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Arthur Painter miró a Pete Brennan por encima de los lentes y tamborileó sus dedos sobre la cubierta azul de un legajo de documentos legales que descansaba sobre la carpeta de su mesa.

—¿Estás seguro de que quieres hacer esto, Pete? —preguntó una vez más.

—Sí.

Pete trató de disimular la impaciencia en su voz. Arthur era un buen abogado y amigo, además de síndico de la escritura por la que una buena parte de la fortuna de Amy estaba inmovilizada en fideicomiso a favor de los hijos. El impuesto sobre la renta sobre los réditos se pagaba de este modo al upo inferior de los niños de forma que los ingresos de Amy no fueran a incrementar el tipo ya muy elevado que ella pagaba, haciendo que cayera toda su fortuna bajo un epígrafe francamente ruinoso.

—¿Qué hay respecto a los demás?

—Como miembros de la sociedad, tendrán que firmar también. Pero ya te dije que todos convinimos en eso.

—Todos los documentos están aquí —le dijo Painter—. Lee tú la copia y yo haré las anotaciones para mi secretaria.

—Bien. Mort quiere arreglar este asunto antes de que Roy plantee el caso ante el jurado.

—Esto no se producirá hasta dentro de dos días como mínimo. El funeral de Lorrie no es hasta mañana por la mañana.

—De todos modos así lo quiere Mort, Arthur. ¿Cuánto tardaremos en cerrar el trato?

—Tan pronto como todos vosotros, incluyendo a Dellman, firméis. Serán precisos dos juegos de documentos. Uno es un contrato de compraventa en firme entre los socios de la empresa de la clínica facultativa y Mort Dellman, por el que él os vende su participación en la clínica por cien mil dólares. La otra es una solicitud de préstamo de los cien mil dólares al First National Bank de Weston.

—¿No puso dificultades el Banco? El abogado se permitió una sonrisa apagada. —Roy Weston es director y también lo es George Hanscombe. Vuestras esposas firmarán también, desde luego.

—Me imagino que no podemos prescindir de ese requisito.

—La ley lo exige. ¿No creerás que Amy va a oponerse?

—No. Se ofreció a prestarnos toda la suma ella misma.

—Fuiste prudente en no aceptar. No te convenía hacerlo, ni como asociado en la clínica, ni como marido. ¿Qué vais a hacer con Paul McGill?

—Él y Elaine insisten en participar en esto. Le ofrecí que no lo hiciera, pero rehusó.

—¿Cómo está el asunto de las pólizas de seguros? —preguntó Pete cuando terminaron de repasar los documentos.

—Earl Bieson está trabajando en ello, pero no habrá problemas —le dijo el abogado—. Todo lo que se necesita es aumentar en veinte mil dólares la póliza de seguro de vida de cada uno de vosotros de acuerdo con la política de grupo de la clínica, asignando esta cantidad al banco hasta que se devuelva la deuda. Todo está previsto.

—Entonces yo me ocuparé de que los otros y sus esposas firmen estos papeles mañana y de devolvértelos. —Pete se levantó—. ¿Algo más?

—Mort Dellman sigue siendo el más beneficiado de este acuerdo. Casi estoy por creer que lo planeó de este modo. Se libra de una mujer infiel y sale con trescientos mil dólares para él…

—Cien mil dólares, Arthur.

—Gen mil —rectificó el abogado—. Además de la oportunidad de abandonar una comunidad en que nadie lo aprecia y todo con una sola bala. Me atrevería a decir que fue un buen día de caza.

—No, si lo cuelgan por eso.

—No lo harán. Oí esta tarde que va a defenderlo Douglas Turner, si el jurado devuelve el sumario.

Pete puso cara de asombro.

—¿Cuándo sucedió esto?

Turner, el más famoso abogado defensor en una docena de Estados, era un extravagante tipo de la vieja escuela que alardeaba de que ningún cliente suyo había sido declarado culpable.

—Esta mañana, al parecer.

—No veo a Mort gastando ese dinero, ni siquiera para salvar el cuello.

—Mort no va a pagarlo, sino Jake Porter.

—¡Pero si Jake odia a Mort!

—Y no es el único, pero Jake ama a sus nietos y no quiere que se enteren de que su padre fue ahorcado, constituyendo para ellos como una mancha negra para el resto de sus vidas.

De pronto se le ocurrió una idea a Pete Brennan.

—Acabas de decir trescientos mil dólares…

—Un lapsus linguae —se apresuró a decir.

—¿Estás seguro? Dime la verdad, Arthur.

Painter se encogió de hombros.

—Esto es estrictamente confidencial, especialmente en cuanto afecta a los otros miembros de la organización de la clínica.

—Desde luego.

—Si lo supieran, podrían negarse a firmar tu contrato. Ellos no tienen tu posición, Pete.

—Ya convinimos en que era confidencial.

A Pete le empezaba a irritar la excesiva importancia que otorgaba el abogado a este asunto.

—Tu amigo Dellman no sólo vende sus intereses en la clínica —Painter cogió los documentos legales—. Jake ofrece a Mort doscientos mil dólares si abandona el país y no vuelve a comunicarse jamás con sus hijos, cantidad pagadera al mismo mediante depósito en un banco suizo en el que ha venido ingresando dinero desde hace varios años.

De modo que era ésa la verdadera intención de Mort anoche, pensó Pete. Con trescientos mil dólares para empezar y con el sueldo que un hombre de su innegable habilidad en el laboratorio clínico y en el campo de la administración médica podía exigir en una docena de países además de Africa del Sur, que había mencionado, Mort gozaría de una posición mejor de la que disfrutaba en Weston, librándose por añadidura del engorro de los amoríos de Lorrie.

Pete se preguntó si debía decirle a Roy Weston lo que Arthur Painter le había contado. Lo que Mort le había dicho la otra noche de que sólo quería asustar al estudiante de medicina, cuyo nombre Pete no podía recordar ahora, pudo ser algo que Mort había ideado como parte de un plan premeditado para librarse de Lorrie y engrosar sus bolsillos al mismo tiempo. Conociendo a Mort, Pete le consideró capaz de esto.

—Como decía… —Arthur Painter parecía leer el pensamiento de Pete—, casi está uno inclinado a creer que Mort Dellman lo planeó todo de esta forma. Ciertamente es lo bastante inteligente y también un hombre sin escrúpulos para hacerlo. Con todo creo que podemos considerarnos felices por librarnos de él a un precio módico.

Fuera del despacho del abogado, Pete subió a su «Porsche». Su reloj le informó que sólo eran las ocho y media, lo que indicaba que Amy tardaría unas dos horas en llegar a casa, según el mensaje que Arthur Painter le había dado. Acarició la idea de matar el tiempo en el cine, pero no podía recordar que se proyectara en la ciudad ninguna buena película. Finalmente giró su coche hacía el sur a lo largo de River Road. Frente a una casa de apartamentos apartada del río, estacionó el coche y salió del mismo.

El ascensor lo llevó al sexto piso. A medio camino del pasillo paró y pulsó un timbre. Podía oír dentro el estridente sonido de pistolas en un «western» de la televisión, pero el ruido disminuyó inmediatamente y unos instantes más tarde se abrió la puerta.

Helen Straughn apareció en el umbral con aspecto muy distinto —con pantalones verde menta y una blusa amarilla, con una cinta verde alrededor de tu pelo rojizo— del que tenía como enfermera jefe de la sala de operaciones en el hospital de la Universidad.

—Entra, extraño —dijo—. Estaba empezando a pensar que Mort Dellman te había tocado a ti también con su famosa bala.