Capítulo XV

Alice Weston había acudido a la clínica facultativa, como le había sugerido la noche anterior el médico de guardia después de decirle que él mismo se ocuparía de avisar a la farmacia para que le sirvieran a domicilio la receta acostumbrada. Puesto que había transcurrido más de un año desde la última revisión, Alice iba pasando por lo que se denominaba «revisión médica rutinaria».

En recepción, donde se registró, se le entregó una cartulina a la que iba unida un resumen de su historial en la clínica, condensado y abreviado de forma que pudiera perforarse en las tarjetas «IBM». Con ella iba una hoja en blanco, donde debían anotarse los síntomas actuales y un puñado de tarjetas para los distintos exámenes a realizar aquel día. Al entrar en el largo pasillo situado detrás de recepción, vio a Grace cruzar la sala para registrarse también, aunque no tuvieron oportunidad de hablarse.

En un pequeño cuartito a un lado del pasillo, Alice se quitó la ropa salvo las zapatillas y las bragas, poniéndose una de las batas de papel para examen disponibles, que convertía a los pacientes en un ser uniforme repetido en cada uno de ellos, dando la sensación de que incluso sus almas podían ser perforadas en los espacios adecuados de las tarjetas «IBM» del historial clínico. Las batas de papel eran, sin embargo, superiores a las antiguas de paño. Por otra parte las enfermeras cuidaban de seleccionar el tamaño más apropiado para cada paciente para que su aspecto fuera lo menos ridículo posible.

Alice había llegado a la clínica en ayunas y se dirigió en primer lugar al laboratorio. Construido bajo la dirección personal de Mort Dellman, este centro vital de toda gran clínica fue erigido con el fin de lograr el mayor grado posible de eficiencia y versatilidad en la realización de los exámenes. A ambos lados del pasillo central había pequeños cuartitos con la cabida suficiente para que el paciente se sentara en una silla con un tablero anexo y para que el especialista estuviera de pie a su lado extrayendo la sangre.

Alice temía siempre el pinchazo de la aguja, pero la chica de uniforme blanco encargada esta mañana era muy diestra y el dolor no fue superior al que le hubiera proporcionado un alfiler. De un estante colocado en la pared del cuartito, la enfermera sacó una pequeña tira de esparadrapo que adhirió sobre la pequeña mancha roja en el brazo de Alice en el punto en que la aguja había penetrado la piel y la vena en un solo y rápido pinchazo. La muestra de sangre que había extraído con la jeringa sería distribuida para los distintos exámenes que debían realizarse en el laboratorio.

Afuera en el corredor, la especialista le entregó un vaso de papel que había sacado de un aparato distribuidor y lo llenó de un líquido amarillento.

—¡Bébaselo todo! —le mandó—. Esto le preparará… pero usted ha estado ya aquí-antes, señora Weston.

Alice asintió con la cabeza y vació el vaso. El líquido tenía el acostumbrado sabor dulce, similar a una tarta de limón. La combinación de glucosa y agua carbónica sería absorbida por su estómago vacío yendo a parar a la sangre en un espacio de tiempo relativamente corto. Una hora después aproximadamente le extraerían otra muestra de sangre.

Alice no comprendía con exactitud la finalidad de estas pruebas, salvo que la información obtenida con el primer test de sangre y luego el segundo pasaba a la máquina computadora de datos para compararla con los exámenes anteriores, resultando un diagnóstico indicativo de una cantidad normal de azúcar en la sangre o la existencia de diabetes. Cuando la especialista apuntó la hora en una de la media docena de tarjetas anotadas de datos unida con un clip al tablero que Alice llevaba, observó que el tiempo invertido hasta ahora en el test de sangre era exactamente cuatro minutos.

Unos cuantos metros más abajo del pasillo, Alice pasó al puesto número 6, marcado en rojo en su tarjeta de ruta, y se echó sobre una mesa. Otra figura sin rostro vestida de blanco —para Alice todas parecían ser la misma— ató con pericia unos electrodos de metal a sus muñecas y tobillos, conectándolos por medio de alambres aislados con amianto a un panel de pulsadores y cuadrantes sito en la pared. Alice dormitó un poco mientras la máquina zumbaba grabando eléctricamente el latido de su corazón en aquel papel sensibilizado, hasta que la enfermera puso uno de los electrodos sobre su pecho, produciéndole un escalofrío al contacto con el frío metal.

—Casi hemos acabado, señora Weston —dijo la chica—. Tengo que hacer sólo una conexión para registrar los sonidos del corazón.

—¿No lo hace esto un médico?

—Hace tiempo que no pasa usted por la clínica, ¿verdad?

—Hace más de un año.

—Utilizamos un fonocardiógrafo ahora y hacemos una grabación en cinta de los sonidos del corazón. —Mostró a Alice una pequeña caja metálica que podía colocarse dentro de otro aparato que ocupaba una esquina de la habitación—. La cinta está dentro de la caja. Una vez realizada la grabación, se remite junto con el electrocardiograma. El radiólogo puede ver el electrocardiograma mientras oye la cinta y examina una película de rayos X del tórax que le indica el tamaño de su corazón. De esta forma el doctor puede realizar un examen completo del corazón sin que se vea precisado a poner una mano sobre el paciente. El próximo año se espera poder hacerlo todo por medio de una computadora y tal vez puede prescindirse del concurso del médico.

Alice rió por compromiso al oír esta última observación, pero recordando cómo se realizaban los exámenes en otras épocas, antes de que la clínica fuera automatizada, el rasgo de humor de la especialista le pareció ahora una especie de predicción del futuro.

Otra de las tarjetas del tablero fue perforada al dejar el puesto número 6, viendo que había estado en este cuarto exactamente ocho minutos. Al salir, la puerta daba otra vez al pasillo y reconoció a Grace Hanscombe colocándose sobre otra mesa, copia exacta de la que ella acababa de desocupar.

En el puesto siguiente, otra especialista registró el pulso y la presión de la sangre. Hasta entonces no había visto a ningún médico y sabía que no lo haría hasta que acabara el examen. En otro puesto más allá le colocaron gotas en uno de los ojos para dilatar la pupila de forma que se pudiera fotografiar en color el globo del ojo y pudiera ser estudiado más tarde por un oftalmólogo. Se comprobó asimismo la tensión de los globos de los ojos para detectar la presencia de glaucoma, enfermedad engañosa que, de no ser descubierta, podía causar la ceguera antes de que la víctima supiera lo que estaba ocurriendo.

En otro puesto midieron la capacidad de sus pulmones en cuanto a contenido de aire. Una disminución de ventilación, como solía denominarse, indicaría enfisema, otra enfermedad mortal que debía descubrirse pronto. En el siguiente, su pecho fue sometido a rayos X casi tan rápidamente como el tiempo empleado en pasar por delante de la máquina. En otro se registró su peso y altura junto con otras mediciones, cuya significación le era desconocida.

La siguiente parada fue para realizar el test de Pap, que ayudaba a descubrir el cáncer en los órganos reproductivos femeninos. Todo esto, que sabía Alice por haberlo oído comentar a doctores en las fiestas, se combinaba ofreciendo una imagen completa como podía obtenerse por medio de cualquier dispositivo mecánico que pudiera utilizarse para aminorar la necesidad de personal médico experto.

En el último puesto antes de ver al doctor, una especialista extrajo una segunda muestra de sangre del brazo de Alice. Una mirada a su reloj le indicó que había pasado exactamente una hora desde el momento en que bebió la mezcla de glucosa aromatizada a continuación de habérsele practicado la primera extracción de sangre. Desde aquí se le dieron instrucciones para que vaciara una muestra de orina en un recipiente numerado, con lo que quedó terminado el examen del laboratorio.

Alice estaba cansada cuando fue acompañada a un despacho con pocos muebles. Un aparato de rayos X ocupaba unas de las paredes y la sala de examen adjunta contenía la ya conocida mesa que podía colocarse en doce posiciones para efectuar exámenes internos. Había acabado de escribir un relato del ataque de la pasada noche en la hoja de papel en blanco del tablero —había estado tan ocupada hasta ahora que no había tenido oportunidad de hacer estas anotaciones—, cuando se abrió la puerta y entró una mujer joven llevando la larga bata propia de los médicos.

—Buenos días, señora Weston. —El acento inglés apenas perceptible era agradable—. Soy la doctora Feldman.

—¿La nueva doctora?

Marisa Feldman sonrió.

—Soy mujer, soy doctora, y éste es mi tercer día en Weston, de modo que creo que está usted en lo cierto.

—No pretendí ser inquisitiva —dijo Alice inmediatamente, sintiendo una simpatía instintiva por la joven y esbelta doctora de pómulos salientes y de ojos atractivos y brillantes.

—Estoy convencida de eso. —Marisa Feldman ocupó la silla junto a la mesa—. Soy nueva aquí, pero estoy acostumbrada a tratar anomalías como las que usted padece, señora Weston. El doctor Hanscombe me habló de usted esta mañana.

Lo que no le dijo Marisa fueron las palabras de George: «Alice Weston ha vuelto a tener espasmos gástricos. Examínela, por favor, e intente relajarla».

—¿Puede dejarme ver su historial? —preguntó Marisa.

Alice le pasó el tablero y Marisa empezó a examinarlo. Tras breves momentos alcanzó un fichero con claves numeradas y taladró unas cuantas. Después de un breve período de tiempo en que parecía absorbida en la lectura de lo que Alice había escrito sobre su ataque más reciente, la máquina empezó a funcionar y algunas de las tarjetas perforadas que ya conocía salieron por Una ranura.

Alice sabía que esto formaba parte de su anterior historial combinado con el informe sobre los reconocimientos que se le habían practicado en el día de hoy. Marisa Feldman les echó una ojeada, apilándolos junto al secante situado sobre su mesa y continuó leyendo.

—Parece que pasó un mal rato anoche —dijo al fin.

—Fue terrible hasta que tomé la medicina verde que el médico de guardia de la clínica prescribió. Ya la había tomado antes, pero tenía la botella vacía, pues últimamente me encontraba bien y no vi necesidad de rellenarla. Anoche tuve que tomar una segunda dosis para encontrar alivio.

—La medicina verde, como usted la llama, es un remedio anticuado pero muy efectivo, belladona, fenobarbital y agua de menta. Lo utilizábamos mucho en Boston. Allí lo llamábamos «elixir mágico». ¿Se encuentra mejor esta mañana? —Mucho mejor, gracias.

—Entonces, si le parece, vamos a acabar con el reconocimiento. ¿Quiere usted entrar en la otra habitación y echarse sobre la mesa?

Las manos de Marisa Feldman eran suaves y expertas. Encontró la zona afectada en la parte inferior izquierda del abdomen, pero no le produjo dolor alguno el contacto de su mano, lo que siempre ocurría cuando George Hanscombe la oprimía en ese punto. Mientras sentía ahora el masaje suave de la mano de Marisa, Alice se sentía relajada.

—Bueno, ya está mejor —dijo Marisa Feldman—. Tenía usted una zona espasmódica, pero ya se va relajando.

Incluso el examen por medio de instrumentos, que Alice siempre había temido, resultaba casi agradable en manos de esta atractiva doctora de dedos ágiles y modales placenteros. Había acabado antes de que Alice se diera cuenta de que había comenzado.

—Tiene todavía algo de espasmos y una pequeña infección de la membrana que recubre el colon —dijo Marisa a Alice mientras ésta volvía a cubrirse con la bata de papel—. ¿Le ha ocurrido algo recientemente que pueda explicar el ataque de anoche?

—Mataron a mi prima.

—¿La señora Dellman?

—Sí. Nos criamos juntas y estábamos muy unidas.

No era verdad, pues ella y Lorrie estaban en pésimas relaciones últimamente, pero Alice no quería que la nueva doctora la creyera neurótica. George Hanscombe la había llamado así una vez y jamás había podido perdonarle del todo.

—La impresión pudo haber provocado el ataque fácilmente —le aseguró Marisa—. Creo que debe tener un poco de cuidado con la comida durante una semana, señora Weston. Limítese a comidas ligeras. Usted ha hecho régimen antes, de modo que ya sabe lo que le está permitido. Siga tomando la mezcla como antes. Si tiene más molestias, me llama. El doctor Hanscombe cree que debo ocuparme de su caso de ahora en adelante. Espero que no le importe.

—De ningún modo —Alice se sonrojó—. Me alegro del cambio.

—Quisiera verla dentro de unas tres semanas. Usted se halla en perfectas condiciones físicas salvo esta ligera molestia y creo que podremos controlarla.

—Gracias, doctora Feldman —dijo Alice agradecida—. Mi marido es socio de la sociedad de la clínica, de modo que es probable que nos veamos en alguna reunión.

—Eso espero. Adiós.

Alice partió contenta, habiendo olvidado por completo su dolencia abdominal. La nueva doctora era estupenda. Se le hacía duro esperar a la próxima reunión para contárselo a las chicas, pero luego se preguntó si volvería a haber otra asamblea de la «Sociedad Anatómica» habiendo muerto Lorrie.

Con todo no iba a lamentar la pérdida de Lorrie. Al fin y al cabo la culpa era de ella por ir detrás de los hombres, cuando Alice había deseado darle todo el amor que se puede desear.

En su despacho, Marisa Feldman hizo unas notas en una cuartilla y las unió a una de las tarjetas «IBM» con el historial de Alice. Los hechos destacados podrían ser perforados más tarde por los operadores de las tarjetas perforadas de forma que pudieran ser almacenados por la computadora para uso posterior.

Algo no anotó Marisa, pero su rostro daba muestras de duda mientras depositaba el historial en la ranura, donde sería transportado por una cinta continua a la sección central del archivo. Le habían bastado sólo unos minutos para darse cuenta de que Alice Weston era homosexual. Había visto muchas de ellas en la prisión de Frondheim para que los signos revelados pasaran inadvertidos a una observadora experta. Sabiendo esto se preguntaba cómo era el marido de Alice y qué clase de vida marital podían tener juntos.