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—¡Maldito Joe McCloskey! —dijo Maggie encolerizada, mientras ella y Della Rogan abandonaban el hospital.

—¿A qué viene este enojo con Joe? —Della se sentía tan aliviada al descubrir que el hombre a quien Mort había disparado no era Dave, que no podía siquiera ser brusca con Maggie.

—¿Por qué no pudo haber sido Joe en vez de Paul McGill? Después de brindarme a venir aquí para ofrecerle mí sangre.

—Hace un momento te lamentabas por la pérdida de tu pensión si se trataba de Joe y ahora deseas que hubiera sido él. ¿Qué clase de mujer eres, Maggie?

—Yo no deseaba que le hubiera disparado, pero al menos Joe debería sentirse agradecido por mi gesto.

—¿Por qué no vas y se lo dices?

—¿Para que se entere…?

—¿De qué?

—Nada —dijo secamente.

—¿De que todavía le amas?

—Por favor, Della. ¿Es que porque Dave es psiquiatra tienes que estar continuamente sometiendo a la gente a psicoanálisis? Antes de meter las narices en las vidas ajenas, ocúpate de la tuya.

—¿De qué estás hablando? —Della paró en seco a la entrada del aparcamiento.

—Yo bebo y tú juegas al golf. ¿En qué nos diferenciamos?

—Yo juego al golf porque me gusta.

—¿De veras? Pues yo bebo porque me gusta el alcohol. Además no creas que Dave se queda en casa mientras tú estás fuera jugando en torneos.

—Ya me lo imagino.

—Debe ser estupendo tener tanta confianza en tu maridó. Con todos esos chismes que corren acerca de las esposas de los jugadores de golf, no vas a decirme que no ocurre lo propio en el caso inverso.

—¿Qué tratas de decirme? —preguntó Della.

—No, nada. —Maggie se encogió de hombros—. Sin embargo creo que no te sentirás tan tranquila la próxima vez que salgas a jugar en un torneo.

Della no respondió, pues el golpe a ciegas de Maggie la había herido en lo más vivo. En su fuero interno pensaba que nada hubiera ocurrido si Dave no hubiera estado comprometido con aquel caso judicial, lo que había impedido —tal vez porque no tenía intención de acompañarla— asistir con ella al torneo femenino de Augusta un par de semanas antes.

Era la primera vez desde que se casaron que no habían estado juntos en su aniversario de boda. El torneo no podía, naturalmente, ser aplazado por ese motivo, pero ¿por qué Dave no pudo mentir diciendo que le era imposible testificar por aquellas fechas? Roy Weston hubiera pospuesto la prueba. Después de todo, Roy era su amigo y miembro también de la Faculty Clinic Corporation.

Con todo, habían tenido una fuerte discusión por el hecho de la imposibilidad de acompañarla, y aun cuando, antes de partir para Augusta, él le había regalado la bolsa de golf que tanto deseaba como regalo de aniversario, ella se había ido enfurecida, no permitiendo que la llevara en coche hasta el aeropuerto, sino cogiendo la furgoneta que había dejado aparcada en el recinto destinado a ese fin.

Sin embargo su furia no le impidió hacer un buen juego. Se había colocado en muy buena posición, a sólo un golpe del récord de aquel torneo. Naturalmente su triunfo la había animado a llamar a Dave para contárselo, pero le había sido imposible localizarle. Cuando ella regresó él dijo que aquella noche había ido a ver una película de Elizabeth Taylor y Richard Burton: «¿Quién teme a Virginia Wolf?». Della no era entusiasta del cine y sabiendo que Dave lo era no tenía motivos para sospechar.

Aquella noche en Augusta, sin embargo, no se había dejado conmover por el amor por Dave o por la consideración de que él también podía sentirse solo, estando los niños en la escuela y ella en Augusta. Y cuando se canceló su vuelo nocturno de regreso a su hogar a causa del mal tiempo incluso le echó la culpa, por más irracional que esta idea le había parecido aún entonces.

Estaba cruzando el salón desde la oficina de transportes del hotel tras enterarse de que no podía conseguir el vuelo de regreso a Weston hasta la mañana siguiente, cuando Eve Post, la chica que había batido aquella tarde en el campamento femenino, se dirigió a su encuentro. Della sentía simpatía por Eve; habían sido rivales en otras ocasiones. Por eso, cuando Eve insistió en que, ya que se quedaba, asistiera a una fiesta con el resto de los participantes en el torneo en una de las suites del hotel, no pudo su enojo con Dave por no estar en casa evitar que aceptara.

Tampoco ignoraba los efectos del champaña, que nunca bebía sino en compañía de Dave. Sin embargo, las felicitaciones que recibió por su victoria trajeron consigo varios brindis, y por otra parte no parecía malo cenar con media docena de personas que conocía a través de los torneos profesionales, en particular con el apuesto jugador de Pebble Beach, que sería su compañero de mesa. Lo que no se había imaginado fue la forma en que le afectaría el champaña y las demás bebidas. Quizá pensara que tal vez tendría razón el dicho popular de que bastaba beber un vaso de agua después de haber ingerido una gran cantidad de champaña para recobrar inmediatamente la sobriedad.

Había sido una noche emocionante, al menos por lo que podía recordar. Además, no podía tener grandes dudas para saber lo que realmente sucedió, sobre todo al despertar por la madrugada en el lecho con otro hombre al que había conocido la noche anterior y que no era, por tanto, su marido.

Todo lo sucedido, se decía una y otra vez, había sido culpa de Dave. Si hubiera venido con ella a Augusta, como era su deber en ocasión semejante, y que además coincidía con su aniversario de bodas, todo esto hubiera podido evitarse. Si hubiera estado en casa cuando ella, delirante de entusiasmo por su victoria, con la que casi había igualado el récord femenino, le llamó para decírselo, se hubiera ido luego a acostarse y su conciencia no la acusaría en estos momentos.

Lo que había sucedido aquella tarde había colmado la medida, y aun cuando Dave había esgrimido la rama de olivo y ella había aceptado la reconciliación, no podía olvidar lo ocurrido tan fácilmente. Lo que debía hacer era darle a conocer lo sucedido y echárselo en cara para demostrarle lo que sucedía a los maridos que descuidaban a sus esposas.

—De modo que eso es lo que ocurre en un torneo de golf. —La voz de Maggie sacó a Della de su conocimiento.

—¿Qué quieres decir con eso? —Sintiendo cómo le ardían las mejillas, se dio cuenta Della de que nunca podría engañar a Maggie.

—No tienes habilidad para esconder tus pecados, Della. Tus ojos te delatan y te sonrojas como una colegiala. ¿Cómo era él? —No seas absurda.

—No se lo diré a Dave, si es eso lo que te preocupa. Después de todo, las mujeres hemos de apoyarnos mutuamente en estos casos.

—¿Dónele quieres que te deje? —La voz de Della era cortante cuando arrancó el coche a través del recinto.

—Si has de adoptar esa postura estúpida —dijo Maggie—. Cogeré un taxi para que me lleve al club.

Cuando Maggie se encaminó hacia una de las cabinas telefónicas situadas junto a la pared del hospital, Della empezó a rogarle que regresara, pidiéndole excusas. Luego se encogió de hombros y siguió andando hacia el lugar donde había dejado su coche.

«¿Por qué no pudo Dave regresar a casa con ella?», pensó con resentimiento. Eran ya más de las cinco y la clínica estaba cerrada. Además no era pediatra y Ed Harrison era suficientemente capaz para atender al niño de aquella enfermera. El gran defecto de Dave era que siempre pensaba en los demás con preferencia a los miembros de su propia familia, como en este momento en que estaba más preocupado por un paciente que por el hecho de que su mujer se sintiera turbada. Era psiquiatra y podía haberse dado perfecta cuenta de su estado cuando la vio en la sala de espera y regresar con ella a casa cuando ella se lo pidió.

Cuando llegó a casa, Della estaba muy enojada con Dave, sintiendo al mismo tiempo compasión por sí misma. Se hizo un bocadillo, que comió en la mesa de la cocina lentamente, acompañándolo con un vaso de leche. Luego, tras escribir una nota a su marido, diciéndole que en la nevera encontraría carne, pan y mahonesa y que se iba a acostar porque le dolía la cabeza, subió las escaleras hasta la habitación de los niños y cerró la puerta, indicio evidente de que no quería ser molestada.