Los miércoles por la tarde Pete Brennan acostumbraba a jugar al golf con Paul McGill, Joe McCloskey y con cualquier otro que se presentara para formar las dos parejas. Algunas veces era Arthur Painter, que se ocupaba de la mayor parte de los asuntos legales de la Faculty Clinic Corporation. Roy Weston era miembro de la sociedad, pues fue él quien persuadió a los otros médicos para que vinieran a Weston, pero además era fiscal del condado con aspiraciones al cargo de fiscal general del Estado el año próximo. Por este motivo no se creyó conveniente que fuera él quien se ocupara del aspecto jurídico de la clínica.
Aquel miércoles Pete se había excusado de jugar al golf. Cogiendo su «Porsche» del recinto de aparcamiento, había pasado por River Road hasta llegar al dique del río Rogue, a unos quince kilómetros de Weston. Había dejado el coche en la zona de aparcamiento junto al dique y descendido por la pendiente hasta el desembarcadero de las canoas a orillas del río.
Al estar proyectado convertir el lago en presa hidroeléctrica, se permitía la navegación de canoas, siendo el esquí acuático el deporte principal en verano, y la pesca en la docena de caletas construidas cuando el río ocupó el valle atraía aficionados durante todo el año. Pete tenía una canoa fueraborda de seis metros para que sus hijos pudieran esquiar, para acampar por las noches y para excursiones de pesca cuando sus ocupaciones se lo permitían.
En los embarcaderos de canoas cerca del nivel del agua tenía su embarcación, aunque normalmente la guardaba en el almacén, salvo cuando Michael y Terry estaban en casa durante el verano y la utilizaban todo el día. Llenando el depósito de gasolina en el surtidor y añadiendo el aceite necesario, oprimió el pulsador para poner en marcha el motor y se complació al oírlo sonar al segundo intento, aun cuando no lo había utilizado más de seis veces en todo el verano.
Estando la clínica en todo su apogeo y teniendo además sus deberes como presidente de la Faculty Clinic Corporation, Pete no disponía de mucho tiempo libre, y perdía al menos la mitad de los juegos de golf de los miércoles. Esta tarde, precisaba algo más que sentir el viento azotando su rostro y el ruido del motor en la popa de la canoa al abrir la válvula de mariposa; en estos momentos, más que en ninguna época anterior de su vida, necesitaba tiempo para pensar a solas. Puesto que no esperaba el regreso de Amy hasta mañana, le había parecido una ocasión excelente.
De nada servía negarlo por más tiempo, admitió mientras daba marcha atrás al motor y se alejaba del embarcadero, las cosas no iban bien entre él y Amy. Últimamente su deseo de alcanzar el puesto cumbre en el cuerpo de auxiliares médicos del Estado se había convertido para ella en una obsesión, dando sensación de que ambos estaban comprometidos en una batalla a muerte por la supremacía.
A decir verdad, Pete no experimentaba un deseo irresistible de llegar a ser presidente de la asociación médica del Estado. Alcanzaría este cargo sólo con el paso del tiempo y entretanto tenía muchos asuntos en qué ocuparse, aparte de la política, en el campo de la medicina. La clínica iba adquiriendo un incremento tan enorme y rápido que pronto se plantearía la cuestión de levantar un nuevo edificio más adecuado al tipo de estudios de diagnóstico, por el cual la organización iba adquiriendo fama más allá de las zonas que les proporcionaba la clientela actual.
En la última convención médica, Pete había visto un analizador de múltiples secuencias y de doce canales, con el que podían realizarse treinta análisis distintos de sangre en una hora. Inmediatamente se había dado cuenta de que este aparato sería conveniente para la clínica, pero necesitarían más espacio para instalarlo y acoger al creciente número de pacientes que acudirían al elevarse el porcentaje de ensayos de laboratorio. La sala de rayos X precisaba también más espacio, como asimismo el laboratorio de radiaciones, el archivo con su nuevo equipo computador de datos, la oficina de seguros, que tenía doble trabajo ahora con el «Medicare», y los nuevos despachos para otros doctores de la clínica.
Pete podía abarcar todo esto con la ayuda del genio innegable de Mort Dellman en esta esfera, aun cuando Mort se había mostrado últimamente más áspero de lo normal e insistía en incrementar más los ingresos de la clínica, a veces con detrimento de la eficiencia profesional. Dave Rogan y Joe Me Closkey habían abordado este tema con Pete unos días antes y sabía que habiéndose incrementado el malestar reinante, pronto se habrían de poner las cartas boca arriba en una de las reuniones de la sociedad. Siendo bioquímico y no médico, forzosamente el punto de vista de Mort había de ser distinto del suyo, pero su evidente afán de lucro había empezado a inquietar también a Pete, como si no tuviera ya demasiadas preocupaciones con Amy y las disensiones surgidas en su matrimonio.
Poniendo la palanca de cambio en «marcha hacia delante», Pete abrió la válvula y se aferró al volante, mientras la canoa empezaba a oscilar sobre la lisa superficie del lago. La vibración del motor acallaba sus músculos y nervios, actuando como una especie de purgante que eliminaba los pequeños trastornos acumulados desde su última partida de golf que le había proporcionado el bien merecido alivio de tensión.
Los problemas de la clínica, así como las decisiones puramente profesionales que debía tomar en su ejercicio como neurocirujano sabía cómo enfocarlos, pero cuando se trataba de hacer algo para remediar lo que estaba ocurriendo entre él y Amy, se sentía perplejo.
Reflexionando sobre esto ahora, parecía como si se hubiera apoderado de ella una fiebre, una especie de enfermedad que la había transformado paulatinamente en los últimos años en una mujer ambiciosa y viajera incansable, completamente diferente a la chica de la que se había enamorado aquella noche en el club de campo de Weston, cuando Roy los presentó. Aquella noche —y durante mucho tiempo después— Amy había parecido ser la esposa que él siempre había soñado: alta, segura de sí misma, bella más que delicadamente bonita, con unos modales aparentemente heredados de Nueva Inglaterra que trascendían en su rostro y en su porte. Ella aquella noche había avivado un fuego en su interior que aún continuaba ardiendo, pero últimamente parecía que intentaba apagarlo por razones que él no podía comprender.
Había advertido ya antes de su matrimonio su agresividad característica, pero le había pareado entonces que complementaba su propia capacidad para trabajar arduamente con el fin de lograr lo que deseaba conseguir. Sabía que ella se había sentido decepcionada por su decisión de no querer ser catedrático de cirugía, cuando se produjo la vacante unos cinco años antes. Habiendo tenido dinero siempre y aceptándolo como cosa muy natural, Amy había sido incapaz de comprender cómo Pete podía rechazar el prestigio que llevaba consigo la cátedra, aunque reconocía por otra parte las oportunidades de ganar dinero que ofrecía la clínica. La tarea de organizar la clínica y hacer que funcionara a satisfacción había constituido un gran esfuerzo en aquella época, y ahora que su éxito era indudable, se había demostrado lo acertado de su elección. A pesar de todo, pensaba algunas veces que Amy guardaba cierta animosidad contra la clínica.
Al principio se sintió complacido cuando ella orientó su tremenda energía al servicio de los auxiliares médicos, pero pronto empezó a desagradarle la actividad de su mujer. Ahora prácticamente su vida entera, incluso sus sueños, iban encaminados hacia las maniobras de tipo político, y aunque parecía no darle importancia, él sabía que su propio círculo de amistades, integrado en su mayoría por sus compañeras de la «Sociedad Anatómica», había empezado a apartarse de ella.
Dirigiendo la canoa hacia una cala recogida, sacó la caña de pescar y los cebos y la arrojó al agua, no tanto por la esperanza de pescar sino más bien por ocupar sus manos mientras ponía en orden sus pensamientos y trataba de hallar solución a su dilema.
El problema no residía en sus relaciones sexuales, que habían prácticamente desaparecido en los últimos ocho o diez meses mientras Amy estaba ocupada en su incansable campaña para llegar a ser presidente de los auxiliares médicos del Estado. Además, trabajando en el hospital, cuyo personal estaba compuesto en su mayor parte por mujeres, no había experimentado dificultades para hallar una compañera cuando necesitaba desahogarse.
Tal vez la solución más sencilla hubiera sido mantener unas relaciones de cara al exterior, como había hecho Roy Weston. Al menos Alice parecía satisfecha con este arreglo, pero Pete llevaba en su interior su ascendencia irlandesa y con ella un matiz intransigente que obedecía tal vez a la enseñanza católica recibida en su niñez, aunque había abrazado la religión de la Iglesia episcopal, a la que había pertenecido durante muchas generaciones la familia de Amy. De todos modos, su conciencia rechazaba esta especie de mujer irresponsable y amante apasionada al estilo francés, que parecía aceptarse como cosa lógica y que se había impuesto en alto grado en los altos niveles de la sociedad de Weston, donde todos ellos se movían.
Un divorcio haría vacilar su pequeño mundo sin destruirlo, aunque quizá destruiría a Amy desvinculándola de un golpe de la política médica e hiriendo su fogoso orgullo de Nueva Inglaterra.
Muchos doctores de su edad estaban divorciados. Podía nombrar media docena del cuerpo docente de la Facultad de Medicina. Muchos de ellos se habían casado con mujeres más jóvenes: secretarias, enfermeras, especialistas, con las que estaban diariamente en contacto, y muchas veces las nuevas esposas aportaban a estos segundos matrimonios una comprensión y amor que habían desaparecido en buena parte de la unión anterior.
Pete, sin embargo, amaba a sus hijos y a la mujer con la que se había casado y se preguntaba si existiría algún medio de recuperarla y evitarle la vergüenza y el escándalo que se habían producido tantas veces aun en una ciudad tan pequeña como Weston, donde algunos maridos solían buscar fuera de casa el fácil solaz que ya no encontraban con sus esposas.
Serían aproximadamente las seis cuando Pete Brennan llegó a un embarcadero con la canoa y la amarró. Los trabajadores del embarcadero se ocuparían de sacarla del agua con ayuda de la grúa gigante y de colocarla en el recinto destinado a su almacenamiento. Mientras pasaba por delante de la oficina, el encargado apareció en la puerta.
—Se ha producido un gran escándalo en la ciudad, doctor Brennan —dijo—. La noticia se ha divulgado por la radio y la televisión. —¿Qué ha ocurrido?
—Un doctor llamado Dellman, según creo, disparó contra su mujer y otro doctor que estaba con ella esta misma tarde. La mujer murió y el hombre está en el hospital sin esperanza de sobrevivir.
¡Mort Dellman y Lorrie! Era inverosímil, no porque Mort fuera incapaz de una cosa semejante. Pete había descubierto en él hacía mucho tiempo un carácter duro, cínico, frío y calculador y por ese motivo hacía lo posible para evitar el trato con el brillante bioquímico. Mort, sin embargo, no ignoraba el temperamento apasionado y la vida licenciosa de su mujer, que por otra parte ella no trataba de ocultar. Estando, pues, al corriente de todos estos antecedentes, Mort debía haber procedido con más sensatez sin destruir la mina de oro que representaba estar casado con la heredera de Jake Porter.
—¿Quién era el otro individuo? —preguntó.
—No dieron su nombre al principio, pero acaban de anunciarlo ahora —dijo el encargado—. Es el doctor McGill. Tiene también una canoa y es una persona excelente. ¿Quién iba a pensar…?
Pete ya se había encaminado hacia el coche. Su primer pensamiento fue que, estando Amy fuera con su reunión de auxiliares médicos, Elaine precisaría de su ayuda y también el desventurado de Paul. Por otra parte, este asunto podría influir perniciosamente en la clínica.