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Della Rogan entró en el restaurante de las damas en el club y subió al bar a tomar un trago. Estaba extraordinariamente cansada, y lo peor de todo, había jugado muy mal todo el día.

—Tónica con ginebra, Manuel —dijo—. ¿Dónde está todo el mundo?

—Oí a algunas de las señoras que decían que la señora McCloskey y la señora Hanscombe están en el hospital, señora Rogan. ¿No lo sabía usted?

—Sabía lo de la señora McCloskey, pero no el resto. ¿Tuvo la señora Hanscombe un accidente?

—No, que yo sepa. Nada dijeron al respecto cuando escuché la conversación.

Della tomó la bebida, preguntándose por qué sabía a quinina como la que le daba su madre en primavera, cuando estaban en Georgia del Sur, como preventivo contra la malaria. Grace se había quejado de encontrarse mal esta mañana, pero no tenía aspecto de estar realmente enferma, de modo que debió ser algo repentino. En estos momentos, admitió Della, casi hubiera querido que le hubiera ocurrido algo antes que enfrentarse al hecho de que mañana le volviera a ocurrir lo de hoy en el juego.

Dejando la copa medio llena, fue hacia el teléfono y llamó al hospital, preguntando por Dave.

—En el despacho del doctor Rogan creen que está con el doctor McGill, pero está ocupada la línea con la sala de asistencia intensiva —le dijo la telefonista de la clínica—. ¿Es algo urgente, señora Rogan?

—No. Puedo esperar hasta que regrese a casa.

—Si tengo ocasión de hablar con él, le diré que ha llamado.

—No, por favor —dijo Della rápidamente—. No quisiera molestarle.

Si el niño de Janet Monroe y Paul McGill eran más importantes para Dave que su propia esposa, pensó Della con resentimiento mientras volvía a tomar otra copa, merecía prepararse la cena y ver la película de la televisión por más antigua que fuese.

Entonces se le ocurrió un feliz pensamiento. Mañana sería el funeral de Lorrie y tenía una buena excusa para no jugar al golf.