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—Otra vez has bebido más de la cuenta, Grace —fueron las primeras palabras de George Hanscombe al entrar en la sala de estar después de la acostumbrada ducha nocturna a continuación de la cena. Situado en una calleja en las afueras de Sherwood Ravine, el bloque era espacioso y la casa grande y cómoda, como todas las casas de aquella zona.

Cruzando hacia el salón, donde un pequeño bar ocupaba una de las esquinas, se sirvió una buena cantidad de whisky, su bebida favorita, echó soda y agitó el contenido con una barra de vidrio. Estaba habituado a tomar las bebidas sin hielo desde su estancia en Inglaterra, una de las pocas costumbres inglesas que encontraba de su agrado.

—¿Por qué no he de beber?, ¿no lo haces tú? —Grace estaba cansada y de mal humor. El incidente con Maggie MacCloskey en el club, aparte de acompañarla al hospital y luego la preocupación por si había sido George quien había recibido los disparos, era algo superior a sus fuerzas, teniendo en cuenta que todo había sucedido en la misma tarde.

—Vamos, Grace. Ya sabes que tienes diabetes.

El tono tranquilo de George la enfurecía aún más que las palabras que le había oído pronunciar infinidad de veces con el mismo sentido de reprensión. Por otra parte su caso no era grave y además no había probado el azúcar en un año por lo menos.

—¿Quieres decir que debo privarme de todo? —preguntó indignada—. Para eso más me valdría estar muerta.

—Vamos, Grace —dijo George con el mismo tono indulgente—. Tienes una bonita casa y además el club y tu trabajo en el hospital bastan para mantenerte ocupada.

Dos veces por semana, vestía un uniforme y cofia de color azul y llevaba un carrito con revistas, dulces y artículos como papel de escribir, sobres y bolígrafos de una a otra sala del hospital, vendiéndolos a los pacientes. Constituía parte de las actividades de un servicio situado en el primer piso del hospital. Las ganancias iban destinadas a crear becas para las estudiantes de enfermera en la Universidad.

—Prefiero volver a ser camarera —dijo con furia, no ignorando que conseguiría alterarlo de este modo. En las ocasiones en que a ella se le ocurría hacer mención a su pasado empleo, George la corregía siempre diciendo que había sido camarera en un restaurante, lo que se acercaba más a la verdad. Su trabajo en realidad había sido atender a los clientes en un bar londinense de gran categoría, ayudando a las camareras cuando había demasiado público para servir a todos con rapidez.

—Tú no fuiste camarera, Grace —dijo George, tal como ella esperaba.

Cogiendo una revista, se sentó en una butaca frente al televisor. Quince minutos después de empezar el primer programa estaría durmiendo, roncando quedamente con la boca abierta.

—¿Te avergonzarías de mí si lo hubiera sido? —preguntó Grace.

—No lo sé. —Abrió la revista—. Jamás me detuve a pensarlo.

—No te avergonzaste antes de casarnos —dijo con súbito enojo—. Recuerdo lo impaciente que estabas por acostarte conmigo.

George siguió leyendo la revista como si no hubiera oído nada.

—Dime la verdad, George, ¿tuviste alguna vez relaciones con Lorrie Dellman? Desviando la mirada hacia la revista dijo:

—¿Decías algo, querida?

—Te preguntaba si te habías acostado alguna vez con Lorrie Dellman.

—¡Naturalmente que no! ¿Qué te hizo concebir esa idea?

—Todos tus amigos lo hicieron. ¿Por qué no tú, George?

—No demuestres esa falta de respeto por los muertos —dijo George con severidad.

—No hablo mal de ella, incluso la admiro. Después de todo hizo lo que deseaba y cuantas veces le apeteció.

Él se encogió de hombros y siguió leyendo sin hacer comentarios.

—Tú eres más o menos de la misma edad de Paul McGill, pero él es mejor que tú, George —dijo Grace.

—¿Por qué dices eso?

—Paul tuvo una experiencia sexual el miércoles. Tú sólo las tienes los sábados y aun así podrías hacerlo mejor.

—No seas grosera, Grace. ¿Qué diablos te ocurre? Pensó con satisfacción que por fin había conseguido hacerle saltar. A los hombres no les agrada que les digan que son inferiores a otros, especialmente en cuestiones sexuales.

—Estoy hastiada de hacer lo mismo día tras día y noche tras noche; eso es todo. —Por fin surgieron las palabras, brotando como una inundación incontrolable—. Estoy cansada de ser diabética a medias. ¿Por qué no todo o nada? Estoy aburrida de quedarme en casa por las noches esperando que regreses de las asambleas médicas, y más aún de estar en casa por las noches en tu compañía sin que me dirijas la palabra porque te pones a roncar delante de ese maldito televisor. Estoy cansada de jugar al golf y al bridge en el club, de ver las mismas caras de siempre, de tratar siempre los mismos temas.

Él estaba otra vez enfrascado en la revista. Por eso se permitió lanzar un nuevo ataque.

—¿Por qué no pudiste ser tú quien estaba esta tarde con Lorrie, George? —preguntó Grace.

—¿Cómo?

—¿Tal vez porque es miércoles en lugar de sábado? ¿Es que tus órganos funcionan sólo durante una hora el sábado por la noche?

—Ya está bien, Grace. ¿Quieres decirme qué te pasa?

—Nos estamos haciendo viejos, George. La vida se nos escapa. ¿Qué ha sucedido con las promesas que me hiciste en Inglaterra? ¿Las que solías utilizar para inducirme a acostarme contigo?

—Por lo que puedo recordar, no tenía demasiado trabajo en convencerte —dijo en tono airado.

—No nos queda ya mucho tiempo, George. —En estos momentos estaba a punto de llorar—. ¿Por qué no podemos disponer de parte de nuestro dinero, tomar parte en un crucero, hacer un viaje a Inglaterra?

—Basta, Grace. Ya hemos discutido eso antes.

—¿Por qué no a Río de Janeiro? El mes próximo se celebrará allí un congreso internacional de cardiología. Hemos recibido un folleto de una agencia de viajes.

—Sabes que tengo responsabilidades, Grace, y que debo dar clases.

—Los demás asisten a muchos congresos de medicina. En Ja Facultad tenéis personal preparado que podría hacerse cargo de tus clases. Además les alegraría tener esa oportunidad.

—Eso está descartado —dijo él secamente.

—Esa es la razón por la que jamás haces vacaciones, salvo para jugar al golf y al bridge en verano en lugares como Deerslayer Lodge, cuando han terminado las clases. Tienes miedo de que alguno de esos jóvenes brillantes vaya a ser mejor doctor que tú, George. Todo el mundo en el hospital sabe que no les das ocasión de lucirse.

—Grace —dijo él con dureza—. Me niego a seguir escuchando esas nimiedades.

—Tienes que escucharme, George. Estamos casados para bien o para mal y Dios sabe que las cosas pueden empeorar.

En este momento estaba llorando. Entonces él, sin saber qué hacer, trató de darle unas palmadas en el hombro, pero ella apartó su mano.

—¿Por qué no hablas con Dave Rogan, cariño? —sugirió pero cuando los hombros de ella se pusieron tensos, se apresuró a añadir— o con Jack Hagen. Después de todo, la menopausia…

—Las mujeres ya no tienen menopausia. Eres un doctor de pacotilla, si no sabes eso. Los ginecólogos nos dan hormonas y el paso del tiempo no deja en nosotras las huellas características. Es la fuente de la juventud; las mujeres podemos conservarnos jóvenes toda la vida. Únicamente los hombres envejecen.

—Ya vuelves a decir necedades.

—Leí un informe de un doctor respecto a esto. Afirma que no existe menopausia masculina, que todo es imaginación vuestra. Por tanto, ¿por qué no has de poder hacerlo en miércoles, como Paul McGill? ¡Qué envidia me da Elaine! —Se levantó rápidamente del sofá y corrió hacia las escaleras que conducían a los dormitorios—. Buenas noches. No, George. Esto no puede traer buenas consecuencias.

Estaba dormida cuando él subió al dormitorio, exactamente a las diez como siempre, como tampoco se despertó cuando él se echó al otro lado de la cama de matrimonio.