reloj automático. La súbita descarga de luz sobre el recinto de cemento, debilitó las defensas de Marisa contra el recuerdo, transportándola seis años atrás hacia otro lugar y otro tiempo.