Capítulo XVII

Janet Monroe se levantó a las ocho, paró en el snack bar para desayunar y llegó a la sala de Jerry poco después de las nueve. El gráfico le informó que había dormido toda la noche y al entrar en la habitación, se irguió en la camita y alzó los brazos hacia ella.

—Tienes que quedarte en la cama, cariño —le dijo—. El doctor Ed lo quiere así.

—¿Podemos ir a casa hoy, mamá?

—No creo. Tenemos que esperar a ver qué dice el doctor Ed.

—Pero te quedarás conmigo, ¿no es cierto?

—Hasta la hora de comer. Entonces tendré que ir a casa para ponerme el uniforme. Hay enfermos arriba que me necesitan.

Dave Rogan y Ed Harrison comparecieron una media hora después, haciendo el recorrido. El doctor de más edad hizo un rápido examen neurológico, colocando luego los instrumentos que había utilizado en el bolsillo de su larga bata blanca.

—Todo está normal esta mañana —informó—. ¿Has recordado algo más acerca de las convulsiones que pueda ayudarnos, Janet?

—No estoy segura. Fue todo tan repentino. Los músculos del lado derecho se vieron más afectados al parecer que los del izquierdo. —Cuando vio que ambos médicos cruzaban una mirada rápida, se apresuró a preguntar—: ¿Indica eso algo?

—Podría ayudarnos a localizar la causa —le dijo Dave Rogan—. Necesitamos toda la información que esté en nuestras manos obtener.

Ed Harrison se quedó en la habitación después de marchar el psiquiatra.

—Vamos a hacer varias cosas hoy, Janet —le dijo—. Pensé que sería mejor advertirte.

—¿Qué cosas?

—Habrá consulta neuroquirúrgica con el doctor Brennan y he rogado al doctor Dieter que vea a Jerry también. No se sabe todavía, pero el doctor Dieter querrá hacer probablemente un angiograma cerebral.

Janet conocía ese procedimiento y su significado.

—Sigues creyendo que es algo grave, ¿no es verdad?

—Me temo que sí. El hecho de que Jerry no haya tenido más convulsiones es un factor positivo, desde luego. La hemorragia que descubrimos con la punción de anoche, parece haber cesado, al menos por ahora. Sin embargo, hemos de ir más lejos y hallar la causa antes de que otra hemorragia pueda complicar el cuadro clínico. —Se paró en la puerta con la mano en el tirador—. ¿Has visto a Jeff esta mañana?

—No. Las enfermeras dicen que no le han visto por aquí.

—La señora McCloskey intentó suicidarse anoche. Jeff estuvo levantado hasta las cinco manteniéndola con vida.

—¡Qué espanto! —exclamó Janet—. ¿Qué es lo que tomó?

—Alcohol y píldoras para dormir. Afortunadamente el doctor McCloskey la encontró a tiempo.

—¿No están divorciados?

—Sí, pero él la sigue vigilando.

—Al menos tiene a alguien. Estuve a punto de hacer algo semejante en una o dos ocasiones y sé cómo se sentirá.

Ed Harrison echó una mirada al niño, que estaba de pie en la cama con los codos en la barandilla y el pulgar en la boca. «Si el diagnóstico probable resulta correcto —pensó—, Janet debía enfrentarse a algo peor que su divorcio con Cliff Monroe; había un cincuenta por ciento de probabilidades como mínimo de que su hijo no sobreviviera. Sólo la necesidad de cuidar del pequeño Jerry le había evitado un conflicto emocional grave cuando Cliff Monroe la abandonó según le habían dicho. Si algo le pasara ahora a Jerry, sería mucho peor que antes».

Janet regresó al hospital hacia las dos, esta vez de uniforme, con la idea de pasar una media hora con Jerry antes de entrar en servicio a las tres en el equipo especial de asistencia intensiva. Cuando entraba en la sala, una enfermera estaba colocando a Jerry en una silla de ruedas.

—Lo llevo al despacho del doctor Dieter para que lo examine —dijo la enfermera—. Creo que el doctor Brennan lo verá también allí.

—Lo subiré yo —se ofreció Janet—. Si no acaban antes de que empiece mi turno de las tres, rogaré a la enfermera del doctor Dieter que la llame cuando esté listo para regresar.

Jerry lo pasó bien en su silla de ruedas atravesando los animados pasillos y subiendo en el ascensor hasta los despachos del nuevo pabellón quirúrgico. Allí Janet lo entregó a la enfermera del doctor Dieter, que lo colocó sobre la mesa de examen. Dieter entró en aquel momento y le estrechó la mano.

—Tiene un hermoso niño, señora Monroe —dijo con su ligero acento teutónico—. El doctor Brennan viene hacia aquí desde la clínica, de modo que procederé a examinarlo mientras él llega.

Observando la forma en que el cirujano vascular procedió al examen y la delicadeza con que trataba a Jerry, Janet se sintió un poco mejor. En cuanto al niño, cogió simpatía al doctor Dieter desde un principio, riéndose a carcajadas cuando el doctor golpeaba su estómago para comprobar los reflejos de los músculos abdominales. «Tal vez no se produzcan más hemorragias o convulsiones —se decía a sí misma Janet—. Estas cosas desaparecen a veces por sí solas y sin que nadie descubra la causa».

Pensó que esto al menos era un consuelo, algo mucho mejor que el diagnóstico de tumor del cerebro que había ella pensado en un principio cuando vio agitarse el cuerpo de Jerry con la convulsión inicial.