Capítulo VII

Eran las cinco y media cuando el señor David Rogan, psiquiatra de la clínica universitaria y jefe del correspondiente departamento de la Facultad de Weston finalizó de redactar una nota sobre el último paciente del día y paró el dictáfono. Como todo el mundo, tanto en la clínica como en el hospital, conocía el drama que se estaba desarrollando al otro lado de la calle en la sala de emergencia, pero como no tenía deberes especiales asignados en los casos de emergencia cardiacos, había resistido la tentación de cruzar en dirección al hospital para ver lo que ocurría, incrementando la avalancha de gente que únicamente podía poner trabas al equipo de reanimación en su trabajo.

La oficiosa red de comunicación del hospital le había informado, por mediación de su secretaria, que Paul McGill había sido herido por Mort Dellman «en el propio acto», según expresión de ella. Recordando que aún no habían podido examinar al niño de Janet Monroe en la consulta solicitada aquella mañana por el doctor Deemster, catedrático de Pediatría, Dave decidió pasar por allí antes de regresar a casa y tomó el ascensor hasta la planta baja de la clínica.

De estatura media, tenía una calvicie bastante avanzada a los cuarenta y cinco años, y el escaso pelo que le quedaba en las sienes era de color gris en dos terceras partes. El golf y la jardinería en los fines de semana mantenían esbelto su cuerpo, aunque debía vigilar el peso para evitar la formación de colesterol y también para impedir lo que George Hanscombe, especialista en corazón y circulación de la clínica, llamaba «hinchazón insinuante en las caderas», lo que no era fácil ausentándose Della tan a menudo para tomar parte en torneos de golf y con un ama de casa, cuyo fuerte era la bomba atómica de la gastronomía conocida con la denominación de «cocina meridional».

Como muchos psiquiatras, Dave Rogan tenía esa mirada ligeramente comprensiva que proviene de la observación de las debilidades y flaquezas humanas, en su caso a través de unos lentes montados al aire, sin los que no podía ver un letrero en la calle a tres metros de distancia. En aquel instante, sin embargo, la calma normal propia de un psiquiatra estaba alterada por un problema nada insólito en los maridos: la incapacidad de comprender a su esposa. Habían pasado dos semanas desde que Della había salido para Augusta para participar en el campeonato femenino, enojada porque él no podía acompañarla, y hasta el momento no había logrado ningún progreso perceptible hacia la conciliación.

Ninguna disputa entre ellos había durado la mitad de este tiempo, pensó mientras salía del ascensor, encontrándose en el vestíbulo de la clínica, que aparecía casi desierto a aquellas horas en que la marea de humanidad doliente, que irrumpía por las puertas cada mañana a las ocho, se había retirado por otras veinticuatro horas. Normalmente las desavenencias conyugales en el hogar de los Rogan seguían la misma pauta que en la mayoría de las parejas. Se producía una riña, tras la cual Della permanecía callada un día o dos. Cuando la disputa era importante, ella dormía en otra habitación durante una o dos noches como manifestación de su disgusto. Al final, sin embargo, conseguían conciliarse sin la amenaza del divorcio.

Esta discusión había empezado más o menos como siempre, pero últimamente, sobre todo después de que Della regresó de Augusta, la reconciliación no había seguido su curso normal, mejor dicho, no se había producido tal reconciliación. Él había realizado los intentos de acercamiento que se esperaban de él como prueba de arrepentimiento por los pecados cometidos o imputados, pero no había logrado nada. Cada mañana, Della salía para jugar al golf y cada noche se sentaban en silencio tras la cena hasta que llegaba la hora de acostarse. Afortunadamente los niños estaban todavía en el campamento. Como psiquiatra no ignoraba que la discordia conyugal, aun en pequeño grado, existente entre Della y él, podía tener un funesto efecto en el desarrollo de la personalidad de sus hijos, si esta situación se prolongaba.

De modo que no podía hacer otra cosa que esperar hasta que Della decidiera revelar el pecado hasta entonces ignorado del que había sido juzgado y probada su culpabilidad mediante aquel extraño y tortuoso proceso de razonamiento —o sin razón— llamado lógica femenina. Él, sin embargo, era amante de la paz. Tras el tratamiento de tempestades emocionales, siempre había sido un alivio regresar al hogar y encontrarse a alguien que, tal vez en gran parte por estar psicológicamente exhausta a causa del esfuerzo realizado en el juego de golf, no lo recibía en la puerta con un rodillo. Y no deseaba otra cosa en aquel instante que la cesación de hostilidades.

Abandonando la clínica, Dave cruzó la calle y entró en el hospital por la entrada de emergencia, que servía de atajo hacia el pabellón de Pediatría donde, iba a examinar al pequeño Jerry Monroe. Mientras atravesaba la pequeña zona de espera fuera de la sala de emergencia, enlosada con mosaicos blancos, se sorprendió viendo a Della, Grace Hanscombe, Maggie McCloskey y Amy Brennan esperando en el mostrador con un aspecto inseguro como el que tiene la gente que ignora dónde ir. La repentina sensación de alivio que apareció en los ojos de Della al verle le cogió de sorpresa, después del trato frío que le había dado durante más de una semana.

—¡Hola! —dijo—. Si habéis venido por lo de Paul.

—¡Paul! —acertó a decir Amy Brennan—. ¡Entonces era él!

Los ojos de David pasaron de una mujer a otra observando la misma sensación de alivio que Della había mostrado al verle.

—Ninguna de vosotras sabía de quién se trataba, ¿no es cierto? —exclamó.

—El boletín de noticias de la radio no mencionaba su nombre —explicó Della—. Decidimos venir todas y ayudarnos mutuamente…

—¿Se salvará Paul? —preguntó Grace Hanscombe.

—No sé nada salvo lo que se comentó en el hospital —dijo— pero hablaré con la supervisora de la sala de emergencia para ver qué puedo averiguar. —Volvió al cabo de unos minutos—. Paul tiene una bala en el corazón, pero parece que se iba recuperando cuando salió de aquí. Dieter lo ha subido a la sala de operaciones.

—Necesito un trago. —Maggie McCloskey se sentó súbitamente en un banco cercano.

—Te traeré agua. —Grace Hanscombe se dirigió al refrigerador de agua situado en una esquina de la sala de espera, cogió un vaso de papel y lo llenó de agua. Las manos de Maggie temblaban tanto que Grace tuvo que sostenérselo mientras bebía.

—¿Vas a la sala de operaciones, Dave? —Della confiaba en que estuviera libre y pudiera acompañarla a casa. Empezaba a sentirse un poco mareada como reacción a la tensión a la que había estado sometida desde que se dieron a conocer por radio las primeras noticias.

—Tengo que visitar al niño de Janet Monroe —explicó—. Allí me dirigía ahora.

—¿Está Elaine aquí? —preguntó Grace.

—La enfermera con la que hablé me dijo que habían ido a buscarla a su casa, pero no obtuvieron respuesta.

—Elaine y Paul han estado utilizando la cabaña de los Hilton en el lago Tabitha este verano —dijo Grace—. George y yo salimos a cenar con ellos la semana pasada.

—Diré a la telefonista que intente llamar a la cabaña —dijo—. Paul juega siempre al golf los miércoles y es probable que Elaine haya invitado a alguien al lago para nadar.

En aquel instante la puerta exterior se abrió y entró Elaine McGill. Miró a las mujeres y luego a Dave. Sabiendo la pregunta que se adivinaba en sus labios y notando que ella no podía articular palabra, dijo rápidamente Dave:

—Han llevado a Paul a la sala de operaciones, Elaine. El doctor Dieter cree que todo saldrá bien, pero no podían esperarte.

—Estaba en el lago.

—Tiene una bala en el corazón. Dieter va a abrirlo y extraerla. —Era una muestra de la reputación de Antón Dieter y del rápido avance de los conocimientos quirúrgicos el hecho de que ninguno de los presentes se extrañó de la naturaleza del procedimiento operatorio. La cirugía de corazón abierto se había convertido en un procedimiento operatorio corriente desde la llegada de Dieter al hospital de Weston.

—¿Puedo ver a Paul? —preguntó Elaine.

—Lo han llevado ya a la sala de cirugía —dijo Dave—, pero lo traerán a la sala especial de asistencia intensiva más tarde. Tengo que ir a la sala cuarta de Pediatría para realizar una consulta, pero me viene de paso y puedo acompañarte.

—¿Quieres que nos quedemos alguna de nosotras, Elaine? —preguntó Grace Hanscombe—. Yo puedo esperarte, si lo deseas.

—Yo también —dijo Della.

—Tengo jaqueca —dijo Amy—, pero me gustaría…

—No, por favor —contestó Elaine agradecida—. Será una operación larga, ¿no es así, Dave?

—Probablemente. Lleva mucho tiempo preparar una operación de esta clase, y una vez comenzada, no se puede correr.

—Todo irá bien —manifestó Elaine para tranquilizar a las cuatro mujeres—. Gracias por haber venido.

—En estas ocasiones hemos de ser sinceras —dijo Grace—. Vinimos realmente porque ignorábamos de quién se trataba y estábamos atemorizadas.

Dave deseó que hubiera sido Della quien hablara, aun cuando las palabras hubieran sido una especie de reconocimiento de que ella sospechara que él podía haberle sido infiel. Ese algo que había trastornado la tranquila comprensión y confianza que había constituido una parte tan importante de su matrimonio a través de los años, había llegado a un extremo durante el pasado torneo de golf en Augusta, en el que Della había tomado parte. Él había esperado que le hablara en esta ocasión, sabiendo que debía descargar su alma espontáneamente, si había de restablecerse lo que había habido entre los dos. Sin embargo, ella no parecía dispuesta todavía y él era demasiado buen psiquiatra y un marido excesivamente comprensivo para forzarla.

—¿Vendrás a cenar tarde? —preguntó Della.

—Probablemente. Ed Harrison tiene que practicar una punción espinal al niño de Janet Monroe y debo quedarme a presenciar la operación con el fin de hacer un buen diagnóstico. Tienes mal aspecto, cariño. ¿Por qué no te vas a casa y descansas hasta que yo regrese? Entonces daremos una vuelta en coche o iremos a cenar a alguna parte.

—Está bien.

El tono de Della era apagado. La viveza que había mostrado al verle parecía haberse disipado.

—Procuraré no tardar mucho —prometió—. Vamos, Elaine. Te dejaré en la sala de asistencia intensiva.

—¿Cómo puede Elaine estar tan tranquila? —dijo Maggie McCloskey mientras se retiraban de la sala de espera—. Nuestros maridos no estaban implicados en el asunto y todas estábamos asustadas.

—Imagino que se encuentra como aletargada —dijo Della.

—Creo que todas lo estábamos —dijo Grace—. ¿Dónde te enteraste de la noticia, Amy?

—¿Qué dices?

Tan fuerte había sido la sensación de alivió de Amy al descubrir que el hombre en cuestión no era Pete que había estado medio adormecida mientras Dave Rogan les iba hablando, oyendo casi sin escuchar.

Incluso la jaqueca había cedido un poco momentáneamente a causa de su preocupación por Pete, empezando ahora a cobrar incremento.

—Pregunté dónde estabas al oír la noticia —repitió Grace.

—A unos veinticinco o treinta kilómetros al oeste de la ciudad, de regreso de una reunión del distrito sexto.

—Lo había olvidado. ¿Cómo fue todo?

—Tengo la garantía de sus votos.

—¡Felicidades! Esto contribuirá a tu triunfo.

—Así lo creo.

«Debía ser la jaqueca lo que le hizo sentir tan poca satisface don al anunciar su triunfo», pensó Amy. Realmente todos los triunfos que recordaba haber experimentado se habían esfumado por el sonido de la voz excitada del locutor de radio.

—Me pregunto cómo será el segundo acto —dijo Maggie McCloskey.

—¿Qué quieres decir? —La voz de Della era cortante.

—Ninguna de nosotras es tan tonta que crea que hemos llegado al final de la obra. Esta tarde cada una de vosotras tuvo que enfrentarse al hecho de que su matrimonio podía ser un fracaso, exactamente como pasa con el mío. Debería sentirme victoriosa. Todas vosotras tenéis mucho que decir acerca de mi divorcio con Joe, pero ahora no siento sino compasión por vosotras y aún más por mí misma.

—Hablemos claro —dijo Grace—. Tres de nosotras, por lo menos, tenemos un marido que regresará a casa esta noche. Será mejor que estemos en casa para protestar enérgicamente por si acaso nuestros maridos piensan hacer de las suyas también.