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Desde el lugar donde estaba sentada en la pequeña sala de espera junto a la sala de asistencia intensiva especial, Elaine McGill vio pasar la camilla. Jeff Long iba delante y sonrió para darle ánimos, pero Paul iba rodeado por tantos aparatos —los tubos y botellas de dos equipos intravenosos transportados por dos enfermeras de la sala de operaciones que acompañaban a la camilla, las conexiones para el electrocardiógrafo, las mantas que cubrían su cuerpo— que no pudo ver su rostro. Era tan escalofriante como la espera misma. Sin embargo, ni siquiera intentó ir a su habitación, sabiendo que todos estarían demasiado atareados allí para ocuparse de ella. Unos minutos después Antón Dieter paró a la puerta de la sala de espera.

—Soy el doctor Dieter, señora McGill —dijo—. Nos conocimos el pasado año durante una recepción en casa del doctor Hanscombe.

—Lo recuerdo. Fue poco después de su llegada a Weston.

—Su marido responde bien. Pudimos extraer la bala con relativa facilidad —de su bolsillo extrajo una bala brillante de acero y la sostuvo en la palma de su mano para que ella la viera—. Lógicamente las autoridades precisarán de ella.

—A mí de nada me sirve —dijo Elaine con voz trémula—. ¿Cuánto tardará en despertar?

—Eso depende de varios factores. Su marido estuvo clínicamente muerto durante cierto tiempo, señora McGill, sin respiración y sin pulso perceptible. Ignoramos la duración de ese período, pero no cabe duda de que las células del cerebro se quedaron sin oxígeno por algún tiempo.

—¿Entonces, podría haber todavía…? —Se interrumpió al recordar repentinamente un caso que había leído sobre un enfermo, cuyo corazón había cesado de latir en el curso de una operación. Aunque finalmente revivió, jamás había recobrado el conocimiento y había vivido durante años en estado de coma—. ¿Entonces podrían presentarse aún complicaciones?

—Desde que la doctora Feldman lo reconoció y prescribió el tratamiento de emergencia, su marido ha respondido bien. Tenemos en consecuencia, todos los motivos para pensar que se recobrará por completo —le aseguró Dieter.

—Pero ¿no es seguro?

—Me temo que no.

Cuando Dieter se alejó, se encaminó a tientas hacia una silla de la pequeña sala de espera. Hasta ahora, todo se había centrado en la dramática operación y no había ni siquiera imaginado la posibilidad de que ya se hubiera producido un daño mayor antes de la operación que podría ser irreparable, a pesar de que se habían utilizado todos los recursos que podía proporcionar un gran hospital para salvar la vida de Paul. Nadie podría asegurar ahora el tiempo preciso para saber si el cerebro había sufrido daños, ya que no existía medio para averiguarlo hasta que él recobrara el conocimiento o siguiera en estado de coma. Hasta ese momento, sólo podía esperar y rezar.

Seguía aún sentada en la pequeña sala de espera cuando Jeff Long salió de la habitación de Paul. Desde su silla podía observar la imagen de televisión en circuito cerrado de la habitación en uno de los tubos monitores, y debajo de ésta, la línea destellante que señalaba el funcionamiento del corazón tal como era registrado por el electrocardiógrafo. Janet Monroe le había explicado el desarrollo del sistema y que era mejor para ella no permanecer en la habitación de Paul, donde las enfermeras e internos estarían ocupados observando su estado postoperatorio, pero que podía verle en todo momento a través de los tubos monitores.

Jeff Long le había sido presentado como anestesista. Se paró unos momentos a conversar con la enfermera de recepción, luego se acercó y se sentó junto a Elaine.

—Jan… la señora Monroe, me dice que está usted preocupada por el doctor McGill —dijo—. No tiene por qué preocuparse, aunque es posible que tarde varias horas en recobrar el conocimiento.

—El doctor Dieter me ha dicho que ustedes no sabrán hasta entonces si… si estará en posesión de todas sus facultades.

—¿Por qué no cruzar el puente cuando llegamos a él si no nos queda otro remedio? —le dijo para infundirle ánimos—. Lo importante ahora es que ha salido bien de la operación.

—Entonces, ¿por qué le administran oxígeno y todo lo demás si el doctor Dieter le extrajo acertadamente la bala?

—Son medidas de protección —explicó él—. La bala penetró en el lado derecho del corazón. Tal vez lo entendería si le hago un esquema.

—Estoy segura de ello.

Se dirigió a la mesa de dibujo y regresó con una hoja de papel en blanco y un lápiz de dibujo. Con rasgos rápidos hizo un dibujo del corazón con las cuatro cámaras separadas por la partición central llamada septo.

—Afortunadamente la bala no choco en su recorrido con ningún cuerpo sólido, como hubiera sido una costilla e incluso un cuerpo metálico —explicó—. En caso contrario podía haberse ramificado y producido una herida mucho peor. El orificio por donde penetró la bala en el corazón era muy pequeño y se precisaron muy pocas suturas para cerrarlo.

—¿Fue muy difícil?

Jeff Long sonrió.

—No para el doctor Dieter. El realiza operaciones del corazón con la misma facilidad que muchos cirujanos lo hacen con las de apéndice; con todo haremos lo posible para que no quede ningún cabo suelto. Le estamos inyectando heparina en la sangre para impedir que se formen coágulos en el punto del músculo en que la herida se cerró. Observamos también que no se interrumpa el sistema de comunicación en el corazón por hinchazón o hemorragia.

—Lamento decirle que no entiendo nada. En el esquema que había hecho de las cámaras del corazón, Jeff Long bosquejó con un lápiz lo que parecían las ramas de un árbol, que se extendían a través del músculo de las cuatro cavidades del corazón. Un tronco central atravesaba el septo, del que ya le había hablado, separando el lado derecho del izquierdo.

—Estos podrían denominarse los circuitos telefónicos del corazón —explicó señalando el dibujo, parecido a un árbol, que había dibujado—. Cada uno de los latidos nace en un punto central situado arriba en la aurícula derecha, la pequeña cavidad superior. Este se extiende por medio de estas ramas que he dibujado y hace que ambas aurículas se pongan en contacto, llenando los ventrículos de sangre durante la primera mitad del latido. Al propio tiempo, el impulso eléctrico del latido se ha ido desplazando por este tronco de tejidos que he dibujado a través del septo —en este momento señaló el tronco—, antes de desparramarse por los ventrículos, haciéndolos palpitar.

—Esto parece algo complicado.

—Sí lo es la primera vez que se ve. En la práctica no es más complicado que el teléfono, y tal vez no tanto. —De nuevo se dirigió al dibujo—. A causa de que el canal principal del impulso nervioso del latido transmitido a los ventrículos atraviesa el septo, es una zona muy vulnerable y la hinchazón o la hemorragia en un espacio tan estrecho puede hacer presión en los tejidos nerviosos desplazando el impulso e interceptando el mensaje.

—¿Produciendo la muerte? —preguntó ella inmediatamente.

—Posiblemente, si no se está preparado para evitarlo. Generalmente los ventrículos recobran inmediatamente su propio ritmo, si bien éste es más lento que los impulsos transmitidos desde las aurículas, que producen el latido normal. Sin embargo en el caso de que no empiecen a funcionar en seguida, todos los que trabajan en la sala de asistencia intensiva saben manejar el restablecedor de ritmo cardíaco.

—¿A qué clase de aparato se refiere?

—Se trata de un dispositivo que estimula el corazón desde el exterior haciendo pasar una pequeña corriente eléctrica a través del músculo. El doctor Dieter lo utilizó en la sala de emergencia cuando ingresó su marido.

—Creí que la doctora se había ocupado de él allí.

—Indudablemente la doctora Feldman salvó la vida de su marido, retirando la sangre del espacio que rodea el corazón. El doctor Dieter llegó poco después e hizo funcionar el corazón de nuevo con el dispositivo mencionado.

—¿Es probable que se produzca la hinchazón de que me habló?

—Creemos que no. Por el momento no existen indicios de ello, y como le hemos dicho, no dejamos nada al azar. El oxígeno que le administran liberará la carga de su corazón, la heparina impedirá la coagulación, y estamos preparados si se produce una obturación.

—Por lo que veo lo tienen todo previsto.

—Prácticamente todo. El doctor McGill está en excelentes condiciones ahora y no hay motivo para que usted siga aquí, aunque puede hacerlo si lo desea.

—Usted preferiría que no lo hiciera, ¿no es así? —Elaine había comprendido la intención del doctor.

—Eso depende de sus sentimientos con respecto a lo que ocurrió esta tarde.

—¿Qué quiere usted decir?

—Me preocupo por su marido, señora McGill. Está bajo mis cuidados hasta que se recupere por completo de los efectos del anestésico. Hasta el momento todo va saliendo bien, pero en casos como éste puede alterarse el equilibrio del paciente por algo aparentemente tan insignificante como es un trastorno emocional.

—¿Está usted preocupado por si hago una escena? —Quiero estar seguro de que usted no la hará, al menos hasta que desaparezca cualquier probabilidad de que esto pueda perjudicar su corazón.

—Lo único que deseo a mi marido es que se restablezca, doctor Long. Quisiera quedarme aquí para decírselo cuando recobre el conocimiento.

—Entonces ambos perseguimos el mismo objetivo. —Jeff Long sonrió—. Hay un diván en una pequeña habitación al final del pasillo. El interno de guardia duerme allí cuando tenemos un caso crítico. ¿Por qué no se echa y descansa un poco?

—¿Puedo hacerle una pregunta más?

—Naturalmente.

—He oído decir que los estudiantes llaman a mi marido el viejo dermatógrafo. ¿Puede decirme la razón?

—Es un apodo cariñoso. El doctor McGill es extremadamente agudo y prudente. Nos enseña que la piel refleja todos los estados del cuerpo, incluyendo el equilibrio emocional. Si no fuera por mi extraordinaria vocación como anestesista, hubiera solicitado hacer las prácticas en su servicio.

—Gracias, doctor Long. Me imagino que es el mejor elogio que usted podía hacer de él.

—Lo es en efecto. Ahora será mejor que descanse para que esté preparada para verle cuando recobre el conocimiento.

—No creo que pueda dormir después de lo ocurrido.

—Me ocuparé también de eso —le prometió—. La señora Monroe le dará un Nembutal.

—Si usted cree que me ha de ir bien…

—Esta es mi receta —le dijo jovialmente—. Confíe en nosotros. Ya sabe usted que somos profesionales en estos asuntos.

Elaine pensó, mientras yacía en el estrecho diván de la pequeña habitación, esperando el efecto de la cápsula amarilla, si podía realmente dejarlo todo en sus manos. Hasta esta tarde había dejado que Paul tomara las decisiones más importantes tal como él creyera conveniente, pero ahora no sólo tenía que pensar en su propia vida y la de él sino también en la criatura, que era todavía una sola célula formada en el interior de su cuerpo poco menos de cinco horas antes.

Por un instante se preguntó si debía contarle lo acaecido aquella tarde, pero desechó la idea inmediatamente. Paul era orgulloso y nada podía herir el orgullo de un hombre con más rapidez o efectividad que el conocimiento de que su mujer le había sido infiel. No sentía remordimientos por su parte, pues lo que había hecho formaba simplemente parte de su necesidad biológica de quedar embarazada, sin cuyo hecho ninguna mujer podía sentirse realmente completa. Sabía, sin embargo, que no podía esperar que Paul lo viera de la misma forma.

El hecho de que Paul había sido sorprendido «in flagranti» delito con Lorrie Dellman y el escándalo que su acción había provocado no constituía por otro lado un paliativo de su acción. El hombre, aunque monógamo por costumbre e incluso por la ley, no era en realidad una criatura monógama y la naturaleza tampoco había pretendido que lo fuera. ¿Cómo se explicaba de otro modo que hubiera más hembras en la especie humana que machos?

Conociendo a Lorrie y recordando la apuesta que había tratado de hacer con ellas aquella tarde en casa de Amy, Elaine no estaba del todo segura de que Paul hubiera sido el seductor aquella tarde. Para Lorrie, él representaba una conquista que no había podido lograr hasta entonces. La misma Elaine se había preocupado en ese sentido manteniéndolo apartado de los demás en los congresos médicos y evitando que bebiera en demasía, costumbre muy arraigada en su círculo de amistades. En cierto modo estaba convencida de que Lorrie se las había arreglado para atraer a Paul a su casa aquella tarde y a partir de aquel momento había ella tomado la iniciativa. Fue una mala suerte que Mort hubiera escogido aquel preciso momento para reivindicar su honor.