Ed Harrison tenía todo a punto para realizar la punción espinal a Jerry Monroe en el momento en que Dave Rogan terminó su examen neurológico. Dave siempre realizaba con agrado las consultas neurológicas aunque en este caso hubiera preferido tener otro paciente ya que tenía un sincero apego a Janet, que había descendido desde su sala cuando el pediatra en prácticas le llamó para acompañar a Jerry. También hubiera estado allí Jeff Long si no fuera porque debía hacer los preparativos para la operación de Paul McGill.
En un principio —y a menudo sigue siendo así— la neurología y la psiquiatría eran la misma especialidad denominada neuropsiquiatría. Esta postura era razonable puesto que una trataba de la anatomía del sistema nervioso y de los cambios patológicos en los tejidos mientras que la otra se ocupaba de los trastornos funcionales que rara vez podían localizarse como anomalía anatómica, salvo cuando, y también en raras ocasiones —ahora que la penicilina podía curarla— los resultados finales de una infección sifilítica originaban la demencia. Últimamente ambas esferas se habían separado, acercándose la neurología a los dominios de la medicina en oposición a la cirugía, al paso que la psiquiatría, que ocupaba prácticamente todo el tiempo de Dave, adquiría autonomía con respecto a la otra, lo cual era absurdo, según decía Dave a sus estudiantes al principio de curso cuando pasó a enseñar los principios básicos de la psiquiatría en el tercer año de medicina. La mente formaba parte integrante del cuerpo lo mismo que el sistema nervioso. ¿Cómo podía de otro modo explicarse que el miedo o la incertidumbre generados como pura emoción pudieran crear energía nerviosa en forma de impulsos eléctricamente mensurables que podían desplazarse por el nervio vago hasta el estómago y trastornar sus funciones de tal forma que el órgano empezaba a supurar formando una úlcera? Esta, a su vez, podía responder a los medicamentos, pero en algunos casos se requería la habilidad del cirujano, bien para cerrar la abertura originada en la pared torácica y que hacía surgir jugos digestivos muy irritantes hacia la cavidad abdominal, produciéndose un caso agudo, bien para extraer la zona productora de ácidos del estómago para evitar la corrosión del resto del mismo.
—¿Sabe usted algo más acerca del doctor McGill? —preguntó Ed Harrison a Dave mientras lavaba sus manos bajo el grifo del lavabo situado en la esquina de la sala de tratamientos del pabellón de pediatría.
El niño seguía aún medio dormido a consecuencia de la medicación preliminar. El psiquiatra se había visto forzado a despertarle para comprobar la reacción de las pupilas y el movimiento de los ojos.
—El doctor Dieter dijo que se iba a preparar una bomba de corazón-pulmón para el caso de que fuera precisa. Esto Índica que tardarán una hora en la sala de operaciones para tenerlo todo preparado. Confío en ver la operación antes de marchar del hospital.
—¿Ha averiguado algún dato positivo en este caso, doctor Rogan? —preguntó Janet.
—No exactamente. Los reflejos tal vez sean más pronunciados en el lado derecho, pero ya sabe usted lo difícil que resulta juzgar estos síntomas en un niño.
—¿Cree usted que los músculos del cuello estaban rígidos? —preguntó Ed Harrison.
—No podría asegurarlo. Ahora está completamente relajado.
Harrison se inclinó hacia Jerry, que yacía en la mesa de tratamiento. A su lado estaba la enfermera jefe dispuesta para colocarlo en posición apropiada para la punción espinal.
—¡Despierta, jovencito! —dijo—. ¿Es que piensas dormir todo el día?
El niño abrió los ojos.
—¡Hola, doctor Ed! —dijo, y viendo a Janet le dirigió una sonrisa—. ¡Hola, mamá!
—¡Hola, cariño! —dijo ella—. Haz lo que el doctor Ed te diga y todo irá bien.
—Lo sé, mamá.
—Quiero que te apoyes en el costado. La enfermera te sostendrá —dijo el médico en prácticas al niño—. Tal vez sientas el pinchazo de un alfiler en tu espalda, Jerry, pero no te muevas que trataré de no hacerte daño. ¿De acuerdo?
—De acuerdo, doctor Ed.
Sus largas pestañas cayeron de nuevo y Harrison hizo una indicación a la enfermera que hizo girar con pericia al niño hasta que éste quedó de costado con la cabeza hundida y las rodillas levantadas.
La enfermera puso un brazo bajo sus rodillas y el otro alrededor del cuello, de forma que pudiera dominarlo si el niño trataba de estirarse.
La finalidad de esta posición arqueada era separar las vértebras y ampliar los espacios entre estas para permitir a Ed introducir una aguja. La aguja, al penetrar en el canal espinal estando el espacio revestido de membrana en torno al núcleo nervioso dentro de la columna vertebral, le permitiría obtener una muestra del fluido que circulaba en aquel punto en comunicación con otro espacio similar situado alrededor del cerebro y también en su interior.
La punción espinal era un complemento esencial para el diagnóstico en cualquier condición anómala relacionada con el cerebro, la médula espinal o de la meninge que formaba la envoltura de ambos. La presencia de pus indicaría un caso agudo de meningitis. Un número excesivo de linfocitos daba a entender generalmente una inflamación del cerebro conocida con el nombre de encefalitis. La presencia de sangre en el fluido podía obedecer a innumerables causas desde una herida en la cabeza a una lesión cerebral producida por un ataque de apoplejía en los pacientes de edad avanzada.
Poniéndose los guantes esterilizados Ed Harrison untó la espalda del niño con un antiséptico de color rojo dibujando un círculo de unos quince centímetros de diámetro, lo tapó entonces con una pequeña sábana con una abertura de cinco por diez centímetros aproximadamente. Palpando a través de la ropa en busca de las excrecencias espinosas de las vértebras, los puntos de hueso salientes que formaban la zona visible de la espina dorsal, localizó la primera y segunda vértebras lumbares, desplazando la sábana para dejarlas al descubierto. En aquel instante con una pequeña aguja insertada en una jeringa, inyectó novocaína tan diestramente que no se despertó el niño.
De la bandeja colocada sobre la mesa que estaba a su lado, Ed Harrison cogió ahora una aguja flexible, por cuyo centro se deslizaba un alambre metálico llamado estilete. Centrando el punto de la aguja larga en el punto medio de la punción hecha con la novocaína, la empujó a través de la piel, penetrando a continuación los tejidos y continuando hasta que sus dedos percibieron un golpe apenas perceptible en el canal espinal, donde la aguja perforó la capa meningítica que forma su envoltura exterior.
Con todo cuidado retiró el estilete de metal del centro de la aguja, sosteniéndolo a punto para reemplazarlo en el caso de que se produjera un incremento notable en la presión del fluido. Si la presión del fluido espinal estaba sensiblemente incrementada, generalmente a causa' de una lesión o tumor en el cerebro, un repentino descenso de presión en la parte inferior del canal dorsal podía ocasionar que el cerebro se apretara contra la base del cráneo con resultados graves, produciendo en ocasiones la muerte.
Sin embargo, no aparead ningún aumento de presión sino un goteo constante del extremo de la aguja. El fluido tenía casi su aspecto claro acostumbrado pero cuando Ed Harrison llenó un pequeño tubo de ensayo hasta la mitad y lo acercó a la luz, pudo verse claramente el tinte rojizo de la sangre.
—Sangra —dijo— pero ¿por dónde?
—Eso es lo que tenemos que averiguar —dijo Dave Rogan—. Creo que ya es suficiente por esta noche. Mañana puede usted pedir consulta de neurocirugía y de cirugía vascular.
Ed Harrison asintió.
—Eso haré. Confiemos en que no tenga otra hemorragia antes de que localicemos la causa de esta pérdida de sangre.
—¿Hay probabilidad de que ocurra eso? —preguntó rápidamente Janet Monroe.
—La misma que existía antes de la punción —le aseguró éste—. Tan sólo hemos extraído una pequeña cantidad de fluido de forma que no pueden haberse alterado demasiado las relaciones de presión.
Ed Harrison sacó la aguja y colocó un pequeño parche en el punto en que había atravesado la piel.
—¿Es posible que no se repitan estos trastornos? —preguntó Janet y el doctor más joven miró a Dave Rogan esperando que éste contestara.
—Sí, es posible —admitió el psiquiatra—. No obstante, las experiencias con las hemorragias dentro del cerebro o a su alrededor demuestran que en la mitad de los casos son reincidentes a menos que se localice y combata la causa.
—¿Puede ser peligroso?
—Hay cierto peligro, no quiero engañarla, pero cada vez que se produce la hemorragia se duplica la dificultad de hallar la causa y eliminarla. Por esto seguiremos con algunos estudios de diagnóstico, aun cuando Jerry se encuentre al parecer bien en este momento.
—Comprendo —dijo ella—. ¿Qué haremos ahora?
—Los doctores Brennan y Dieter deben decidirlo. Seguramente será una exploración radioactiva del cerebro y posiblemente un arteriograma cerebral. —Dave Rogan recogió el pequeño maletín en el que guardaba los instrumentos para los exámenes neurológicos: un oftalmoscopio para estudiar el fondo del ojo, un martillo para probar los reflejos, un cepillito para comprobar las sensaciones de la piel, una aguja para calcular la reacción al dolor, un diapasón para verificación del sentido vibratorio y otros utensilios similares—. Sin embargo no se preocupe. Debe estar contenta por haber descubierto la hemorragia antes de que sea grave.
Dave Rogan dejó la sala después de esta observación. La angiografía, la inyección de un elemento químico opaco a los rayos X, directamente en las arterias que iban al cerebro de forma que éstas fueran visibles, era un procedimiento valioso pero no exento de peligro. Lo que era más, si la radiografía del árbol arterial del cerebro, la red múltiple de canales por los que la sangre era transportada a todos los rincones del cerebro, confirmaba el diagnóstico que iba empezando a adquirir forma en su mente, las perspectivas de vida del pequeño Jerry Monroe no superaban el 50 por ciento. Sin embargo, no había necesidad de decirlo a Janet Monroe por el momento. Sería absurdo aumentar su inquietud.
Cruzando desde el viejo edificio al nuevo en el que estaban las salas de operaciones, Dave cogió el ascensor hasta el piso situado encima del quirófano principal. A medio camino del pasillo abrió la puerta posterior de la galería de observación rodeada de cristal en la parte delantera, donde podían presenciar la operación hasta una docena de personas, tanto a través de los cristales como por la pantalla de televisión de circuito cerrado, orientada directamente hacia el punto donde se realizaba la incisión quirúrgica. De este modo, aun cuando los cirujanos estuvieran trabajando en lo más profundo de una herida en el cráneo o en el corazón, los detalles más minuciosos podían entrar en la esfera visual de las personas que ocupaban la galería de observación.
El quirófano completamente iluminado era el escenario de una animada actividad mientras proseguían los preparativos para el importante drama que iba a presentarse en breve en el escenario de mosaicos del piso de abajo. Los técnicos no habían acabado todavía de cargar de sangre la bomba del corazón, según pudo apreciar Dave, de forma que la operación quirúrgica no se llevaría a cabo hasta dentro de media hora o tal vez más tarde. Sabiendo que de nada serviría la ayuda que podía prestar a Paul McGill, estando éste en las manos expertas de Antón Dieter, Dave abandonó la galería, tomando luego el ascensor hasta la planta baja y dirigiéndose a la puerta que conducía al exterior.
«Confío en que Mort no alegue demencia transitoria», pensó mientras entraba a la clínica facultativa camino de su despacho. Para un psiquiatra era siempre difícil considerar el caso, y conociendo a Mort, puso en duda que el bioquímico hubiera hecho jamás alguna cosa sin un propósito e intención premeditados.
Todas estas consideraciones hacían difícil la comprensión del motivo por el cual Mort había matado a un amigo aquella tarde, habiendo tenido amplias oportunidades en otras ocasiones para seleccionar a otro como blanco de su ira.