Capítulo XIII

La operación de Paul McGill había casi acabado, quedando sólo por hacer las suturas, cuando Marisa Feldman atravesó la galería de observación de cristal, con el espectáculo dramático del escenario brillantemente iluminado que abarcaba la mesa de operaciones con el paciente sobre ella, el equipo de cirujanos y asistentes en torno a la misma y en la penumbra con menos luz las enfermeras, los monitores eléctricos que mantenían en observación el funcionamiento del corazón, la presión de la sangre, la respiración y otras funciones vitales y, siempre dispuesta mientras se realizaba una operación del corazón, la bomba que podía hacerse cargo de las funciones de circulación y respiración en caso de emergencia.

El bar del hospital estaba cerrado a estas horas de la noche, como ella sabía, aunque se abría por breve tiempo después de las diez para servir café y bocadillos a las enfermeras que entraban en el turno de noche para el relevo de la noche y para los miembros del personal médico que se quedaban a trabajar en las emergencias. Con una fuerte sensación de hambre —habían pasado ocho horas desde la comida del mediodía—, Marisa abandonó el hospital y cruzó la calle hacia el snack bar espléndidamente iluminado.

El pequeño restaurante estaba sólo medio lleno y pudo seleccionar un sitio con cojines rojos en un rincón. El menú del aparador parecía preparado para niños, y los platos tenían un brillante colorido.

Mabel, la exuberante camarera rubia, colocó un vaso de agua en la mesa, esperando que ella pidiera.

—Todo parece tan bueno —dijo Marisa sonriendo—. Tráigame lo mejor.

—Un filete bien tierno y patatas al horno, Abe. Ensalada también. —Mabel tomó nota de los platos—. ¿Un café ahora, doctora Feldman?

—¿Cómo sabe mi nombre?

Marisa no llevaba el uniforme que diferenciaba las distintas clases de personal del hospital: bata blanca con mangas largas para el personal docente; pantalón y chaqueta blancos para los doctores; uniformes blancos para el personal auxiliar; batas de nylon para las enfermeras, camareras y personal de limpieza, llevando las enfermeras sus cofias que las distinguían de las demás.

—Siendo nueva aquí, no sabrá usted que existe una especie de gaceta en el hospital —dijo Mabel sonriendo—. Tenemos un sistema especial de comunicación con el hospital, la Facultad de Medicina y la clínica facultativa. ¿Quiere usted tener una muestra de los rumores que corren acerca de usted?

—Sí, sí, siempre que no sean demasiado severos.

—Usted tiene buenos informes. —Mabel fue en busca de tres recipientes de vidrio, uno para el agua caliente y dos de color marrón oscuro con café. Sacó una taza y la colocó delante de Marisa—. Usted es la doctora Marisa Feldman. Un nombre bonito, Marisa. Además es catedrática auxiliar de Medicina. —Mabel había estado trabajando con destreza en la nevera mientras hablaba por encima del hombro. Ahora colocó un recipiente de plástico color marrón con ensalada en la mesa y dispuso un cuchillo y un tenedor sobre la servilleta. La cucharita estaba en el plato con la taza de café—. Dicen que es usted extraordinaria.

—¿Quién ha dicho eso?

—Nuestro sistema de comunicación. Una secretaria de la oficina de personal dice una cosa, un técnico del laboratorio otra. Dos internos estaban hablando de usted anoche en la cena. Se juntan todos los datos y en un momento tenemos un expediente.

El café estaba delicioso y también la ensalada. Marisa estaba saboreando ambas cosas cuando la puerta tras de ella se abrió, dejando entrar una bocanada de aire caliente del exterior que se disolvió rápidamente en el frío aire acondicionado del interior del local. Con el rabillo del ojo vio entrar a Mike Traynor. Cuando él la vio, dio un paso a su encuentro; el resto de las mesas estaban ocupadas. Marisa apartó la vista con rapidez con el fin de no alentarle a que viniera. Después de un momento de vacilación, él se encogió de hombros y se dirigió al otro extremo, donde una rubia estaba sentada sola y leyendo un libro.

—¿Le importa que me siente aquí? —le oyó decir Marisa, y cuando la rubia le sonrió y dejó a un lado el libro, recitó para sí una oración de acción de gracias por habérsele evitado la ocasión de ser grosera. Lo último que esta noche pudiera desear era tener que luchar con un joven galanteador.

—Doctor Dieter —oyó Marisa decir a Mabel con entusiasmo cuando la puerta se abrió por segunda vez, dejando entrar otra bocanada de aire húmedo del exterior.

Involuntariamente se puso tensa al oír el nombre, pero se esforzó por relajarse para que él no notara el efecto que producía en ella.

—Me han dicho que usted salvó al doctor McGill —iba diciendo Mabel a Dieter—. Es tan simpático.

—¿Cómo te encuentras, Mabel? —El cirujano y la camarera parecían tratarse familiarmente, una característica de los americanos que Marisa, aun después de dos años de estancia en los Estados Unidos, le costaba trabajo aceptar—. Acabo de realizar la operación, y ya lo sabes todo. Mabel se echó a reír.

—Esta es la encrucijada de Weston, doctor, como aquel lugar entre Times Square y la calle 42 que solía llamar «la encrucijada del mundo».

—Apuesto a que sabes sobradamente lo que pasa al otro lado de la calle.

—Poco más o menos.

—Entonces ya sabrás que el doctor McGill fue en realidad salvado por la doctora Feldman. —Marisa levantó la mirada del plato, al parar Dieter junto a su mesa.

—¿Me permite que me siente con usted, doctora? —preguntó—. Parece que no quedan más sitios.

—Desde luego. —Para entonces había tenido tiempo de controlar su reacción instintiva al acento teutónico de su voz y a los desagradables recuerdos que ésta le producía. Entonces Marisa trató de ser amable—. El rango tiene sus privilegios.

—No quiero abusar del rango, como dicen los americanos —le aseguró—. Si usted prefiere…

—Le ruego que se siente. Trataba de ser graciosa, pero me temo que no lo he logrado. Debe ser mi ascendencia inglesa.

—¿Qué ha pedido usted? —le preguntó Dieter mientras se sentaba frente a ella.

—Un filete.

—Magnífica elección. Yo tomaré lo mismo, Mabel, y el resto como tú sabes.

—Sé exactamente lo que le gusta.

Evidentemente, Mabel lo adoraba.

—Confiaba en que usted no abandonara el recinto de la sala de operaciones antes de que pudiera darle debidamente las gracias por haber salvado la vida del doctor McGill esta tarde —dijo Dieter a Marisa—. Es una excelente persona.

Preparada para sentir repulsión hacia el cirujano, Marisa se vio por el contrario complacida por el elogio, y se puso en guardia contra este sentimiento.

—No hubiera podido extraer la bala del corazón —le recordó ella.

—No estoy seguro de ello. —Dieter removió el azúcar dentro del café—. Sospecho que es usted una persona de grandes recursos; puesto que no habrá honorarios, ¿qué le parece si compartimos el mérito?

—El enfoque es ciertamente original —dijo ella con cierta sequedad, pero Dieter sólo hizo una mueca. Al parecer no era hombre fácil para recibir insultos.

—¿Y la intención? —preguntó Dieter—. ¿Se ha parado usted a considerarla?

—La de siempre, imagino.

Él sacudió la cabeza.

—Tengo el presentimiento de que nada en usted es exactamente lo que podríamos llamar corriente, doctora Feldman, y espero que de mí pueda decirse lo mismo. ¿Nos comprendemos, pues?

—Perfectamente.

—Bien. Esto evita una cantidad de molestias y de tiempo.

—No esté seguro de eso.

—En medicina evitamos utilizar dos palabras: siempre y nunca. Sigo la misma norma en mi vida personal.

El filete de Marisa llegó en aquel momento. Era pequeño, pero grueso y tierno, con las patatas doradas y un panecillo tostado con mantequilla.

—Por favor, cómase la cena —le apremió Dieter—. La comida se le va a enfriar.

Lo mismo que la ensalada y el café, el filete, las patatas y el panecillo eran deliciosos y estaban perfectamente cocinados:

—Es bastante mejor que la comida inglesa a la que estuve acostumbrada —admitió Marisa.

—Lo mismo puede decirse del sauerbraten alemán o del bigos. —Vio el dolor repentino de sus ojos al mencionarle su plato favorito y dijo rápidamente—: Perdóneme si la he ofendido.

—Mis familiares eran judíos polacos; han muerto todos ya.

—Lo ignoraba.

—Mi hermano mayor fue teniente del ejército polaco. Los nazis lo ejecutaron.

—¿Por eso se muestra usted hostil hacia mí?

—¿Me he mostrado hostil, doctor?

—Quizá me he confiado demasiado, especialmente teniendo en cuenta que nos conocemos desde hace tan poco tiempo. Mabel me encuentra irresistible y confiaba que usted también lo haría. De todos modos tenemos mucho tiempo, puesto que somos colegas de profesión. ¿Le gusta Weston?

—Mucho… hasta ahora.

—Soy un hombre muy llano. —No le había pasado inadvertida la inflexión de su voz—. Pero sospecho que usted lo es también. Estoy seguro, pues, de que nos llevaremos bien.

Llegó la comida de Dieter y él empezó a engullirla, esforzándose luego por comer más despacio.

—Debe usted excusar mis modales en la mesa —dijo—. Estuvimos tanto tiempo con poca comida en Alemania Oriental que aún ahora en América, donde hay mucha, no puedo evitar comer como un animal.

La palabra hirió los sentidos de Marisa como el sonido de una campana de alarma, haciéndola recordar los animales humanos que hablaban el mismo idioma que este hombre había aprendido a hablar de niño.

—Mi padre fue catedrático de la Universidad de Francfort, pero no éramos nazis —continuó—. Yo era demasiado joven para ingresar en el ejército cuando empezó la guerra y a causa de mi deseo de ser médico, los nazis me permitieron asistir al instituto y a la universidad. Cuando los rusos ocuparon Alemania Oriental, mi padre tuvo la suerte de encontrar entre los oficiales de las tropas rusas de ocupación un amigo que había sido catedrático antes de la guerra. Él se preocupó de que se me permitiera acabar los estudios de Medicina y tuve la oportunidad de trabajar en la clínica de cirugía vascular de la Universidad de Moscú.

Vació su taza de café, pero Mabel compareció al momento para rellenar ambas.

—¿Le gustaría tomar postre? Hay un pastel que es especialidad de la casa.

—No debería, pero…

—Indudablemente usted no debe preocuparse de las calorías o del colesterol. Traiga dos, Mabel.

El pastel era, en efecto, todo lo que él había dicho: apetitoso, exquisito y relleno de chocolate. Habiendo comido satisfactoriamente, Marisa se dio cuenta de que requería toda su voluntad para oponerse al poderoso encanto de Dieter y se acordó de que era alemán y de las razones por las que odiaba a los alemanes como raza.

—Estoy convencido de que usted sabe —dijo— que los rusos ya realizaban todo género de procedimientos quirúrgicos experimentales muy avanzados en los laboratorios de Pavlov en tiempo de los zares.

—Estudié los experimentos de Pavlov en Inglaterra.

—Recientemente inventaron una maravillosa máquina para cerrar los vasos sanguíneos en el curso de la cirugía vascular. Me las arreglé para pasar una cuando escapé.

—Si usted hacía lo que deseaba en Rusia, ¿por qué se marchó de allí? —preguntó—. Yo creía que los rusos daban considerable libertad a los científicos.

—Yo gozaba de una libertad relativa en Rusia. Sin embargo de vez en cuando veíamos revistas americanas de medicina y, cuando me di cuenta de que los americanos avanzaban más deprisa en mi campo que los rusos, decidí huir a Alemania Occidental y venir a América. Era relativamente fácil antes de que se construyera el muro de Berlín.

—Recuerdo muy bien lo que pasaba en Alemania Oriental —dijo Marisa, sin hacer ningún intento por ocultar la dureza de su voz.

—Su acento es inglés. ¿Cómo fue usted a parar allí?

—Era una niña en Polonia cuando los ale… los nazis llegaron. Mataron a mi hermano, pero mi madre y yo escapamos a Inglaterra con las fuerzas de liberación polacas. Ella murió allí, pero mi padre quedó encarcelado en Alemania. —La voz de Marisa aumentó en dureza a pesar de su determinación de ser agradable—. Usted estaba a salvo en la escuela, por eso no puede imaginar la vida para una chica en aquellos campos de concentración, sobre todo para una chica judía.

—En un hospital de Rusia vi a algunos de los que fueron, liberados por los rusos cuando invadieron Alemania.

—Por favor, no hable de ello si le produce pena.

—El odio acumulado en mi interior desde hace tanto tiempo hace que me resulte difícil hablar de ello incluso ahora —admitió.

—En especial, con un alemán. ¿No es cierto?

—Sí.

—Pero ahora ambos somos americanos. Eso queda en el pasado.

—Todo excepto los recuerdos.

—Con suerte se esfumarán con el tiempo. Usted ejerce la profesión que le gusta, exactamente como yo. Eso es lo más importante.

—Creo que usted no tiene tanto que olvidar.

No podría decir por qué le estaba hablando de cosas que no había expresado durante tanto tiempo, pero en cierto modo sentía que debía hacerlo y que él lo comprendería.

—Al principio ignoraba que mi padre vivía —continuó ella—. Cuando me enteré, después de haber estudiado Medicina en Inglaterra, regresé a Alemania Oriental para intentar sacarlo de allí, pero me cogieron prisionera. Mi padre padecía de angina de pecho en estado avanzado y los alemanes no querían darle la medicina para aliviarle, de modo que compré la droga yo misma.

—¿En la prisión?

Los ojos de él no se apartaban de los de ella.

—Sí, con la única moneda que disponía entonces.

Absortos en la conversación, no se dieron cuenta del sonido entrecortado de sorpresa que emitió Mabel, que había logrado escuchar a pesar de desplazarse de un lado a otro de la barra, sirviendo a los escasos clientes que quedaban ahora.

—No me sorprende que odie a los alemanes —dijo él con suavidad.

—No tenía ningún derecho a contarle esto. Le ruego me perdone.

Marisa se levantó de repente de su asiento.

—Hágalo… siempre que lo necesite. —Se levantó también y cuando ella hurgó en el bolso, se apresuró a decir—: Por favor, déjeme…

—No —dijo ella con voz aturdida—. Soy perfectamente capaz de mantenerme.

Él se retiró para dejarla pasar hacia la caja, donde Mabel hacía la cuenta.

—Naturalmente que lo sé —dijo él con gentileza—. Buenas noches, doctora Feldman. Lo siento si la he ofendido.

—Buenas noches.

Pagó la cuenta y casi echó a correr desde el interior iluminado del snack bar a la oscuridad de la calle en el exterior.

Hacía mucho tiempo que no había llorado, desde aquella noche que se dirigió tambaleando al dormitorio de la prisión después de la primera visita a las dependencias del comandante.

—Es una chica muy bonita —dijo Mabel al dar el cambio a Dieter.

—Muy bonita y con muchos problemas. —Dieter retrocedió hasta la mesa y dejó una propina espléndida—. Inquietada por cosas que aquí en América no podéis siquiera imaginar, pero creo que volverá a encontrarse a sí misma.

—¿Con su ayuda?

—Con mi ayuda, si ella me deja. Buenas noches, Mabel.