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Grace Hanscombe se despertó poco después de las cuatro de la mañana con dolor de cabeza, como le ocurría con frecuencia. George pesaba más que ella, con lo que hundía el lado de su cama. Por esa razón dormía ella inclinada y tenía que apoyarse en una almohada para no caer rodando contra él. Sin embargo, durante la noche cedía generalmente la almohada y como que ella no se despertaba siempre en ese momento, el intento inconsciente de mantenerse en su lado de la cama creaba una tensión que le impedía dormir bien y le daba dolor de cabeza.

No es que sintiera repulsión por George. A su manera imaginaba que lo amaba tanto como ama la esposa por lo general a su marido después de quince años de matrimonio, lo que no era necesariamente demasiado. Ella había sentido siempre un interés conveniente por las relaciones sexuales y lo seguía teniendo ahora después de diecisiete años de matrimonio y las experiencias prematrimoniales. Sin embargo, una vez concluido el acto, le agradaba tener Su intimidad sin verse forzada a dormir junto a un hombre que había estado sudando durante diez o quince minutos y cuya piel, siempre que por casualidad lo tocaba, lo que procuraba evitar, estaba pegajosa.

Grace había sugerido hacía mucho tiempo que durmieran en camas separadas en vez de la anticuada cama de matrimonio que George prefería. Ella hubiera aceptado incluso un juego de camas gemelas que pueden colocarse una al lado de otra formando una doble cama de grandes dimensiones, pero teniendo cada uno su propio somier y colchón. A George, sin embargo, le gustaba tenerla a su alcance para acariciarla cuando volvía a la cama después de levantarse a altas horas de la noche.

Un día de éstos Joe McCloskey tenía que sacar la próstata de George y ella temblaba al pensar el efecto que ello produciría en su personalidad. Maggie le había dicho que Joe le había contado que muchos hombres perdían toda su potencia después de una operación de próstata y conocía lo suficiente a George para saber el golpe que ello representaría para su amor propio.

No es que a ella le preocupara demasiado esta pérdida. Después de todo, ella era mayor que Amy y las demás y había empezado a experimentar ya un acaloramiento repentino que amenazaba sofocarla aun en invierno. Había dejado también de comer dulces, cuando en la revisión médica semestral en la clínica facultativa se le había descubierto una baja tolerancia para el azúcar, lo que indicaba un caso benigno de diabetes.

Habiéndose criado en Inglaterra, donde existe gran afición por los dulces y otros alimentos ricos en calorías, Grace no creía que abandonar la actividad sexual podía ser mucho peor que la limitación rigurosa a la que George le había sometido cuando se descubrió la diabetes. Y aunque George no fuera capaz de desarrollar gran actividad en ese sentido, ella era todavía atractiva para los hombres, como se había demostrado en los congresos médicos y en otras partes.

Grace sabía que no debía haberse irritado tanto con George la pasada noche. En realidad tenía un carácter apacible, salvo que tenía algunos defectos, como el de acariciarla y despertarla por la noche. Siendo doctor debía darse cuenta de que un hombre no hace estas cosas a menos que tenga un propósito definido, y George nunca lo tenía en aquellas horas de la noche.

El recuerdo de la tarde de ayer y de las horas penosas hasta llegar al hospital y enterarse de la verdad le produjo uno de esos acaloramientos y, deslizándose por debajo de la cubierta, Grace se dirigió a la ventana abierta. El aire frío de la noche le dio repentino alivio, pero tomó nota mentalmente de que debía hablar a Jack Hagen acerca del incremento de dosis de hormonas. Jack decía que una mujer no tenía razón para manifestar ningún síntoma de menopausia, si no quería tenerlos, pero en lo más profundo de su corazón sabía Grace que sus trastornos no eran provocados sólo por las hormonas. Estaba aburrida, hastiada hasta la medula de George, del club, de sus amigas, de la lucha constante de Amy por alcanzar la cima en el asunto de los' auxiliares médicos y de Weston.

Soñaba con volver de nuevo a Inglaterra, estar en un «pub» inglés, en el que se puede bromear mientras se toma uno una cerveza lo mismo con un vendedor ambulante de frutas que con un conde y demostrar la habilidad en los dardos frente a los hombres. No habría que preocuparse por el azúcar allí. Si uno tenía diabetes, el servicio nacional de sanidad se haría cargo.

Sin embargo, George había rehusado incluso considerar la posibilidad de volver a Inglaterra. Había dicho que después de haber pasado allí cinco años durante la guerra, le bastaba para el resto de su vida. En realidad Grace había opinado lo mismo cuando se fueron de Inglaterra, destruida y en ruinas a causa de la guerra. Sabía que no volvería a ser otra vez como la recordaba en su niñez. El tiempo se cuidaba de oscurecer los recuerdos, incluso los de amor. Mas ella sentía una apremiante necesidad de algo e Inglaterra estaba lo suficiente lejos para ofrecer un cambio en relación con la monotonía insípida de su vida en Weston, tal vez incluso la oportunidad de hallar un significado en su existencia que no había encontrado en América.

Las mañanas eran frías a principios de septiembre aquí junto a los Great Smokies y, empezando a tiritar súbitamente, Grace regresó otra vez a la cama. No se apoyó en la almohada sino que se desplazó junto a George, buscando consuelo en aquel instante de depresión profunda. Su cuerpo estaba caliente y ella sintió un repentino afecto por él cuando éste alargó la mano y acarició sus muslos desnudos en la parte que había dejado al descubierto el camisón al subirse. Su mano se deslizó por su piel, acelerando su pulso por un momento como en los viejos tiempos, pero entonces dejó de acariciarla dando un suave ronquido, con lo que se dio cuenta de que había estado durmiendo todo este tiempo y que se trataba sólo de un movimiento reflejo. Entonces pensó: «Estoy casada con un hombre viejo y yo misma me hago vieja, sin acertar a encontrar un significado en mi vida».