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Amy estaba a medio camino de su casa, conduciendo como un autómata y medio conmocionada por la carrera realizada y el subsiguiente alivio al descubrir que Pete no estaba en peligro, cuando el dolor contundente de la jaqueca le hizo recordar el motivo de haber ido al hospital al oír el primer informe por radio. Por un momento pensó regresar hasta que observó en su reloj que la oficina de George Hanscombe debía haber cerrado media hora antes. Podría ir a la sala de emergencia para que le pusieran una inyección, pero ello implicaría tener que dar explicaciones al médico de guardia, que sospecharía lógicamente si alguien le pedía una inyección que contuviera narcótico.

Pete no estaba en el hospital. Se lo había dicho la telefonista al detenerse en la centralita en el camino de salida. Más que regresar prefirió seguir hasta su casa, confiando que él hubiera llegado ya y pudiera administrarle alguna medicina de su equipo médico de emergencia que guardaba para las llamadas nocturnas. Sus planes para la noche habían fracasado, en primer lugar por la muerte de Lorrie y luego por la jaqueca. Seguramente habría algo en la nevera para preparar a Pete un bocadillo para la cena. En cuanto a ella, no podía pensar en comer nada en estos momentos.

Al llegar a la casa, trató de abrir a tientas, pues el dolor pulsátil de la jaqueca oscurecía su visión, como siempre ocurría hasta que se le aliviaba el malestar. Por fin logró abrir la puerta y se abrió camino hasta la cocina. Agarrando la primera cosa que pudiera aliviar el dolor, tomó una botella de whisky del estante de licores del pequeño armario situado detrás del bar que daba acceso a la sala de estar. Echándose cierta cantidad en un vaso, sin detenerse a precisar la medida, llenó el resto del vaso con cerveza de una botella que sacó de la nevera y se bebió la mitad del contenido.

Con el vaso en la mano, subió las escaleras hacia el dormitorio principal y se bebió el resto. Como tenía el estómago vacío, absorbió el alcohol casi inmediatamente, notando cómo su calor empezaba a impregnar su cuerpo, aunque sin cesar el dolor pulsátil de la jaqueca. En este instante sonó el teléfono y ella lo cogió luego de dejar el vaso vacío.

—¿Amy? —Era la voz de Pete.

—Sí.

—Salí con la canoa y llegué al hospital cuando tú acababas de irte. Elaine dijo que parecías un poco trastornada. ¿Estas bien?

—Tengo dolor de cabeza. —El whisky hacía que su voz fuera un poco pastosa.

—Me estoy preparando para ir a casa. ¿Quieres que te lleve algo?

—Ethel tiene su día libre y no tengo ganas de preparar la cena.

—Compraré en una charcutería un par de cosas. ¿Algo más?

—No. Eso bastará.

—Entonces te veré dentro de media hora.

—Adiós.

Colgó el teléfono, medio inconsciente todavía por la jaqueca a pesar de la gran cantidad de whisky ingerida. Tropezando se dirigió hacia la cama, donde iba a echarse cuando sus ojos tropezaron con el pequeño estuche de medicinas de Pete. A veces visitaba por la noche, cuando algún amigo íntimo enfermaba y en previsión guardaba una pequeña caja con medicinas y vendas que podían servirle en un caso de emergencia.

Debía haber algo en la caja que pudiera tomar para la jaqueca, pensó Amy, tal vez una ampolla o dos de «Demerol». Desde luego no podía inyectarla sin una jeringa esterilizada, pero incluso tomadas oralmente podían surtir efecto, si ingería las dos ampollas a la vez.

Yendo hacia el lavabo, cogió la cajita y la abrió, pero no encontró «Demerol», el medicamento que buscaba. Sin embargo, en una pequeña bolsa dentro del estuche descubrió una docena de tubos diminutos, cada una con una aguja cubierta por una protección de plástico.

«Sulfato de morfina de dosis», leyó, y reconoció al momento para qué servían los tubos. Cada uno de los tubos contenía una pequeña dosis de morfina dentro de un pequeño tubo plegable, semejante a ciertas muestras de propaganda de pasta para los dientes.

Habiendo hecho un curso de curas de urgencia, como parte del entrenamiento de defensa civil en caso de guerra, Amy sabía la forma de utilizarlas. Pasándose por el brazo un trozo de algodón empapado en alcohol que cogió del botiquín, cogió uno de los tubos, quitó la pequeña cobertura de plástico que cubría la aguja, y clavándola en la carne, oprimió el tubo hasta vaciarlo, impeliendo la droga bajo la piel.

Mientras daba masaje a la piel en el punto donde había introducido la aguja con el trozo de algodón para precipitar la absorción de la droga por los canales de sangre situados en los tejidos subcutáneos, empezó a notar los efectos de la fuerte dosis de morfina, notando una especie de languidez que parecía esparcirse hacia el exterior desde el punto donde se había inyectado. La palpitación en las sienes disminuyó también, y el efecto de la droga combinado con el alcohol fue algo así como flotar en una nube. Venció el deseo de echarse y quedarse dormida, resuelta a gozar hasta el máximo este maravilloso estado de beatitud en el que había caído al inyectarse el diminuto tubo de morfina.

Mientras empezaba a desnudarse para el baño, Amy observó que el pequeño estuche del que había cogido la morfina estaba aún sobre la cama, donde lo había dejado cuando fue al cuarto de baño para coger el alcohol y el algodón del botiquín. Empezó a cerrar el estuche, pero, movida por un impulso repentino, cogió nueve de los pequeños tubos y los colocó en un cajón del tocador bajo el forro del mismo. Entonces, cerrando el estuche, lo volvió a dejar en el estante del lavabo, donde lo había encontrado.

Sabía por experiencia que los ataques de jaqueca podían repetirse en cualquier momento y el alivio obtenido con la morfina había sido infinitamente mayor que el de las suaves inyecciones de «Demerol» y ergotamina que George Hanscombe solía administrarle. De esta forma podía cuidarse ella misma sin causar molestias a George cuando llegaran los ataques.

Cuando Amy acabó de desnudarse y se introdujo en la ducha, el dolor había desaparecido por completo y se sentía transportada en el aire. Se duchó rápidamente y luego, con la esperanza de disipar parte de su somnolencia, dejó salir el agua fría por un instante, de modo que su cuerpo tomó un tinte sonrosado cuando salió de la ducha y empezó a secarse con la toalla. Estaba admirando el resplandor de su piel en el espejo de la puerta del cuarto de baño, cuando entró Pete.

—¡Vaya! —dijo silbando en señal de aprobación—. ¡Qué agradable sorpresa!

El primer impulso de Amy fue el de taparse con la toalla. Un pudor instintivo le había impedido dejarse ver por Pete cuando estaba desnuda, si podía evitarlo. Incluso en sus relaciones íntimas insistía en que la habitación estuviera a oscuras. No obstante, la combinación de la morfina y el whisky la habían despojado de estas inhibiciones de modo que no hizo el menor movimiento para cubrirse.

—No te oí entrar —dijo ella mientras seguía secándose con la toalla.

—Tal vez trate de llegar a casa más a menudo en ocasiones como ésta —dijo él burlonamente.

Amy se dirigió al lavabo, plenamente consciente de que los ojos de Pete seguían todos sus movimientos y orgullosa de la esplendidez de sus formas. Buscando entre las perchas, cogió una combinación de bata y vestido, como la que llevaba normalmente por las noches, pero cambió de idea y cogió una bata suelta más bien transparente. Anudándola a su cuerpo, se fue al tocador y empezó a cepillar su cabello, sabiendo que cada movimiento de su brazo acentuaba la redondez de sus pechos bajo la tela transparente.

Por el espejo vio a Pete acercarse tras ella antes de sentir sus manos en los hombros. El contacto le hizo sentir un hormigueo, impresión muy similar a la que experimentó cuando él la cogió en sus brazos en su luna de miel, pero al mismo tiempo notó una sensación parecida a la que observó cuando la inyección había comenzado a surtir efecto. Dejando caer el cepillo, alzó sus manos para encontrar las de Pete y se echó hacia atrás mientras él bajaba la cabeza para besar su cuello, volviendo la cabeza para que él pudiera besarla.

Hacía mucho tiempo que no se besaban así, y cuando las manos de Pete descendieron para tirar la bata por encima de sus hombros, dejando al descubierto sus pechos, no opuso resistencia. Por el contrario, sus manos se desplazaron hacia las sienes de éste sosteniendo su cabeza entre sus palmas mientras lo besaba con pasión. Cuando sus manos acariciaron sus pechos y la zona cálida por debajo de los mismos, Amy se levantó y giró sin soltarse de sus brazos, soltando la suave prenda de sus hombros y dejándola caer a sus pies.

Echada sobre la cama, observando a Pete que se desnudaba rápidamente, Amy empezó a reír de pronto.

—Me parece que mi aspecto no es para provocar la risa —dijo él algo ofendido—. ¿Qué es lo que te hace reír?

—Nada, que el pollo se enfriará, pero no me importa.