George Hanscombe encontró a Joe McCloskey en la puerta principal de la clínica al terminar su trabajo del día. Al ser más alto, George empujó la puerta para que Joe pasara primero. Fuera se creó una situación un poco embarazosa bajo la marquesina, dudando el uno y el otro en hacer la pregunta que se les había ocurrido.
—¿Dónde vas a cenar, George? —preguntó Joe.
—No lo sé. No quería comer solo en casa y telefoneé a la criada que no me preparara la cena.
—Entonces, ¿qué te parece si vamos al snack bar?
George miró hacia la estructura de cromo y vidrio resplandeciente en una esquina del recinto de aparcamiento.
—Creo que igual da un sitio que otro. Iré luego a ver a Grace.
—Probemos, pues.
Cuando ambos atravesaron la puerta, Mabel alzó la mirada desde la barra y los acogió con una sonrisa.
—Buenas tardes, doctor McCloskey… Doctor Hanscombe… —dijo—. Ocupen la mesa de la esquina. Allí no les molestará el aire acondicionado. Les traeré café.
Los dos hombres se deslizaron en los asientos con cojines rojos, uno frente al otro. El restaurante aún no había sido invadido por la multitud que venía a las seis, y había pocos clientes. Pidieron la cena y George Hanscombe sacó del bolsillo un tubo de sacarina y lo colocó sobre la mesa entre ambos.
—¿Qué se siente estando solo, Joe? —le preguntó.
—Es un infierno —dijo el urólogo—. Pero ¿por qué te preocupa? Grace está fuera de peligro, ¿no es cierto?
—No entró en estado de coma, pero lo hubiera hecho probablemente dentro de las veinticuatro horas si no hubiera descubierto el azúcar esta mañana.
—Ese es un motivo para estar contento al menos.
—Grace ha tenido siempre una diabetes benigna. ¿Por qué se alteró de repente su sistema de regulación de azúcar en la sangre?
—¿No hiciste prueba de orina para localizar el azúcar y la albúmina cuando realizaste los exámenes finales en la Facultad?
—Naturalmente. Era un requisito más.
—¿Cuántos de la clase presentaron azúcar o albúmina?
—Aproximadamente la mitad, si no recuerdo mal. ¿Pretendes decir que esta subida repentina fue de tipo psicosomático?
—¿Qué dice Dave Rogan?
—No se lo he preguntado. Ha estado muy ocupado…
—Lo sé.
—Joe —el rostro del médico estaba súbitamente preocupado—. Yo no quería…
—Veamos los hechos, George —dijo el obeso urólogo—. Mort Dellman parece habernos dado a todos cuando disparó contra Lorrie y Paul. Aquella bala hizo pedazos nuestro pequeño y cómodo mundo, aunque el mío ya lo estuviera.
—Maggie pasó la noche bien, ¿no es eso?
—Sí. Dave Rogan cree incluso que podrá realizar algún progreso con ella ahora, a menos que se exaspere con él y se marche súbitamente del hospital.
Llegó entonces el menú solicitado y hubo una pausá en la conversación, pues dedicaron su atención al mismo. Al tomar la segunda taza de café dijo Georges Hanscombe:
—Nuestras esposas tienen todo lo que una mujer puede desear: mucho dinero, tiempo para pasarlo bien, sirvientas, casas confortables, una buena cuenta corriente en el Banco y ocupan un buen puesto en la comunidad. ¿Qué más quieren?
—Parece que Maggie quiere matarse con la bebida.
—Y Grace no cesa de suspirar por volver a Inglaterra.
—¿Crees que lo hará?
—A juzgar por lo de hoy, o se trata de eso o de un caso diabético grave.
—Déjala que vaya, George. De esta forma tendrás al menos alguna oportunidad de recuperarla si la quieres.
—Naturalmente que la quiero.
—¿Se lo has dicho últimamente?
—Se lo digo cada noche. Con esta inflamación de próstata no puedo aguantar más de cuatro horas seguidas en la cama. Estas cosas son un recordatorio constante de que uno se va haciendo viejo. Cuando regreso al lecho suelo buscar a Grace para acariciarla. Su piel es cálida y suave. En fin, ya sabes lo que es palpar a una mujer en la oscuridad. El saber que está allí me da la seguridad de que tengo a alguien que me acompañará en mi vejez, a alguien que amo. Jamás confesé esto a nadie, Joe, pero el motivo por el que he rehusado que Grace regrese a Inglaterra es que no estoy seguro de que volviera conmigo.
—Sé lo que es eso —convino Joe McCloskey—. Anoche, cuando fui a la casa y encontré a Maggie estirada sobre la cama casi sin respirar, pensé que moriría antes de que pudiera llevarla a la sala de emergencia. Esta fue la peor hora que he pasado en mi vida, hasta que Jeff Long consiguió hacerla respirar de nuevo.
—Hace seis meses que estás divorciado. El caso es completamente distinto.
—Pero es mucho peor. ¿Qué crees que siento cuando paso con el coche por delante de la casa cada media hora después de las diez, hora en que suelen cerrar el bar, hasta que me aseguro de que Maggie está a salvo en casa? Desde anoche recito una plegaria de acción de gracias porque ella vive todavía y yo puedo estar cerca de ella.
—¿Sabes a qué obedece que beba tanto y su comportamiento de anoche?
—No más que tú.
—Es decir que no sabes nada.
—Dave Rogan insiste en que está relacionado con la niñez de Maggie, por su idea de que procede de un hogar humilde. Pero ¿qué puede importarle eso?
—No lo sé —admitió George Hanscombe—. Crecí en una plantación de tabaco en Carolina del Norte y tuve que trabajar para costear mis estudios en el Instituto y en la Facultad. Ninguno de mis antepasados tuvo jamás un esclavo y fui el primero de mi familia que llegó a la Universidad. La familia de Grace ha tenido casas de huéspedes en Gales durante muchas generaciones. No veo, pues, que tenga razón para considerarse inferior a mí. Con todo, siempre me echa en cara que fue camarera.
—Dave Rogan sostiene una teoría prácticamente para todas las cosas, y la mitad de las veces no estoy de acuerdo con él, pero tal vez tenga razón en cuanto a la enfermedad de la esposa del doctor. Dave proclama que lo malo que afecta a las esposas de los médicos como grupo es que muchas de ellas proceden de la clase media, es decir, la clase de chicas que estudian para enfermera, se hacen especialistas o secretarias.
—¿Qué trascendencia puede tener esto? Mi familia no llegaba ni a clase media, y en la época de la depresión éramos más pobres que las ratas.
—Aparentemente no es la carencia de dinero lo que importa aquí. Sea cual fuere el medio ambiente de un médico, debe ir a la Universidad para poder ingresar en la Facultad. Mucha gente opina que el hecho de haber pasado por ambos lugares lo convierte automáticamente en un intelectual.
—¿Y no es verdad?
—No, George. Considerados como grupo, los médicos son la gente educada de mentalidad más estrecha que puedas imaginar. Hemos luchado contra toda clase de progreso social desde que Herbert Hoover fue presidente. —Pero el socialismo debe estar…
—Eso son tonterías, George, y lo sabrías ya si hubieras reflexionado alguna vez. El mundo cambia de día en día y con él el orden social. Este país no retrocederá otra vez a esas teorías de los derechos de los Estados y a esos privilegios de la empresa privada que vosotros los llamados conservadores adoráis. El mundo está cambiando y tú debes cambiar con él o te quedarás atrás.
—No estoy completamente de acuerdo —dijo George con obstinación.
—Tampoco te pido eso. Sólo quiero hacer resaltar unas cuantas fuerzas que hace que muchas esposas de médicos se destruyan mental, físicamente o ambas cosas, aproximadamente en el momento en que sus maridos alcanzan el punto culminante de su éxito. Pongamos tu caso. Tú procedes de una familia de labradores, pero eres respetado en esta ciudad como el que más por ser el mejor especialista de medicina interna. Perteneces al Consejo de Administración del mayor Banco de la ciudad. Tienes un cargo en la Iglesia episcopal, y eres miembro de la junta del Club de Campo de Weston. Puedes mirar cara a cara a Amy Brennan y nadie sabría que empezaste desde abajo mientras que ella nació en la clase alta. Pero ¿cómo has conseguido todo eso?
—Con mucho trabajo y sacrificios.
—Eso es sólo una parte, pero quizá no sea la más importante. Has llegado donde estás porque el título de doctor en medicina detrás de tu nombre te coloca automáticamente al mismo nivel social que un Weston u otro de su rango. Mira a Sam Portola. Tiene dinero suficiente para comprar toda la ciudad, pero no ha llegado a tu nivel social ni nunca lo hará.
—Parece que lo que dices tiene sentido —admitió George— pero…
—Consideremos mi caso —dijo el urólogo—. Mi familia llegó a la parte oriental de Carolina del Norte en tiempos de los ricos terratenientes. Incluso ha habido en ella dos obispos episcopales, lo que es un signo más de decadencia en una familia, pero a no ser por las sulfamidas y la penicilina, no sería más que un doctor de la clase acomodada como eran los urólogos en los viejos tiempos y me mirarían con desprecio.
—Tú exageras, Joe.
—Sólo para probar mi argumento de que un doctor que merezca tal nombre no sólo se hace rico (a menos que sea una nulidad completa), sino que se encarama a lo más alto de la escala social, si lo deseas. Lo malo es que las más de las veces las mujeres con que nos casamos no están preparadas para subir tan aprisa o se dicen a sí mismas que no lo están, lo que es peor.
—Tal vez tengas razón en eso —admitió George Hanscombe—. Pasamos la mayor parte del tiempo tomando decisiones mediante las que la gente vive o muere y hemos de estar acertados, por tanto, la mayoría de las veces. Sólo las mujeres tienen tiempo para la inseguridad.
—La inseguridad puede minar el amor propio de una persona con más rapidez que cualquier otra cosa —convino Joe McCloskey—. No tengo que decirte que cuando uno se compadece de sí mismo, puede afectar al corazón, al estómago o la vesícula. ¿Por qué razón crees que atiendo a tantas mujeres afectadas de cistitis?
—La función reguladora de la glucosa en el hígado y del páncreas es casi tan vulnerable —convino George Hanscombe de mala gana—. Y no hablemos del colon de Alice Weston. A veces me pregunto por qué cuando una mujer presenta molestias psicosomáticas, ve afectada con tanta frecuencia la función excretoria.
—Porque así es su constitución física. ¿Por qué otra cosa había de ser?
George Hanscombe se echó a reír, y absorbidos en la conversación ninguno de ellos oyó la exclamación de ira de Mabel. El snack bar seguía casi vacío y ella les había ido trayendo más café en el curso de la conversación, de modo que no se había perdido una palabra.
—Me imagino que Dios estaba pensando en los médicos cuando creó la mujer —convino George. Luego recobró la serenidad—. Entonces, ¿qué hacemos con Grace y Maggie?
—Dave no quiere que vea a Maggie por un tiempo. Respeto mucho a Dave y además no sé qué otra cosa podría hacer.
George Hanscombe salió de su sitio y buscó la cartera en el bolsillo.
—Creo que tendré que dejar ir a Grace a Inglaterra y espero que sólo sea para visitarla. En los últimos tiempos, cuando a veces insistía más de lo contrario, llegué a envidiarte, Joe, pero veo que estamos en las mismas condiciones.
—Sí, navegando sin norte y sin guía —convino el urólogo.
—Esta vez te enteraste de todo, Mabel —dijo Abe Fescue cuando los dos doctores hubieron pagado la cuenta y salido del restaurante—, pero ¿sabes?, tenía mucha razón ese tipo bajito.
—Calla, mete las narices en otra parte —dijo Mabel, indignada, y empezó a retirar la mesa. Abe sonrió.
—Por la forma en que te pusiste, seguro que no iban muy desencaminados.
—Tonterías —interrumpió Mabel—. Estaban tan ocupados lamentándose de su suerte, que ni siquiera dejaron propina. Mejor hubiera sido servir a los internos o incluso a los estudiantes.