La aparición del cirujano ejerció una poderosa influencia tanto en la galería de observación como en el quirófano, creando un estado de tensión en los presentes. Los de la galería se inclinaron hacia delante para observar aun cuando Dieter se estaba colocando únicamente la bata y los guantes. Marisa se sintió partícipe de la tensión de los demás, sin darse cuenta de que el hombro de Mike Traynor se apretaba contra el de ella hasta un punto que no justificaba el elevado número de personas que ocupaban la galería. Una mujer bonita estaba acostumbrada a estas cosas, en especial si vivía en un mundo habitado mayormente por hombres, como era el de la medicina. En el piso de abajo, Dieter había concluido la colocación de la bata y de los guantes. Miró hacia la galería de paredes de cristal, desplazándose sus ojos por la hilera de estudiantes e internos hasta que encontraron los de Marisa en el centro del grupo. Al cruzarse sus miradas, notó ésta el impacto de su personalidad a través del espacio, a pesar de estar separados por los cristales de la sala de observación, como lo había notado abajo en la sala de emergencia aproximadamente una hora antes.
Siendo realista por temperamento, no podía negar la atracción que había experimentado hacia Dieter la primera vez que entró en contacto con él. Con todo, al propio tiempo, algo muy profundo en su interior la apremiaba a oponerse a esa atracción una especie de antagonismo intrínseco excitado por su basto acento alemán, cuando él le había hablado abajo.
Marisa no dudaba por un momento que Antón Dieter trataría de reunirse de nuevo con ella, como sabía también por el contacto del hombro de Mike Traynor con el suyo de que a este último nada le complacería más que si ella le invitaba a su apartamento. Esto formaba parte del sexto sentido que toda mujer posee, el conocimiento instintivo de que un hombre se interesaba por ella movido por una apremiante necesidad de contacto sexual, que no era después de todo sino la fuerza vital que sostenían las relaciones entre hombres y mujeres, sin importar demasiado las circunstancias de su encuentro.
En cuanto a lo que iba a hacer con respecto a la agresividad jactanciosa de Mike Traynor y a la sutil insinuación, cuando la mano de éste se deslizó de su rodilla para tocar su pierna, tampoco tema duda alguna. Las relaciones románticas entre estudiantes y miembros del cuerpo facultativo no podían provocar más que disgustos, y, por otra parte, a pesar de su presencia y de su energía puramente animal, no se sentía atraída hacia Mike Traynor.
Admitió, sin embargo, que la cosa cambiaba con respecto a Antón Dieter, mientras le observaba preparándose concienzudamente para una intervención quirúrgica importante. Lo que había nacido entre ellos era una complicada fuerza de atracción y repulsión, una fuerza que podría alcanzar mayor profundidad de lo que implicara un encuentro sexual fortuito, y que podía mantenerse incluso a un nivel distinto, si ella deseaba. Con todo, mientras observaba la compacta figura que ocupaba el centro de la escena allí abajo, como lo había hecho antes en la sala de emergencia, no le cabía la menor duda de que tenía que hacer frente a esa elección así como de que Antón Dieter iba a realizar en breve otro de los milagros quirúrgicos por los que había adquirido una enorme reputación. Lo que le preocupaba es que tal vez debería tomar la decisión antes de que estuviera emocionalmente preparada para ello, y lo que era más importante, físicamente.
Ante este ultimo pensamiento, Marisa se sintió sobrecogida por un antiguo temor, el horror que ella había confiado en dejar tras de sí, al abrirse las puertas de la prisión de Frondheim, pero que sabía debería combatir otra vez en breve. Impulsada por unas ansias repentinas de huir, de aplazar por un poco al menos el inicio del conflicto definitivo con su desenlace traumático ya familiar, empezó a levantarse de su asiento para abandonar la galería de observación, pero en aquel momento, una de las enfermeras del quirófano enchufó el micrófono que arrastraba desde el interior de la bata de Dieter en una clavija situada en el suelo y su voz, resonando por los altavoces a cada extremo de la galería, la hizo sentarse de nuevo.
—El doctor Hagstrom, cirujano en prácticas, es mi ayudante en esta operación —anunció Dieter—. El doctor Jeff Long, practicante anestesista, está al cargo de la más importante faceta de nuestras actividades. El aparato que ven ustedes al lado de la mesa de operaciones es un oxigenador de discos, llamado comúnmente bomba de corazón-pulmón. Confiamos en que no nos veremos obligados a utilizarlo, pero hemos de estar preparados si se da el caso.
—Una producción Weston-Dieter —dijo un interno desde el fondo de la galería, haciendo una imitación prodigiosa de la voz del cirujano— fotografiada en maravilloso Medicolor.
Marisa empezó a relajarse mientras una oleada de carcajadas inundaba la galería. El proceder de Dieter era algo teatral ciertamente, pero sabía que muchos grandes catedráticos dramatizaban deliberadamente con el fin de captar la atención de los estudiantes.
El primer ayudante había acabado ahora de pintar toda la parte expuesta del abdomen e ingle del paciente con un antiséptico marrón rojizo. Al acabar de untar una zona, el interno que actuaba como segundo ayudante aplicaba una segunda capa de la solución destinada a destruir las bacterias que existen siempre en la piel. Acabada la unción, ambos hombres retrocedieron y Helen Straughn se acercó a la mesa con un vaporizador «Aerosol» en la mano. Desplazando el vaporizador en velocidad uniforme hacia arriba y hacia abajo, cubrió toda la zona de la piel expuesta con una abundante dosis del contenido del mismo.
—La señorita Straughn está aplicando un compuesto adhesivo —explicó Dieter por el micrófono que descansaba sobre su pecho debajo de la bata—. Dentro de un instante cubriremos toda la zona con una sábana transparente de plástico, empezando a cortar los vendajes precisos con el fin de acelerar nuestro trabajo.
Mientras Dieter hablaba, Jeff Long se ocupaba de introducir en la boca del paciente un laringoscopio. Este instrumento, consistente en un tubo metálico con una luz en su extremo, le permitía deslizar un tubo de goma con un pequeño puño y éste con un globo en su extremo, directamente a través de la laringe del paciente hasta la tráquea. Quitando el laringoscopio y dejando el tubo en su lugar, infló rápidamente el pequeño tubo alrededor del mismo —situado ahora profundamente en la tráquea del paciente— para formar una obturación impermeable al aire. De esta forma el aire podía sólo entrar y salir de los pulmones por el tubo intratraqueal, pudiendo mantenerse la presión dentro del tórax una vez estuviera abierto en el curso de la operación.
Dieter se adelantó entonces hacia la mesa para tomar un lado de la sábana de plástico transparente que le entregó la enfermera. Cari Hagstrom tomó el otro y la desenvolvieron, echándola sobre la piel expertamente pintada del herido y alisándola sobre el abdomen y la ingle, donde quedaba sujeta gracias al adhesivo que Helen había vaporizado. En torno a la zona recubierta de plástico, colocaron toallas y sábanas esterilizadas, de un color verde pálido como los uniformes de los doctores y enfermeras, de los vendajes y de las batas, con el fin de aliviar la tensión de las brillantes luces de la sala de operaciones sobre los ojos.
—Se trata de una herida de bala en el corazón. —Dieter elevó su mirada una vez más hacia la galería de observación—. Los rayos X muestran que la bala está todavía alojada en el corazón. A juzgar por la posición de la herida de entrada, se halla al parecer en el ventrículo derecho. —En este momento señaló una mancha rojiza en el tórax de Paul McGill, un poco a la derecha del centro y casi a la altura de la tetilla derecha.
En la pared de la sala de operaciones situada al otro lado de la galería de observación, se iluminó una ventana de cristal esmerilado, al presionar Helen un pequeño interruptor. Dibujado allí en fuertes rasgos con un lápiz de cera negro aparecía el esquema de un corazón humano con las diversas cámaras claramente delineadas. A su lado, otro marco de cristal que contenía las radiografías, se iluminó también apareciendo la blanca imagen de la bala perfectamente visible dentro de la sombra algo más oscura del corazón y la imagen mucho más clara de los pulmones a su alrededor.
—Reconstruyendo lo mejor posible la trayectoria de la bala, entro más bien por la derecha —continuó Antón Dieter—. Esta trayectoria la introduciría en el lado derecho del corazón, pero el hecho de que penetró primero en otro cuerpo, haciendo desviarla posiblemente, nos ofrece la hipótesis de que la bala pudo haber entrado prácticamente desde cualquier ángulo.
—Esto es como matar dos pájaros de un tiro —dijo un estudiante aparentando sorpresa.
De nuevo se produjo una carcajada en la galería de observación, que no se oyó en la sala de operaciones, y que cesó al continuar Dieter.
—Confiamos que no será necesario utilizar el oxigenador de discos, pero procederemos en primer lugar a dejar al descubierto la arteria femoral de forma que pueda ser abierta y permita la introducción de cánulas, y que pueda conectarse al oxigenador y conseguir el retroceso de la sangre arterial al cuerpo, en el caso de que precisemos acudir a la utilización del aparato.
Iba trabajando mientras hablaba, moviendo sus manos con una velocidad similar a la de un virtuoso pianista, pensó Marisa. El equipo quirúrgico trabajaba también con regularidad mientras se practicaba una pequeña incisión en la ingle derecha y las grapas hemostáticas aprisionaban las venas conteniendo la hemorragia. Era mucho más fácil observar el desarrollo de la operación de lo que hubiera sido si la incisión se hubiera rodeado con toallas, como en las antiguas técnicas operatorias. Además, la sábana de plástico adherida a la piel no sólo impedía Ja posibilidad de contaminación de la herida por las bacterias de la superficie sino que incrementaba también materialmente la zona operatoria lo mismo para los cirujanos que para los observadores.
Desde el punto en que estaba sentada, Marisa Feldman podía observar las manos de Dieter hurgando con rapidez con unas tijeras curvadas sin filo en el extremo de las profundidades de la pequeña herida en la ingle. Tras unos breves momentos dejó las tijeras y cogió con unas pinzas curvadas que deslizó bajo la arteria femoral, un tubo de aspecto blanquecino quizá del tamaño del dedo meñique, visible ahora mientras palpitaba en lo más profundo de la herida. Un ayudante deslizó el extremo de un trozo de cinta de algodón entre las garras de la grapa y Dieter las cerró, quitando la cinta de debajo de la arteria y aislándola donde pudiera estar rápidamente a su alcance. Unos cuantos cortes rápidos dejaron al descubierto una vena azul de paredes delgadas y muy cercana. También ésta la aisló con un trozo de cinta y dejando al interno que le iba entregando los instrumentos que tapara la herida de la ingle con un parche de algodón húmedo, Dieter y Cari Hagstrom se desplazaron hacia el pecho del paciente.
—Dejaremos al descubierto el corazón a través de una incisión media de esternotomía separando el esternón —explicó el cirujano por el micrófono, designando el hueso plano y delgado que forma la parte frontal de la caja torácica, por deferencia a los estudiantes de primer año que se hallaban en la galería y que no habían empezado a estudiar anatomía—. Esta incisión da libre acceso al corazón y permite investigar ambos lados, derecho e izquierdo.
Las manos de Dieter se movían mientras hablaba, abriendo con el bisturí, que parecía una prolongación viviente de su cuerpo, la piel en la línea central situada directamente sobre el esternón. El bisturí llegó hasta el hueso en un veloz movimiento y por un momento desapareció la herida, ya que Dieter y los ayudantes se desplazaban con rapidez, obturando las venas sangrantes y sujetándolas en las ligaduras de catgut extraídas de bobinas metálicas. El extremo superior de la incisión se había parado a unos seis o siete centímetros de la concavidad del cuello y se prolongaba a derecha e izquierda unos pocos centímetros, dando la apariencia de una Y.
—El mayor inconveniente en una incisión media de esternotomía es que tienden a formarse gruesas cicatrices (tumores) llamadas queloides cuando se cura —explicó Dieter sin dejar de trabajar—. Por esta razón formamos una Y en el extremo superior de forma que la cicatriz no aparezca por encima del cuello.
Se desplazó entonces al extremo inferior del esternón y prolongó la incisión un poco hacia abajo a través de las capas exteriores de la pared abdominal.
—Hemos de dejar al descubierto todo el esternón, pues de lo contrario no podríamos separarlo en toda la amplitud precisa para lograr el espacio que precisamos.
—Ese Dieter es un artista —dijo Mike Traynor, pero Marisa Feldman apenas lo oyó, embebida en los movimientos rítmicos del cirujano similares a un ballet estilizado. Por un momento pudo olvidar que el primer actor del drama era alemán, perteneciente al país que había destruido a sus padres y la obligó a sufrir la degradación máxima.
Dieter se ocupaba ahora en separar la cobertura exterior del esternón, el periostio, con un solo corte de bisturí hacia abajo firmemente en la ranura cortada por la sierra. Cari Hagstrom cogió un martillo metálico y a una indicación de Dieter empezó a golpear en la porción ensanchada del cuchillo por encima del filo, desplazando la cuchilla hacia abajo a lo largo del curso ya trazado por la sierra para dividir el esternón netamente en toda su longitud.
Detrás de la hoja del cuchillo «Lebsche», el interno y una enfermera trabajaban con rapidez, untando de cera los filos del hueso para cerrar la esponjosa medula que formaba su centro e interrumpir el chorro de sangre procedente de ésta. Cuando Dieter retiró el instrumento de la incisión en su extremo inferior, él mismo y también el ayudante, cogieron cera y trabajaron en sentido ascendente hasta que toda la superficie al descubierto de la medula estuvo cerrada y parada toda clase de hemorragia.
Utilizando dos instrumentos parecidos a rastrillos con manivelas de treinta centímetros de largo aproximadamente, el interno mantuvo separados los bordes cortantes del esternón de forma que Dieter pudiera examinar la capa posterior o interior del periostio que cubría la parte posterior del esternón, buscando venas sangrantes que pudieran obstaculizar más tarde la operación.
Podía observarse ya el corazón con su saco pericardial a través de la abertura en el hueso, latiendo fuerte y uniformemente.
Utilizando una gasa sostenida entre las garras de una pinza, Dieter apartó suavemente los tejidos colocados debajo del extremo superior del esternón ahora dividido, dejando al descubierto una cinta fibrosa y dura que se prolongaba a través del espacio así abierto. Al deslizar una pinza curvada debajo de la cinta y cortar a través de la hendidura del esternón se ensanchó de repente.
—Acabo de cortar el ligamento interclavicular —explicó.
Con el dedo enguantado iba separando el pericardio del lado inferior del esternón mientras hablaba, desplazándolo hacia abajo en ambos lados hasta obtener una separación conveniente.
—El separador de costillas, por favor.
Un instrumento con pesadas púas sin filo era introducido ahora entre las superficies cortadas del hueso. Un sistema de transmisión o base de trinquete permitía la separación de las garras. A medida que el espacio entre las mitades cortadas del esternón se ampliaba apreciablemente, aparecía más al descubierto el corazón en la membrana pericardial envolvente. Un fluido de color sanguinolento podía verse dentro del pericardio y una pequeña cantidad de éste goteaba fuera en el espacio abierto por la bala.
—Otra ventaja de la incisión media de esternotomía —dijo Dieter mientras acababa de enroscar el tornillo de trinquete del «espaciador de costillas»— es que en muchos casos las múltiples cavidades que rodean los pulmones no precisan ser abiertas. Sin embargo, en el caso de que hubiésemos abierto una u otra cavidad intencional o inadvertidamente, no se produciría colapso del pulmón porque el doctor Long ha introducido prudentemente un tubo intratraqueal y el paciente está recibiendo ahora una anestesia positiva de presión.
De la mesa de instrumentos cogió un par de pinzas delgadas, dentadas en el extremo^ Con éstas podía sostener una sección del pericardio y, mientras el doctor en prácticas lo sostenía con otra pinza por su lado, cortar la membrana con un bisturí. Colocando un pequeño sujetador a ambos lados de la abertura de la medula de forma que todo el conjunto pudiera separarse bastante del corazón, Dieter desgarró ampliamente el pericardio, dejando al descubierto el músculo del corazón por debajo del mismo.
—Observará, doctora Feldman, que no se han producido pérdidas de la pared del ventrículo, puesto que usted evitó la estrangulación del corazón por la trombosis. —Dieter miró hacia arriba para encontrar sus ojos a través de la pared de cristal de la galería de observación y, al darse cuenta Marisa de que todo el público masculino de la galería había desviado su atención de la operación para concentrarla en ella, se ruborizó—. Las heridas del corazón a menudo se cierran por sí solas, una vez que se ha acumulado en la cavidad pericardial sangre suficiente para reducir notablemente el movimiento del corazón. El peligro reside en que la acumulación estrangule el corazón, matando al paciente. Sólo la rápida acción de la doctora Feldman impidió que tal cosa pasara al doctor McGill.
»Aquí está la herida de entrada. —Con los ojos en la zona de operación una vez más, Dieter señaló una mancha oscura en la superficie del corazón, donde se había producido una pequeña hemorragia en el músculo—. Probablemente la bala está en el ventrículo derecho, pero no podemos estar seguros a causa del emplazamiento de la herida de entrada: La bala pudo haber atravesado el tabique entre los ventrículos y estar alojada ahora en el lado izquierdo. Antes de hacer ningún intento por averiguar dónde está, hemos de dejar al descubierto la arteria pulmonar de forma que podamos blocarla e impedir que la bala
pase a la circulación pulmonar donde, como hizo observar la doctora Feldman en la sala de rayos X, podía ocasionar una embolia fatal al interceptar el suministro de sangre a una buena parte del pulmón.
Utilizando unas pinzas delgadas y un par curvado de tijeras de disección, el cirujano empezó a separar los tejidos de la parte superior del corazón entre la arteria pulmonar que lleva sangre a los pulmones y a la aorta, el canal gigante que transporta la sangre al resto del cuerpo. Un completo silencio reinó en la galería de observación mientras él trabajaba, pues aun el estudiante más inexperto sabía que un paso en falso podía provocar una hemorragia que podía ser incontrolable. Sin embargo, Dieter actuaba como si no conociera las terribles consecuencias de un ligero descuido, trabajando con la misma calma que si estuviera desclavando la pata de una mesa.
—Ese tipo debe tener sangre de horchata en las venas —dijo uno de los estudiantes de la galería con una voz que denotaba su espanto.
—Brennan es tan bueno como él en cuestiones del cerebro —dijo un interno.
—O McCloskey para cosas de la vesícula —convino otro—. Este hospital cuenta con buenos cirujanos e internos.
Dieter estaba trabajando con unas pinzas curvas detrás de la arteria pulmonar. Al aparecer el instrumento por el otro lado, sostenía el extremo de un pedazo de cinta entre las garras metálicas y lo hizo retroceder hacia dentro, afianzando y uniendo ambos extremos y levantando la arteria para que los estudiantes pudieran ver el punto de origen en el ventrículo derecho.
—Puesto que ahora podemos impedir que la bala se introduzca accidentalmente en la circulación pulmonar, estamos ya listos para la exploración —anunció Dieter—. Sutura cerrada, por favor.
A la derecha de la porción visible del ventrículo podía observarse la cámara superior de delgadas paredes para aquel lado del corazón llamado atrio, con las venas gigantes, las venas cavas superior e inferior, que llevan sangre al mismo desde todo el cuerpo, salvo los pulmones.
En la pared delgada del atrio, Dieter empezó a coser en círculo de cuatro centímetros de diámetro, impulsando la aguja por completo a través de la pared de la cámara con cada puntada.
—El cordón que estoy colocando puede tener dos finalidades —explicó a la galería—. Primeramente me permitirá introducir un dedo en el lado derecho del corazón y determinar si está o no allí la bala.
Dejando la aguja y su soporte, con los que había estado realizando la sutura, Dieter señaló hacia el esquema del cuadro de cristal apoyado en la pared.
—Por otro lado, si la bala atravesó el lado izquierdo, tendremos que aplicar el oxigenador al paciente, lo que nos permitirá abrir por completo el corazón, sacarlo y reparar la herida en el punto en que penetró en el tabique entre los ventrículos con el fin de impedir que se forme allí posteriormente una comunicación anormal. Afortunadamente, si tenemos que utilizar la derivación cardíaco-pulmonar, podremos introducir tubos de plástico directamente en las venas cavas inferiores y superiores a través de esta zona de sutura, consiguiéndose con ello una vía por la que la sangre procedente de todo el cuerpo pueda pasar al oxigenador.
La sutura cerrada estaba lista para tirar de ella para cerrar la abertura que él iba a realizar en el centro del círculo rodeado por las puntadas. Cari Hagstrom sostuvo ambos extremos de la sutura, elevando la pared del atrio mientras Dieter cogía un bisturí de punta afilada con la mano izquierda, con su dedo índice dispuesto para actuar.
Con un rápido movimiento, clavó la hoja en el centro del círculo que había cosido en la pared del atrio. Brotó sangre mientras la hoja del cuchillo penetraba en el corazón, pero un instante después su dedo se había introducido en la abertura. Mientras Cari Hagstrom apretaba la sutura, la pared del atrio fue arrastrada cómodamente junto al dedo del cirujano interrumpiendo el caudal de sangre a su alrededor.
—Puedo notar la parte interior del atrio y la válvula tricúspide entre éste y el ventrículo. —Dieter explicó sus hallazgos mientras movía su dedo explorante dentro del mismo corazón—. Parece que la válvula no ha sufrido daños.
Mientras introducía el dedo más profundamente en el corazón, la delgada pared del atrio, sostenida cómodamente alrededor de su dedo con la sutura, se desplazaba al propio tiempo.
—Ahora mi dedo está en el ventrículo tocando la bala —dijo, y el aire del quirófano se impregnó súbitamente de una tensión perceptible incluso en la galería.
»La bala está suelta en el ventrículo tal como sospechábamos. Apriete la cinta alrededor de la arteria pulmonar, doctor Hagstrom.
El médico en prácticas elevó los extremos de la cinta situada debajo de la vena y los cruzó para impedir que pasara la sangre.
—Está apretada, señor —informó.
—Podemos interceptar la circulación a los pulmones durante unos breves segundos solamente sin peligro grave —dijo Dieter, mientras Marisa se inclinaba hacia delante, tensa y expectante, notando las pulsaciones de su corazón en la garganta—. Confío en extraer la bala por la herida de entrada.
—¡Cielos! —dijo uno de los estudiantes—. ¡Mi corazón no puede resistir más!
—Sostengo la bala contra la pared del ventrículo en este momento. —Con los dedos de la mano izquierda, Dieter apoyó el punto exterior por donde había entrado en el corazón, separando los dedos para dejar la herida libre—. La cabeza de la bala entra ahora por la herida desde el interior del ventrículo y la estoy empujando a través de la pared.
Otro murmullo de admiración llenó la galería cuando un reflejo metálico apareció de repente en la superficie del corazón, haciéndose cada vez más visible a medida que el dedo de Dieter la impulsaba hacia fuera. Cautelosamente, Cari Hagstrom agarró la bala recubierta de acero con unas pinzas, cuyas garras contenían varios dientes que se engranaban entre sí. Cuando sacó el proyectil, un chorro de sangre surgió de la herida que se había abierto de nuevo, pero se interrumpió en seguida cuando Dieter la tapó con su dedo índice.
—Deje suelta la arteria pulmonar, doctor Hagstrom. —Incluso en la galería, los observadores podían notar el aire de triunfo en la voz del cirujano alemán por haber realizado una operación quirúrgica realmente notable—. Coloque, por favor, algunas suturas en el ventrículo alrededor de mi dedo para cerrar la herida de entrada.
Las suturas fueron colocadas rápidamente, atravesando la pared muscular del corazón a ambos lados de la diminuta abertura por la que la bala había entrado y había sido extraída. Cuando Cari Hagstrom tuvo los cordeles fuertemente apretados, Dieter quitó el dedo. Tan sólo una pequeña gota de sangre apareció entre ambas suturas.
—Una más bastará —dijo y separó los largos extremos de las dos suturas que habían sido ya colocadas de forma que Hagstrom pudiera intercalar otra entre ambas. Una vez atadas las tres suturas, no se produjo pérdida de sangre del ventrículo.
—Hemos tenido suerte —dijo Dieter a los de la galería-Puesto que no fue necesario abrir el corazón, salvo para explorar a través de la blanda pared del atrio, ya no será preciso aplicar al paciente el oxigenador de discos. Si usted sostiene los cordeles, doctor Hagstrom, retiraré el dedo del atrio.
Sólo se produjo un pequeño derrame de sangre antes de que Cari Hagstrom pudiera tirar fuerte de las suturas, después de retirar Dieter el dedo índice del interior del corazón. Con aquella sutura atada y con otras de refuerzo, se cerró asimismo la pequeña herida del atrio.
—¿Cómo se encuentra el paciente, doctor Long? —preguntó Dieter.
—Bien, doctor. Presión 100 sobre 70. Pulso 100.
—¿No hay señales de shock?
—Ninguna.
—Bien. Dejaremos por ahora la transfusión. No es preciso que le expongamos al virus de hepatitis. Además, puesto que la herida está seca, no será preciso desangrar.
La sutura siguió a ritmo rápido. Marisa Feldman abandonó la galería mientras los alambres destinados a unir ambas mitades del esternón eran introducidos mediante un punzón sólido impulsado a través de la capa exterior del hueso plano. Una mirada al reloj de pared de la galería le indicó que la operación había durado hora y media; aunque impresionada por el ambiente de tensión, le parecía que apenas había pasado la mitad del tiempo.
Costaba trabajo creer ahora que sólo poco más de dos horas antes, estaba ella mirando a la inerte figura tendida sobre la camilla de la ambulancia y había oído decir al camillero que el doctor Paul McGill había llegado muerto a la clínica.