3

Un gran hospital por la noche es como una ciudad dormida y su población residente se pone a resguardo mucho antes del cambio de turnos a las once. Con todo, se desarrolla una actividad continua y domina un susurro constante, aunque apenas perceptible, sobre el silencio que reina por doquier en los pabellones, pasillos, en las salas con la luz tenue, en las dependencias de gráficos brillantemente iluminadas, en las zonas de servicios y cocinas, donde hierve incesantemente una cafetera después de medianoche para ayudar a mantenerse despiertos durante las largas y solitarias horas de la noche hasta el amanecer a los que están de servicio.

Ya se han facilitado las medicinas de la noche: un narcótico para el dolor, un ligero barbitúrico para el sueño. El tratamiento necesario del día se ha terminado, a menos que el estado del paciente requiera medicación continua, y no volverá a reanudarse hasta el bullicio de la hora de despertarse a las seis de fe mañana.

Un interno o residente con chaqueta blanca se dirige a las dependencias del personal con los hombros caídos por el cansancio tras un día de trabajo que puede haber representado dieciocho horas o más. En el camino cambia un saludo rápido con un médico en prácticas ayudante de obstetricia con su chaqueta recién puesta y que va a atender una emergencia.

En la planta baja del hospital los del turno de noche están ocupados preparando las actividades del día. Carretillas con ruedas de llanta repletas de bandejas de tratamiento, vendas, ropa de color verde para las salas de operaciones y cientos de otros artículos que requieren esterilización, se desplazan por los silenciosos pasillos hacia los sótanos, donde están los gigantescos autoclaves.

En la central de energía, en un rincón del patio del hospital, conectada al edificio principal por un laberinto de conductos subterráneos de agua, calor, vapor, electricidad —la savia vital, cuyo curso debe continuar siempre a través de las arterias del hospital, de día y de noche— hay siempre un técnico de servicio: una caldera está siempre cargada y encendida, y produce vapor para los autoclaves, y agua caliente para esterilizar los utensilios en las salas de servicios y en los sumideros de las cocinas.

Por los pasillos casi silenciosos que comunican las salas, un técnico electricista con herramientas colgando de su cinturón, se apresura a reparar un cortocircuito sobrecargado, apartando la vista cuando se encuentra con una camilla movida silenciosamente en la que yace lo que hasta hace unos minutos era un ser humano viviente y que lleva cubierto el rostro con una sábana mientras el cuerpo es conducido a la morgue. Allí será colocado en uno de los compartimientos de una nevera enorme en espera del cuchillo revelador del patólogo por la mañana.

En una de las habitaciones de partos, el primer llanto de un recién nacido es como las notas de una flauta entre la sinfonía de vida que forma el tema musical de un hospital. En una de las salas de asistencia intensiva se percibe el ruido incesante de una bomba de oxígeno, que infla y desinfla los pulmones que, por una razón u otra, ya no funcionan de común acuerdo, marca el ritmo a los tambores, mientras que el estrépito de algún recipiente metálico al caer añade ocasionalmente el matiz del estruendo de los platillos. El zumbido de una máquina succionadora, que quita el fluido mucoso peligroso para la vida de un corazón fuertemente descompensado es como la nota gutural de un violoncelo.

El motor gruñiente de un camión de leche, abandonando la zona de entrega de la cocina después de descargar la leche, confiere la vibración profunda de una tuba. Una ambulancia, al acercarse a la entrada de la sala de emergencia, tiene un sonido similar a la aguda nota de la gimiente trompeta. Y el ruido de los coches, impacientes por seguir su camino tras el paro a causa del semáforo rojo en la esquina, fluye por las abiertas ventanas como la tonada melodiosa de las trompas de caza y soplido más profundo de los trombones. Incluso los violines hacen su aparición en el grito quejumbroso de un esquizofrénico en la sala cerrada de psiquiatría, incesantemente repetido como un tema loco que se apodera de la melodía y no cesa jamás de escucharse.

Generalmente la sinfonía de un hospital durmiente era una música que a Janet Monroe le gustaba oír. A menudo mientras atravesaba los pasillos al cesar el servicio, solía pararse a escuchar, embelesada por alguna nota aún no escuchada y tratando de adivinar su procedencia. Esta noche, sin embargo, había dado su informe a toda prisa a la supervisora de noche del equipo especial de asistencia intensiva y se dirigía a echar una mirada a Jerry antes de regresar a casa para pasar la noche.

Turbada por el tinte rojizo del pequeño tubo de fluido espinal que Harrison había extraído del cuerpo de Jerry y por sus posibles implicaciones, Janet no oyó una sola nota de la sinfonía del hospital.

La pequeña luz que iluminaba la cama de Jerry desde abajo era suficiente para ver que estaba dormido plácidamente. No lo despertó, pero se inclinó para besarlo ligeramente antes de regresar a la sala de gráficos. Una ojeada a su gráfico Je advirtió que no había habido ningún cambio desde que había estado con él antes, cuando Ed Harrison había realizado la punción espinal y Dave Rogan el examen neurológico. El pulso, la respiración y la temperatura eran normales, y con sólo mirar el gráfico —o a Jerry durmiendo en su camita— era difícil creer que algo estaba amenazando su vida. Y, sin embargo, la anotación clara de Ed Harrison con respecto al color del fluido espinal implicaba que existía el peligro. También se desprendía en la solicitud de Dave Rogan de consultas neuroquirúrgicas y vasculares y también al pedir una pantalla radioisotópica que había demostrado su utilidad revelando anomalías difíciles de identificar.

Janet estaba colocando el gráfico de Jerry en su sitio cuando Jeff Long entró en la sala de gráficos.

—No pude encontrarte en la sala de asistencia intensiva —dijo—. Mi imaginé que te encontraría allí.

—Quería ver a Jerry antes de ir a casa.

—Bajé después que sacamos al doctor McGill de la sala de operaciones, pero Jerry estaba ya dormido entonces.

—Aún sigue durmiendo, pero estoy preocupada, Jeff. ¿Qué puede significar todo esto?

—Perdí la cena. —La cogió del brazo—. Vamos, te acompañaré hasta el snack bar.

—No podría probar bocado…

—Te sentirás mucho mejor después de haber comido uno de los bocadillos de Mabel y bebido una taza de café. Vámonos antes de que caiga muerto de hambre a tus pies.

En el snack bar, Mabel los acogió con una sonrisa y los acompañó a una de las mesas.

—¿Cómo está su hijo, señora Monroe? —preguntó.

—No demasiado bien —dijo Janet—. Lo traje al hospital hace un par de días con espasmos.

—¿Lo trata el amable doctor Harrison?

—Sí, y el doctor Rogan.

—No podía estar en mejores manos. —La confianza de Mabel en el hospital de la Universidad de Weston y en la clínica facultativa era sublime—. Déjenme que les traiga café mientras deciden lo que van a tomar. Les entonará a ambos.

Cuando Mabel hubo tomado nota de sus encargos, Janet alargó inconscientemente la mano al otro lado de la mesa y Jeff cubrió su delicada mano con la suya, sabiendo que ella necesitaba el apoyo de su fortaleza.

—La sangre en el fluido espinal de Jerry, Jeff, significa algo malo, ¿no es cierto?

—No necesariamente. —Sabía que su voz no era convincente.

—¿Qué indica en realidad?

—Es difícil de precisar.

—Dime la verdad, Jeff. Cualquier cosa es mejor que esta incertidumbre.

—Hablé con Ed acerca de ello cuando antes vine a ver a Jerry —admitió Jeff—. Todo lo que se puede decir por el momento es que probablemente se trata de algo congénito.

—¿Algo que yo le contagié? —Fue como un grito de culpabilidad.

—Estás confundiendo las anomalías hereditarias con las congénitas, Jan. Las personas heredan un defecto probablemente porque se transmite dentro de la familia de generación en generación, como el daltonismo o la hemofilia. Congénito significa únicamente algo con que se ha nacido, no tiene que ver con los padres.

—Pero ¿no deja de ser malo?

—No se sabrá hasta que tengamos todos los informes. Por ahora parece que ha parado la hemorragia, pues de lo contrario Jerry seguiría teniendo convulsiones. —Pero ¿puede empezar de nuevo?

Mabel vino con la comida, pero Janet no la tocó de momento.

—¿Podría o no? —insistió.

—Eso es lo que nos preocupa a todos —admitió Jeff Long— pero no debes pensar únicamente que pueda ocurrir lo peor. Lo cierto es que Jerry nació con algún defecto en la circulación alrededor del cerebro o en las meninges que lo cubren. Lo que hemos de hacer ahora es averiguar dónde está el defecto, y curarlo.

—Pero ¿puede curarse? ¿Será como uno de esos niños espásticos que el doctor Rogan examina a veces?

—Los espásticos presentan generalmente el cerebro dañado al nacer —explicó—. Salvo la pequeña cantidad de hemorragia en el fluido espinal cuando Ed hizo la punción, tanto él como el doctor Rogan dijeron que no habían encontrado ninguna anormalidad importante.

—Tal vez si me hubiera quedado en casa dejando de trabajar cuando estaba embarazada, las cosas hubieran cambiado —dijo Janet—, pero siempre necesitábamos dinero para los estudios de Cliff y otros gastos.

—El hecho de que trabajaras o no, no tiene ninguna trascendencia, querida —le aseguró—. Cómete el bocadillo y cesa de hacerte reproches por algo que posiblemente no tenga que ver contigo.

—Son una bonita pareja —dijo Mabel a Abe Fescue, mientras iba retirando los platos después de que Jeff y Janet salieron—. ¡Lástima por su hijo!

—¿No te oí decir que el arreglador de cabezas cuidaba del niño?

—Si quieres decir el doctor Rogan, es cierto. Es un buen doctor.

—¿Te ha visitado alguna vez?

—Naturalmente que no. No tengo nada malo en el cerebro.

—Nunca se sabe —Abe hizo una mueca—. Yo tenía una esposa que padecía asma. Uno de los arregladores de cabezas dijo que era debido a los nervios, pero yo he creído siempre que nació con agua helada en las venas en vez de sangre. Una de las mujeres más frías que he conocido. No me permitía entrar en la cama con ella hasta que me había dado un baño caliente que me dejaba hecho una piltrafa. Lo mismo quemaba que era un témpano.

—Siempre tienes qué decir. —Mabel se inclinó sobre la barra y miró al otro lado de la calle hacia el nuevo pabellón de cirugía—. Me hubiera gustado mucho haber visto al doctor Dieter extraer la bala del corazón del doctor McGill.

—Sí —dijo Abe—. Debe haber sido emocionante, pero ni siquiera la mitad de lo que habrá sido ver llegar al marido con una pistola precisamente cuando uno está…

—¡No seas bruto! El doctor McGill es un caballero muy agradable.

—¡Vaya caballero! ¡Corriendo siempre tras las esposas de los demás! ¿Por qué no sientes lástima por ese tipo Dellman?

—Porque nadie lo aprecia. Todo el mundo sabe que se casó con Lorrie por dinero.

—¿De modo que ahora ya lo tiene?

—¡Bah! Ella no lo hubiera conseguido hasta que muera Jake Porter y a ése aún le queda mucha vida.

—Parece como si Dellman hubiera matado la gallina antes de poner los huevos de oro —dijo Abe—. Con todo el dinero que tiene el viejo Porter, Dellman podría construir un palacio maravilloso.

—Por lo que sé, ya tenía bastante dinero ganado. Por tanto, ¿qué derecho tenía a matar a su esposa y herir al simpático doctor McGill?

—Mejor será que se lo preguntes a Roy Weston la próxima vez que venga por aquí —le aconsejó Abe—. Dices que conoces a su esposa y tal vez tú y la señora Weston podáis reuniros y sacar conclusiones, ya que ambas sois tan aficionadas a los folletines de la televisión.