Elaine McGill fue despertada por una suave palmada en el codo. Se sentó rápidamente en el estrecho diván donde había dormido profundamente después de tomar el comprimido que Janet Monroe le había dado la noche anterior por prescripción de Jeff Long.
—¿Está mi marido…?
—El doctor McGill está bien. —La enfermera que la había despertado sonreía y se dio cuenta ahora de que la habitación estaba iluminada por la luz del día—. Son las seis y pregunta por usted.
La mano de Elaine tocó instintivamente sus cabellos.
—¡Déjeme un minuto!.
—Desde luego. El lavabo está abajo en la sala. ¿Tiene todo lo que necesita? ¿Lápiz de labios? ¿Peine?
—Lo llevo en el bolso. ¿Está usted segura de que está bien?
—Hemos dejado de administrarle oxígeno. Las pulsaciones y el trazado del electrocardiograma son normales.
Paul fue ligeramente levantado en la cama cuando Elaine entró unos quince minutos después. Estaba pálido, pero logró sonreír y se alegró de haber tenido tiempo de lavarse la cara con agua fría, peinarse, pintarse los labios y darse color a las mejillas y de alisar el vestido lo mejor que pudo.
Antes de que pudiera hablar, cruzó ella rápidamente la habitación y le besó en la boca con cariño.
—Me alegro tanto de que estés bien, amor —dijo.
—¿Quieres decir que no me guardas rencor…?
—Claro que no.
—Pero… el escándalo…
—Lo arrostraremos juntos.
—Entonces, ¿me perdonas?
—No me hables más. —Colocó un dedo sobre sus labios—. Te amo y eso es lo que cuenta.
—¡Qué descanso! —Respiró profundamente y se dio cuenta ella de que había enfocado bien el asunto—. Temía perderte.
—Si vuelves a hacerlo otra vez quizá —dijo ella sin pensar—, pero no esta vez.
—En realidad no tenía intención de…
—Cállate. —Volvió a cruzar un dedo sobre los labios de Paul—. Todo eso terminó. Lo importante es que te encuentres bien.
—La enfermera dijo que Antón Dieter me sacó una bala del corazón.
—Sí. La vi.
—Lamento lo de Lorrie.
—Ha muerto, Paul. Ya se acabó todo. Ya no hemos de hablar de ello nunca más.
—¿Todo va bien por ahí? —La enfermera había asomado la cabeza por la puerta—. Su electrocardiograma ha registrado unas líneas muy irregulares en un par de pulsaciones.
—Eso fue por la sensación de alivio. —Paul se esforzó por sonreír—. Todo va bien.
—Será mejor que no me quede más tiempo —dijo Elaine—. Necesitas descansar, Paul.
—Y tú dormir —convino él—. Gracias de nuevo, cariño, por ser una esposa comprensiva y sobre todo porque no has dejado de ser tú misma.
Fuera del hospital, la ciudad empezaba a revivir con el movimiento de los primeros vehículos por las calles. El snack bar estaba casi vacío, cuando Elaine atravesó la calle y entró. Tomando un taburete junto a la barra, pidió huevos revueltos, tostadas y café.
Mientras el cocinero iba preparándolo diestramente en la parrilla, se dio cuenta de las miradas de admiración de un par de conductores de camión que tomaban café en el otro extremo de la barra.
El saber que unos hombres que ella desconocía la encontraban atractiva a esta hora de la mañana después de lo que había sufrido en las últimas veinticuatro horas, fue casi tan estimulante como el café concentrado que le sirvió el camarero antes de empezar a preparar el desayuno que tomó con lentitud, saboreando la comida.
Elaine iba cruzando el recinto de aparcamiento en dirección a su coche cuando vio a Mike Traynor salir de la entrada de emergencia del hospital con rumbo hacia el snack. Él la vio en el mismo instante y cambió de dirección con el fin de cruzarse en su camino. Ella trató de esquivarlo, pero cuando él la llamó, se volvió lentamente.
—¿Me estaba hablando? —preguntó.
—¿Cómo está el doctor McGill?
—Bien, gracias. Acabo de verle hace unos minutos.
—Seguramente no admitirá usted la reconciliación.
—Esto es algo que a usted no le importa, señor Traynor.
Ella había hablado en voz baja, pero él la había oído perfectamente y cuando ella vio que enrojecía lleno de furor, sabía que había comprendido la insinuación.
—Un momento. Si usted cree que puede hacer conmigo…
—¡Señor Traynor! —La frialdad con que pronunció su nombre cortó en seco el torrente de palabras airadas—. Creo que le falta un año para acabar la carrera, ¿no es verdad?
—Sí, pero qué tiene que ver…
—Mi marido es catedrático de la Facultad. Si le digo que usted me abordó aquí, no creo que le permitan acabar la carrera y obtener la licenciatura.
Él empezó a hablar de nuevo mientras ella entraba en el coche, pero se calló tras corta reflexión. Por su tono no ponía en duda que ella cumpliría su amenaza y después del incidente con la enfermera —que no había sido lo bastante prudente— no podía permitirse más líos con la esposa de un catedrático.
—¡Mujeres!
Jamás las comprendería. Muchas veces no merecía la pena tomarse tantas molestias, según expresión de Mike Traynor.