Eran las seis y media cuando Della Rogan despertó en el dormitorio de los niños en su casa de Sherwood Ravine. Había tomado un comprimido de «Nembutal» después de cerrarse en el dormitorio y se había dormido casi instantáneamente sin oír a Dave cuando llegó. Yendo hacia la ventana, vio que el sol había salido ya y el tiempo parecía apropiado para jugar al golf. La idea no le produjo demasiado entusiasmo, pues hubiera preferido quedarse en la cama, pero como estaba muy desentrenada desde su regreso de Augusta, necesitaba un poco de práctica si quería hacer un buen papel en el campeonato del club que tendría lugar la semana próxima.
Sus vestidos estaban en el armario y tocador del dormitorio principal, donde Dave estaría dormido. Yendo de puntillas por el pasillo, miró hacia dentro y vio que yacía sobre el lado derecho, de espaldas a ella con la cabeza hundida bajo la almohada.
Por un momento estuvo tentada a despertarle y disculparse por haberle hecho preparar su cena la pasada noche, pero cambió de opinión. Había rehusado regresar a casa con ella desde el hospital aunque no pudo menos de notar cuan trastornada estaba. Merecía, pues, que el castigo se prolongara un poco más. Pensaba salir de casa hacia el club para jugar una partida de golf antes de que calentara el sol, obligándole a tomar el desayuno en el hospital. De todos modos no sería la primera vez, pues a menudo tenía programadas las visitas por las salas del hospital a primeras horas de la mañana.
Moviéndose con el mayor cuidado posible, Della sacó ropa limpia del tocador y entró en el cuarto de baño para arreglarse y vestirse. El sostén que había cogido del cajón tenía un tirante roto y salió del cuarto de baño para coger otro, vestida únicamente con las bragas. Dave giró sobre la cama y bostezó.
—¡Hola, cariño! —Alcanzando la almohada que ella hubiera utilizado si hubiese dormido en la misma cama, la colocó bajo su cabeza para incorporarse—. ¿Qué haces tan temprano?
—Estoy desentrenada y pensé que me iría bien hacer una partida a primera hora. —¿Sola?
—Tengo que practicar algunos golpes. —Estaba revolviendo en el cajón buscando un sostén—. Habrá alguien más a estas horas y probablemente puedo hacer los dieciocho agujeros antes de la comida. Luego, después de hacer la siesta, tal vez Grace o una de las chicas saldrá conmigo por la tarde.
Deslizó los brazos entre los tirantes del sostén, tratando de alcanzar el cierre, pero le costaba trabajo localizarlo.
—Acércate y te lo cerraré yo —le propuso Dave. No se sentía con fuerzas para rehusar, pues estaba agradecida por la mirada cálida que le había dirigido al despertar. Cruzando la habitación, llegó hasta la cama y esperó que él le sujetara el sostén, pero cuando sus manos se desplazaron por su desnuda espalda, se apartó rápidamente y empezó a buscar una falda y una blusa en el armario.
—¿Necesitas de verdad tanta práctica? —le preguntó él.
—Naturalmente. El torneo del club empieza la semana próxima.
—Podrías hacer un poco de práctica en algunas otras cosas —dijo él despreocupadamente—. Como psiquiatra contemplo siempre el lado malo de las mujeres, pero esta mañana estoy viendo tu lado bueno. Lo que necesitamos es una segunda luna de miel.
—Jugamos al golf en nuestra luna de miel.
—¿Aún lo recuerdas?
—¡Claro que lo recuerdo! —saltó Della—. No hace tanto tiempo.
—Sólo quince años, pero estamos ya cerca de los cuarenta, Della.
—Tú te estás volviendo obeso y viejo, yo no.
Estaba esparciendo en su piel una crema protectora. El sol puede quemar en septiembre y Paul McGill le advertía siempre que no debía exponerse demasiado a una insolación. En algunos puntos de su cuerpo su piel presentaba manchas a las que aplicaba nitrógeno líquido que no dejaba cicatrices como la aguja eléctrica, por ejemplo.
—Aún tienes una bella figura, cariño —dijo Dave sonriendo—. Tal vez lo que necesitamos es tener otro hijo.
—Con dos nos basta. Convinimos eso hace años.
—Entonces los niños eran pequeños, pero dentro de poco ingresarán en la escuela preparatoria y en la Universidad. Cuando llegue ese momento sería estupendo tener un pequeñín que rondara por la casa.
—¿Es ésa otra forma de decirme que no paro en casa lo suficiente? —preguntó Della con enfado.
Desde el torneo de Augusta, le remordía la conciencia recordándole que debía pasar más tiempo en casa. Ahora, por uno de esos caprichos que a menudo caracterizan la lógica femenina, halló un motivo para desplazar la culpa hacia él, pues si la hubiera acompañado a Augusta, como debía haber hecho, nada hubiera ocurrido y su conciencia culpable no la trastornaría de este modo.
—Jamás me he opuesto a tus desplazamientos. —A Dave no le había pasado inadvertida su inmediata reacción y estando al corriente de las distintas facetas de la culpabilidad, empezó a sentir cierta inquietud—. He visto tantos matrimonios que empiezan a desunirse después que los hijos van a la Universidad…
—A los nuestros aún les queda mucho tiempo para eso.
—No tanto como imaginas. Ni tampoco están tan lejos del matrimonio, si consideramos la cantidad de estudiantes universitarios que se casan hoy en día. Tal vez sea egoísta, pero pienso en la época en que me encuentre solo mientras tú andas por esos mundos ganando campeonatos nacionales de golf. Sería hermoso tener un bebé acurrucado en la cuna del desván.
Él había vuelto a la carga y su reacción fue instintiva y similar a la de un niño que al sentirse avergonzado golpea incluso a los que tratan de ayudarle.
—Tú no quieres que sobresalga en nada —estalló de pronto—. Tú te sientas en tu despacho de la clínica y piensas que diriges las vidas de los demás, cuando la verdad es que no puedes gobernar la tuya.
—Tal vez tengas razón en eso —admitió él—. Todo el mundo sabe que las familias de los doctores reciben una asistencia médica mucho más deficiente.
—¿Admites entonces que no puedes disponerlo todo?
—Si me dices de qué soy culpable, querida, sabré cómo defenderme.
—¡Otra vez haciendo bromas! ¡Nunca me tomas en serio! El rostro de Dave se serenó.
—En eso estás equivocada, Della. Tal vez descuide alguna de tus necesidades emocionales. Incluso un psiquiatra pasa un mal rato tratando de comprender a las mujeres y muchos médicos se ven incapaces de entender a sus esposas. Es el tributo que hemos de pagar por estar metidos en las vidas ajenas durante todo el día. Dime qué es lo que he hecho mal esta vez, y trataré de darte satisfacción.
Se volvió de espaldas velozmente, pero aun así bastó para que él observara la mirada avergonzada y el rubor culpable en sus mejillas. Algo había ocurrido en Augusta, no le quedaba la menor duda ahora, algo que él se veía impotente para remediar, a menos que ella se confiara y se lo contara todo. Sabía, sin embargo, que no iba a hacerlo ahora.
Al darse cuenta de esto sintió una sensación de vacío y dolor. Sabía que Della era una mujer fuera de lo normal. Había sido su refugio en aquellos años en que llegaba a casa por la noche, cansado de luchar con las crisis y problemas emocionales de sus pacientes, hasta que el golf había empezado a incrementar sus ausencias.
Un instinto natural le advirtió que existía otro hombre. Era lo suficientemente realista para saber, por otra parte, que la infidelidad sexual ocasional no era en modo alguno un obstáculo infranqueable que impidiera la feliz continuación del matrimonio.
Como psiquiatra trataba de convencerse de que la unión podría ser más fuerte después. Le dolía, sin embargo, que Della se hubiera entregado a otro hombre y, lo que era peor, si volvía a ausentarse con motivo de los torneos de ahora en adelante no podría evitar preguntarse lo que estaría ocurriendo. En la puerta giró de nuevo e irrumpió llena de ira:
—Eres como el resto de los hombres, quieres una esposa que esté siempre a tus pies como un perro.
—Entonces con uno de esos cambios repentinos de humor, que da a las mujeres ese encanto especial, —dijo—: ¿Puedes desayunar en el hospital?
—Claro. Tengo que ver al hijo de Janet Monroe antes de las horas de consulta.
—El que te quedaste a ver anoche.
—Sí.
—¿Le pasa algo malo?
—Temo que sí. Sufre convulsiones y tiene sangre en el fluido espinal.
Della recordaba suficientemente sus tiempos de especialista en rayos X para saber lo que esto significaba, pero estaba tan tensa ahora que no podía experimentar otra cosa que un desaire por haberle mencionado esto y hacer que se sintiera culpable por su forma de reaccionar al quedarse él en el hospital ayer por la tarde para examinar al niño.
—Probablemente se trata de algo transitorio —dijo ella.
—Confío que así sea. ¿No te desperté cuando fui al hospital anoche?
—¿Fuiste al hospital? —Volvió a girar en el umbral sorprendida por la pregunta.
—Hacia la una. Maggie McCloskey trató de suicidarse.
Della se apoyó en el marco de la puerta, sintiendo que sus piernas se debilitaban de pronto.
—¿Cómo…? ¿Cómo sucedió?
—Lo de siempre: barbitúricos y alcohol. Felizmente para Maggie estaba allí Jeff Long. La mantuvo con una bomba de oxígeno mientras hacían desaparecer la droga con fluido intravenoso. Está en mi sala.
—Maggie no está loca.
—Hay opiniones sobre este particular. Personalmente tengo mis dudas con respecto a Maggie. Por otra parte, está en mi servicio porque todos los suicidas frustrados van a parar allí. —Le dirigió una penetrante mirada—. ¿Te encuentras bien, cariño? Estás blanca como la nieve.
—Ha sido la impresión. Dile a Maggie que haré lo posible por ayudarla.
—Ella es la única que puede ayudarse por el momento. Si está dispuesta a admitir eso, tal vez podamos conseguir algo. ¡Que tengas suerte en el juego!
Della no contestó, desapareciendo rápidamente por la puerta. «¿Por qué tiene que ser tan comprensivo con todo el mundo y a mí no llega a comprenderme?», pensó con resentimiento mientras bajaba las escaleras. «Podría prohibirme que jugara y pedirme que estuviera más tiempo en casa. Este es el inconveniente de estar casada con un psiquiatra: comprenden a las mujeres demasiado bien, o tal vez no las comprenden en absoluto».
Si Dave la hubiera comprendido, ¿por qué ignoraba que si él mantenía una postura inflexible con respecto al golf, ella no podría dedicar tanto tiempo al juego y tendría una coartada cuando empezara a perder en los torneos? En vez de eso, la dejaba que se esforzara intentando vencer a todo el mundo, cuando lo único que quería era divertirse un poco en el juego. Disfrutar del golf como ella y Dave lo habían hecho antes de estar demasiado ocupado con la clínica, para ganar los cincuenta mil dólares al año, para jugar con ella, con lo que daba la sensación de que ya no formaba parte de su vida.
«Sería mejor —pensó— tener una diabetes benigna como Grace», y recordando que George Hanscombe generalmente salía muy pronto hacia el hospital, tomó el camino hacia la casa de éste al llegar a medio kilómetro del cañón. El coche de George debería ya estar fuera del garaje. Della aparcó el suyo y fue hacia la puerta trasera.
Dentro de la casa pudo ver a Grace con bata bebiendo café mientras veía la televisión. Cuando Della hizo sonar el timbre, Grace se acercó a la ventana y miró hacia fuera, yendo después a abrir la puerta.
—Entra. Te daré una taza de café —dijo—. Necesito que alguien me levante el ánimo. Me siento como un cadáver ambulante.
—No me siento mejor yo. —Della se dejó caer en la silla junto a la mesa de la cocina mientras Grace le servía el café—. Dave me ha estado ayudando a vestirme para jugar al golf.
—Esto puede facilitar las cosas —dijo Grace con ironía—. ¿Pero por qué jugar al golf si puedes hacer un ejercicio semejante en casa, sin necesidad de vestirte? —¿Por la mañana?
—Sigue mi consejo, querida, y aprovecha la ocasión cuando se presente. Llegará un día no lejano en que no sentirás calor a menudo y más bien estarás tibia.
—¿Es que no puedes hablar de otra cosa, Grace? Eres peor que los hombres o que Lorrie.
—¡Pobre Lorrie! La voy a echar de menos —dijo Grace—. Era una mujer única, una mujer absolutamente sincera. ¿Por qué tuvo que matarla ese bastardo? Ha causado más daño del que ella ha hecho.
—Dave quiere que tengamos un hijo. —Della cambió de tema.
—Aún conservas un cuerpo apropiado y te mantienes joven todavía. ¿Por qué no?
—¿Con qué derecho hablas? —dijo Della con furia—. ¿Por qué no los tienes tú?
Grace apartó la vista rápidamente para que Della no viera el dolor que expresaban sus ojos. Ella y George no tenían hijos y sabía la razón, aunque no George. Jack Line lo había atribuido a la herencia. El ataque que ella tuvo, y que llamaron de apendicitis, en los primeros meses de la guerra, no había sido tal. Salpingitis, una inflamación de los conductos desde el útero a los ovarios que dejaba estos importantes canales sin posibilidad de intervención quirúrgica, era el verdadero diagnóstico.
En los primeros días de la guerra cuando los muchachos, tan apuestos y jóvenes, desfilaban antes de irse a los campos de batalla el gesto podía calificarse de patriótico. Pero ¿cómo iba ella a saber que uno de esos valientes jóvenes le dejaría una herencia siniestra que le impediría para siempre tener hijos?
—¿Dije algo inoportuno, Grace?
—Della sentía aprecio por la inglesa.
Grace sonrió forzadamente.
—Tan sólo un viejo esqueleto paseando sobre mi tumba.
—¿Qué te parece si jugáramos al golf esta mañana?
—Hoy no. Ayer reñí a George porque no había sido él quien estaba con Lorrie. Ahora me siento culpable. ¿Recuerdas la época en que éramos pobres, Della?
—Claro. ¿Por qué?
—¿No éramos todos más felices entonces?
—Creo que sí.
—¿Qué nos ha ocurrido a todas, Della? Tú y yo somos desgraciadas, Amy está destruyendo su matrimonio con Pete con su intento de pasarle por delante. Elaine lo ha pasado muy mal anoche preguntándose si se moriría Paul; Lorrie ha muerto. La única del grupo que es verdaderamente feliz es Alice, con sus folletines. Tal vez tenga más sensatez que todas nosotras.