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—Ya puede administrarle la dosis normal de oxígeno —dijo Dieter al interno que manipulaba la bomba de oxígeno El doctor en prácticas que acompañaba al cirujano empuñó las manivelas de los electrodos del restablecedor de ritmo cardíaco y Dieter tomó la muñeca del paciente contando las pulsaciones con la segundera de su reloj.

—Tiene pocas pulsaciones, pero son regulares y fuertes si tenemos en cuenta que hace unos minutos estaba muerto —informó—. ¡Que alguien compruebe la presión de la sangre!

—Admiro su rapidez de pensamiento, doctora Feldman —exclamó Dieter volviéndose hacia Marisa mientras aplicaba el puño para la presión al brazo de Paul McGill—. No creo que yo hubiera podido diagnosticar tan velozmente.

Procediendo de Dieter, sabía ella que se trataba de un gran elogio, pero reprimió el impulso de darle las gracias.

—Escuché sonidos débiles en el corazón del paciente con el estetoscopio —explicó ella—. ¿Saco ya la aguja de aspiración? Parece que se ha parado la hemorragia.

—Por ahora sí —dijo Dieter— pero no se aleje, por favor. Cuando suba la presión sanguínea, tal vez empiece a sacar sangre otra vez a través del orificio de la bala que tiene en el ventrículo antes de que podamos cerrar la herida con suturas. La herida de entrada se aprecia perfectamente en la región torácica central. ¿Examinó alguien la espalda por si presentaba alguna herida?

—Apenas había tiempo. Los enfermeros de la ambulancia le dieron por muerto cuando acerté a verlos llevándolo a la sala de emergencia y observé la congestión de las venas del cuello.

Las pobladas cejas de Dieter se elevaron de nuevo:

—¡En ese caso lo salvó usted prácticamente de la muerte, doctora Feldman!

La vigilante ya madura de la sala de emergencia miró de uno a otra, mientras recogía la jeringa y las agujas de la mesita, preguntándose qué podía existir entre ambos. La doctora judía no hacía más de dos días que había llegado al hospital, pero al observarlos, podría verse claramente la atracción física existente entre ambos.

—Parece respirar con normalidad —observó Dieter—. Veamos si se ha restablecido ya el ritmo cardíaco normal.

El doctor en prácticas elevó los electrodos de la pared torácica mientras la enfermera desconectaba el aparato. Dieter mantuvo los dedos sobre el pulso del enfermo durante un minuto mientras observaba la segundera de su reloj.

—El latido es casi normal y regular —informó—. Oreo que podemos ponerlo de lado con cuidado para buscar la salida de la bala.

Ninguna señal apareció por ningún lado y la expresión de Dieter era grave mientras volvían a colocar al paciente en decúbito supino.

—Ahora tendremos que extraer la bala —dijo—. Llevadlo a rayos X y veamos lo que encontramos. Y enfermera…

—Sí, doctor.

—Cuide de traer la bomba de oxígeno y el restablecedor de ritmo, por si los necesitamos. ¿Viene usted, doctora Feldman? Marisa titubeó sólo un momento. —Iba a cenar, pero eso puede esperar.

—Gracias —dijo Dieter mientras empujaba la mesa de examen fuera de la habitación—. Quisiera tenerla para el caso de que el pericardio empiece a llenarse de nuevo.

Quince minutos más tarde Dieter estaba junto a la mesa de rayos X frente al doctor Sam Penfield, radiólogo del hospital, estudiando la pantalla fluoroscópica iluminada por los rayos X que penetraban el pecho del paciente desde el tubo situado bajo la mesa. Una pequeña mancha oscura se mostraba contra el fondo más claro de los pulmones y los blandos tejidos de la pared torácica. Estaba situada en la sombra del corazón, que podía verse latir con regularidad.

—Mein Gott.

En momentos de excitación Dieter profería palabras en su lengua nativa. Existía ahora una buena razón para sentirse excitado, puesto que la bala se desplazaba lentamente dentro de una pequeña y restringida zona.

—¡Ese maldito objeto está dentro del corazón! —dijo el radiólogo con voz aterrada—. Me atrevería a decir que está en el centro del ventrículo.

—¿No hay ninguna probabilidad de que esté fuera de la cámara, en el pericardio o el músculo? —preguntó Dieter.

—No, por la forma en que se mueve —dijo Penfield—. Si

estuviera en el pericardio o en el músculo la sombra se movería rítmicamente con el corazón, puede usted ver que está columpiándose en la corriente de sangre que atraviesa el ventrículo lo que significa que debe estar libre.

—Mire esto, doctora Feldman. —Dieter se apartó para que Marisa pudiera acercarse a la pantalla—. Tal vez no vea usted jamás nada semejante.

—Jamás vi cosa parecida —expuso Penfield.

—¿En qué condiciones se encuentra? —preguntó Dieter al interno que estaba de pie a un extremo de la mesa con el dedo en el dispositivo utilizado por los anestesistas para contar los latidos del corazón durante las operaciones. Un puño para la presión de la sangre había sido colocado en el brazo del paciente y un estetoscopio aplicado a la parte frontal del antebrazo de forma que pudiera tomarse la presión de la sangre mientras yacía sobre la mesa.

—Muy buenas, señor —dijo el interno—. Pulso cien. Respiración veinticuatro. Presión de la sangre cien sobre sesenta.

—El corazón parece latir con fuerza —observó Marisa Feldman contemplando el latido en la pantalla fluoroscópica—. No debe haber mucha sangre en el pericardio.

—Y tampoco mana de la herida a juzgar por el aspecto de la sombra del corazón —convino Penfield.

—¿Qué le parecería a usted, doctora Feldman, si hiciéramos descender la parte frontal de la mesa para que cayera la bala a través de la válvula aorta hacia la aorta de forma que pueda ser impulsada a una de las arterias de las piernas? —preguntó Dieter inopinadamente—. Bastaría con hacer una corta incisión en la vena, abriéndola y extrayendo la bala.

—Su razonamiento sería correcto, doctor, si la bala se aloja en el ventrículo izquierdo. —El acento inglés de Marisa Feldman se hizo más patente—. Sin embargo, si está en el derecho, impulsaría la bala hacia el árbol arterial de los pulmones, donde la vena es siempre más estrecha. Antes de que pudiera darse cuenta, hubiera provocado una embolia pulmonar y probablemente la muerte.

—¡Vaya! —la entonación de Dieter era algo socarrona—. ¡Usted es lógica además de bonita, doctora Feldman!

Se quedó un poco tensa al darse cuenta de que sólo la había estado probando con la pregunta, relajándose en seguida.

—Ignoraba que estaba bromeando, doctor.

—No era broma. Sólo quería confirmar mi pensamiento. —Se dirigió al interno—: Como ha indicado la doctora Feldman, si la bala está en el ventrículo derecho y si accidentalmente se desliza introduciéndose en la circulación pulmonar, podría presentarse una complicación grave. Procure que el paciente sea conducido con cuidado a la sala de operaciones. No queremos que la pequeña bala empiece a desplazarse.

—En la oficina principal no han podido localizar todavía a su esposa. —La enfermera de la sala de emergencia acababa de entrar en la sala de rayos X—. Han tratado de llamarla a su casa, pero no contesta nadie.

—Entonces tendremos que operar sin ella —dijo Dieter secamente—. No podemos permitirnos esperar por más tiempo.

—Fuera hay dos policías, doctor Dieter —dijo la enfermera—. ¿Podrá usted hablarles antes de subir?

—Sólo un momento. Llame al doctor Long, por favor, y pídale que prepare la medicación preoperatoria. Si usted se sirviera acompañar al paciente a la sala de operaciones, doctora Feldman, le estaría muy agradecido.