Lo peor de la borrachera era despertar del letargo producido por el alcohol, pero esta vez fue distinto. Maggie McCloskey fluctuó durante mucho tiempo entre el estado consciente y el inconsciente, tratando de dormir mientras que por otra parte parecía que el mundo entero tratara de mantenerla despierta. En ese espacio de tiempo un verdugo la ahogaba, quemaba su cuello con una barra incandescente y la asaeteaba con agujas, como en las ilustraciones del Infierno de Dante que recordaba haber estudiado en la escuela. Por fin despertó encontrándose en un ambiente extraño: la blancura antiséptica de la habitación de un hospital.
Sentía palpitaciones en la cabeza, le dolía la garganta y parecía que su rostro hubiera sido golpeado por alguien. También tenía dolor en el brazo, pero cuando trató de moverlo, vio que estaba unido a un tablero cubierto de vendas del que estaba suspendido un pequeño tubo de plástico, y cuando volvió la cabeza para seguir la trayectoria del tubo, pudo ver que estaba conectado a un frasco que colgaba de un soporte, un frasco medio lleno de un líquido de color amarillento.
Al mover la cabeza encontró una ventana en su esfera visual. Cuando vio las vertientes lejanas de las montañas a través de la misma, se dio cuenta de que aún estaba en Weston, probablemente en el hospital de la Universidad. El exterior estaba iluminado con la luz de mediodía, lo que indicaba que había estado inconsciente durante mucho tiempo.
—¿Despierta? —le preguntó una voz joven y vigorizante, apareciendo esta vez en su campo de visión una enfermera pelirroja y con pecas.
—¿Qué hora es?
—Casi mediodía.
—¿Cuánto tiempo hace que estoy aquí? —Le costaba trabajo hablar, en parte por el sopor que aún acusaba y en parte por el extraño dolor en la garganta.
—Usted fue ingresada en la sala de emergencia a medianoche, pero no la trajeron a esta sala hasta casi las cinco de la mañana.
Maggie trató de hacer cálculos. Todo lo que recordaba era que había ido a casa hacia las diez. Medianoche eran dos horas después. Había perdido, pues, el conocimiento. ¿Y entre medianoche y las cinco de la mañana? El esfuerzo era excesivo, y por fin renunció a seguir calculando y volvió a dormirse.
Al despertar, tenía la cabeza mucho más despejada. La botella de líquido que colgaba del soporte había sido cambiada. Era ahora de color rojo brillante y las sombras en la montaña que podía ver a través de la ventana le indicaron que atardecía.
—La comida era amarilla. —La ronquera de su voz la sobresaltó—. La cena es roja.
Empezó a reír, pero la risa pronto se tornó en sollozos, sollozos que no podía controlar. Cuando al fin cesaron, estaba mirando con los ojos en blanco al techo de la habitación, contemplando la nada que era su vida.