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El corazón humano es a la vez la parte más protegida y más vulnerable del cuerpo, siendo causa de su vulnerabilidad la misma naturaleza de su protección. Encerrado en un saco áspero, fibroso y poco flexible llamado pericardio, la bomba vital empieza a contraerse rítmicamente cuando el cuerpo es poco más que una célula única, sin sangre que circule todavía y sin arterias ni venas por las que puede fluir.

Durante siglos los hombres han discutido la cuestión de si la muerte es un cese de funcionamiento en algún centro del cerebro donde se oculta el alma, ocasionando una disminución en el ritmo de las restantes funciones del cuerpo hasta llegar al paro total, una vez que se ha producido el fin de un hombre como persona y personalidad; o si, por el contrario, la muerte ocurre únicamente cuando el corazón cesa de palpitar y se interrumpe el suministro de sangre al cerebro, causando la destrucción de las células cerebrales.

Sea cual sea el mecanismo de la muerte, lo cierto es que ésta se produce muchas veces en los casos en que la delgada hoja de un cuchillo o una diminuta bala de plomo, deslizándose a través de los blandos tejidos hasta las costillas, penetra la resistente pared muscular del corazón, dejando una abertura que actúa como válvula. Con cada latido, la sangre es impulsada a través de una pequeñísima abertura en el músculo del corazón para acumularse en el saco pericardial, impidiéndose su retroceso cuando la presión en las cavidades del corazón disminuye a medida que se llenan para producir el latido siguiente. Entonces, contrayéndose una vez más la pared muscular, otro chorro de sangre es impelido a través de la abertura hacia el saco rígido exterior. Sin posibilidad de escaparse, también ésta se acumula en el pericardio, incrementándose en cantidad con cada latido del corazón.

Una ley física indica que dos objetos no pueden ocupar el mismo espacio al mismo tiempo. Uno, por tanto, tiene que ceder, y éste sólo puede ser el corazón, el órgano más blando, que, bombeando en un intento de mantener la circulación vital, poco a poco se encuentra con menos espacio en donde operar. Así, pues, la sangre que se escapa de sus cámaras a través de la pequeña herida que cada latido produce, va oprimiendo paulatinamente el corazón como podría ser apretado por la mano de un asesino. Finalmente, puede dejar de funcionar y pararse: situación conocida con el nombre de obstrucción coronaria.

Marisa Feldman había reconocido el esquema clínico de obstrucción coronaria en el instante en que las pruebas acumuladas en su cerebro desde que vio por primera vez la figura inerte sobre la camilla le informaron de lo que estaba ocurriendo dentro del tórax de un hombre aparentemente muerto. El leve sonido que había escuchado en el estetoscopio podía significar únicamente para sus expertos oídos y clara inteligencia que, clínicamente, aún no había ocurrido la muerte. Por tanto, el mecanismo intrínseco del corazón, el músculo, las fibras de Purkinje, el manojo de His, que constituían un sistema especial de tejido nervioso de comunicación dentro del corazón para asegurar que éste siguiera latiendo aun cuando estuviera desconectado de todo control nervioso por parte del cerebro, todo estaba aún tratando de mantener en acción la bomba, aunque el músculo cardíaco no tenía ahora espacio para relajarse y llenar las cámaras de sangre tras la contracción.

—¡Obstrucción coronaria!

El interno que manipulaba las válvulas del aparato de reanimación repitió las terribles palabras cuando Marisa se quitó de los oídos el estetoscopio. Encontró la mirada del interno y leyó sus pensamientos, mientras el cerebro de éste buscaba algún dato informativo mentalmente entre los libros que había estudiado, que por el momento no encontró. Marisa, sin embargo, no perdió tiempo en explicaciones. Debía realizarse inmediatamente un trabajo más importante si esta débil acción del corazón debía mantenerse, alimentarse y cobrar fuerza. Además, debía hacerse en cuestión de segundos, antes de que los centros del cerebro fueran deteriorados irremisiblemente por falta del caudal vital de oxígeno por la vía de la corriente sanguínea.

—Una jeringa de 50 cc ¡Una aguja del 18!

Las palabras de Marisa galvanizaron al personal de la sala de emergencia, impulsándolos a la acción. La supervisora, una enfermera fría, de cabellos grises, cuyos años de observación de hombres y mujeres en momentos difíciles la habían habituado a una acción inmediata, se apresuró a cumplir las órdenes. De una estantería junto a la mesa cogió un paquete de gasas estériles y lo abrió velozmente.

Sin molestarse en esterilizar —la infección es el mínimo de los males de un hombre herido hoy en día— Marisa cogió la jeringa y le insertó la aguja. Con movimiento diestro, empujó la punta a través de la piel en el lado izquierdo del esternón, a unos tres espacios entre las costillas por debajo de la clavícula. Guiando la punta de la aguja entre los duros cartílagos que unen los extremos de las costillas al esternón, la introdujo más profundamente hasta que notó un golpe seco contra su mano, al penetrar la aguja en el duro saco pericardial fuertemente distendido.

Un murmullo se elevó del pequeño grupo de espectadores agrupados en torno a la entrada del cuarto, cuando la sangre brotó llenando el depósito de la jeringa en el momento en q^ la aguja se introdujo en la cavidad que rodea el corazón. Nadi» comprendía con exactitud cómo se corrían las voces en el hospital, pero un caso dramático de la sala de emergencia, distanciado casi un pabellón de las instalaciones de los internos, podía atraer media docena de espectadores interesados en cuestión de segundos.

A la cabecera de la mesa, el interno de servicio en la sala de emergencia había finalizado de deslizar una vía de aire en la boca y garganta del herido. Un tubo curvado de plástico, aplanado para hacer más fácil la inserción, estaba destinado a mantener la lengua hacia delante y ofrecer un canal abierto hacia la tráquea, por donde el aire entraba en los pulmones. Sobre el extremo exterior del tubo, acopló una máscara conectada mediante sus conductos a un dispositivo de respiración.

Este último dispositivo, muy complicado, consistía en un tanque de oxígeno y unas válvulas especiales que permitían que la presión subiera lo suficiente para inflar completamente los pulmones, entonces se desconectaban del depósito y abrían al mismo tiempo otra salida por la que el gas podía escapar de los pulmones a medida que éstos se desinflaban. De este modo mediante este relleno alternativo de los pulmones con oxígeno y su expulsión posterior, el dispositivo lograba, mucho mejor que cualquier otro método, una simulación muy efectiva de respiración.

Mientras que la jeringa que empuñaba Marisa Feldman se llenaba rápidamente, la enfermera de la sala de emergencia abría otra. Cuando Marisa separaba la aguja de la jeringa llena, la enfermera la cogía con una mano, entregándole otra vacía con la otra mano. Mientras Marisa encajaba la jeringa vacía en la aguja, la enfermera expulsaba la oscura sangre de la jeringa llena, introduciéndola en una vasija esterilizada, que había desenvuelto rápidamente, dejando una pequeña cantidad que hacía pasar a una probeta, que había de ser enviada al banco de sangre para su clasificación.

—Mejor será que mezcle un poco de citrato con eso. Puede ser necesaria para una transfusión.

Marisa habló sin apartar los ojos de la segunda jeringa, que se iba llenando ahora con rapidez mientras mantenía una tracción uniforme en el émbolo.

—¿Obstrucción coronaria, doctora Feldman?

La voz era algo áspera, matizada con un acento alemán inconfundible, y, a pesar de su intensa concentración en la tarea vital de quitar sangre de un saco pericardial, Marisa se sobresaltó involuntariamente. Un hombre de estructura fuerte se había adelantado hacia la mesa, mientras que los que estaban en torno a ésta se apartaron respetuosamente para dejarle sitio. Habiendo oído la voz en la conferencia para el personal la noche anterior, la reconoció como perteneciente al doctor Antón Dieter, el brillante cirujano de corazón y de pecho; por el acento le produjo recuerdos que Marisa creía extirpados de su mente, de los años transcurridos en Inglaterra y Harvard. Refugiado de Alemania Oriental, Dieter había adquirido fama en estas facetas mucho antes de ser reclamado por el hospital de la Universidad de Weston, para engrosar el personal docente de la Facultad de Medicina.

—Acertaba a pasar por aquí y reconocí los síntomas —explicó ella.

—Bien. ¿Le ha inyectado ya adrenalina en el corazón?

—Todavía no. Parecía más importante extraer inmediatamente la sangre alojada en el pericardio.

—Perfectamente. Yo inyectaré la adrenalina. ¡Una jeringa y una aguja larga, por favor, enfermera! Tráigame el esquema cardíaco y el dispositivo restablecedor del ritmo cardíaco.

Una jeringa más pequeña, con una aguja más larga y estrecha, estaba en la mano de Dieter casi antes de que acabara de hablar. En el mismo momento la enfermera colocaba otra sobre la toalla esterilizada en la que estaba envuelta una ampolla de adrenalina, procedente de un surtido conservado en alcohol en un jarro, de forma que quedara esterilizada y lista para cualquier emergencia. Con una pequeña lima —colocada también dentro del recipiente— Dieter aserró el cuello de la ampolla, la rompió con una gasa para impedir el posible desgarro de sus dedos con los fragmentos de vidrio y empezó a extraer su contenido pasándolo a la jeringa.

—Perdón, fráulein doctora.

Las manos de Dieter se desplazaron cerca de las de Marisa, llevando la pequeña jeringa llena con la adrenalina de color claro. Las manos, al hundir la tenue aguja directamente en la pared torácica a dos centímetros aproximadamente debajo de donde Marisa había colocado la primera aguja, eran enjutas y muy hábiles, los puños un poco rechonchos y quizá más poblados de vello que lo normal. Sus manos no tocaron las de Mansa, pero ella tuvo que luchar contra el impulso de retirarlas un poco, mientras desprendía cuidadosamente la jeringa de la aguja más grande y la entregaba de nuevo a la enfermera, recibiendo otra vacía en su lugar.

—¿Qué cantidad ha extraído, doctora? —preguntó Dieter.

—Cien centímetros cúbicos.

—Pronto veremos resultados. —El tenue acento alemán de Dieter hirió los oídos de Marisa recordándole el sonido de la campana de la prisión de Frondheim—. Siga, por favor. Trabajaré a su lado.

Cinco centímetros de la aguja más pequeña unida a la jeringa que Dieter sostenía en sus manos, habían sido introducidos en la pared torácica, lo que bastaba para penetrar en la parte muscular del corazón. Al retroceder el émbolo de la jeringa no brotó sangre a la misma, indicando que el punto atravesado estaba en el músculo. Inyectando la mitad del contenido de la jeringa, siguió empujando la aguja hasta que la boquilla metálica formó un hoyo en la piel, e inyectó el resto en la cámara del corazón que había penetrado, retirando a continuación la aguja y la jeringa en un veloz movimiento.

Nadie podía poner en duda quién había tomado el mando ahora, puesto que el doctor en período de prácticas del hospital, que acompañaba a Dieter, empujó la carretilla cargada con los dispositivos monitores y el estimulador eléctrico, denominado «restablecedor del ritmo», junto a la mesa. Marisa experimentó momentáneamente cierto resentimiento, al ser relegada, por decirlo así, a segundo término. Después de todo había sido ella quien había reconocido que el paciente podía ser salvado, aun cuando el diagnóstico de la ambulancia lo había dado por muerto, obrando en consecuencia. No obstante, la llamada de «Alerta. Caso cardíaco» por el altavoz del hospital indicaba que todos los doctores disponibles podían colaborar en este caso de emergencia, de modo que sabía que no podía echar en cara la aparición de Dieter. Por otra parte, era conocido mundialmente por su competencia en el campo de la cirugía cardíaca, y si fuera necesario realizar una operación era extremadamente importante que pudiera establecerse esta necesidad inmediatamente a causa de la intervención decisiva del factor tiempo en estos casos.

Las diestras y velludas manos aparecieron una vez más en el campo visual de Marisa, esta vez sosteniendo los mangos aislantes de un par de electrodos conectados al «restablecedor de ritmo cardíaco». Al extremo de cada mango había un disco de metal —el electrodo propiamente dicho— un alambre del cual

estaba conectado a la máquina. Procurando no interferir con el trabajo de ella, Dieter colocó los electrodos metálicos sobre la piel del pecho del herido, uno a cada lado de la aguja que Marisa había insertado.

—Creo que el corazón presenta fibrilación —dijo ella—. Pude oír un débil sonido con el estetoscopio, pero no era rítmico.

—Bien. En este caso lo someteremos a otra descarga eléctrica.

Dieter dio instrucciones rápidas al doctor en prácticas que le acompañaba para que ajustara los mandos del «restablecedor del ritmo cardíaco». En casos de fibrilación en que se pierde la acción rítmica del músculo del corazón, siendo sustituida por unas contracciones completamente irregulares, la aplicación repentina de una fuerte descarga de corriente eléctrica devolvía al músculo el ritmo normal.

—Oprima el pulsador, por favor —ordenó Dieter. Y la máquina irrumpió en un zumbido instantáneo, parándose inmediatamente. En aquel instante, sin embargo, una corriente eléctrica había fluido de las bobinas, tubos y diodos del aparato a través del cable que se unía a uno de los electrodos, pasando al corazón que permanecía casi inmóvil bajo la pared torácica, para atravesar el músculo del corazón y regresar al segundo electrodo de la máquina, con lo que se completaba el circuito.

En respuesta a la descarga eléctrica, el corazón saltó como un caballo recién espoleado y Marisa notó cómo la punta de la aguja penetraba en el saco pericardial, originando una suave sacudida en su mano que sostenía la jeringa.

—Bien. —El gruñido explosivo de aprobación de Dieter cuando vio la jeringa moverse en la mano de ella era alemán puro, pero pasó acto seguido a un inglés levemente matizado—: Conecte el «restablecedor» a ritmo normal, por favor.

Las esferas sonaron de nuevo mientras se realizaban los ajustes, y la máquina empezó a zumbar ahora con menos fuerza, puesto que había disminuido la cantidad de corriente aplicada, pero bastó para establecer una pulsación rítmica.

—Noto el pulso en las sienes —informó el interno que manipulaba el aparato de reanimación.

—Significa únicamente que estamos impulsando la sangre para que vuelva a circular —dijo Dieter—. El corazón debe adoptar un ritmo propio antes de que podamos decir que el paciente sigue viviendo.

Sin embargo, hubo unos segundos más de duda con respecto al resultado. Mientras el «restablecedor de ritmo» estimulaba el corazón haciéndolo contraer a un ritmo fuerte, empezó el herido a dar muestras de un cambio impresionante.

La dilatación de las venas del cuello, que fue lo primero que advirtió a Marisa de lo que ocurría, desapareció súbitamente mientras que el corazón, habiendo perdido la mayor parte de la sangre que lo había sofocado en el saco pericardial, encontró espacio para realizar otra vez sus funciones y la circulación se restableció normalmente. Con una dosis adecuada de oxígeno que era bombeada ahora a los pulmones, se establecía en éstos la relación normal con la sangre. Las vetas de color violáceo de la parte superior del tórax, cuello y rostro empezaron a adquirir el matiz rosado propio de la oxigenación normal.

—¡Es un milagro! —exclamó uno de los internos que estaba observando.

—¡Todavía no! —le corrigió Dieter—. Su corazón se contrae, sus pulmones se inflan y desinflan, el oxígeno se comunica con la sangre, pero sólo podemos hacer que un cadáver recobre los movimientos vitales…

Cesó de hablar en el momento en que el ritmo de la válvula del «dispositivo de reanimación» cambió de improviso. Desde que el interno había puesto en marcha el mecanismo, el firme cliqueteo de la válvula, inflando alternativamente los pulmones del herido y dejando escapar el aire, no había cambiado. Ahora, de repente, el intervalo entre los golpecitos se había acortado y comenzaba a ser irregular, señal inequívoca de que el paciente empezaba a respirar por sí mismo, cambiando el ritmo de la válvula al oponer la fuerza de su propia respiración a la de la máquina.

—¡Respira! ¡Vive! —exclamó Dieter—. ¡La felicito, doctora Feldman! ¡Ha provocado usted una resurrección!