En el momento en que la voz de la telefonista finalizaba el anuncio, Janet Monroe había atravesado el pasaje que conectaba el equipo especial de asistencia intensiva con el nuevo pabellón quirúrgico. Su primer impulso fue mirar rápidamente a la batería de tubos de rayos catódicos de la pared de la mesa de gráficos. La acción fue un movimiento reflejo, parte del entrenamiento en el que participaba todo el personal del hospital por turnos, hasta el punto de que la respuesta de cada uno de ellos era automática, una vez que se daba la señal de alarma de que una vida humana estaba en una situación delicada a consecuencia de un fallo del corazón en la prestación de sus funciones.
El equipo especial de asistencia intensiva era utilizado principalmente para el tratamiento de trombosis coronarias por medio de electrodos conectados al cuerpo del paciente en las doce habitaciones que componían la sección. Una corriente constante de diminutos impulsos eléctricos, o sea, corrientes de acción que vibran a través del músculo cardíaco con cada uno de los latidos del corazón, era avanzada a cada uno de los tubos monitores de rayos catódicos, donde una línea ondulada trazaba el esquema del funcionamiento del corazón del paciente. Debajo de cada tubo había una segunda pantalla de vidrio, parte del sistema de televisión en circuito cerrado por el que cada paciente era mantenido en constante observación aun cuando no hubiera nadie en la habitación.
Las doce habitaciones de la unidad equipada con televisión en circuito cerrado, electrocardiografía y cámaras de oxígeno eran utilizadas aquella tarde. Nunca había camas suficientes, ya que el coste de equipar y mantener en funcionamiento una instalación semejante era fabuloso y sólo los que precisaban esa clase de cuidado constante eran sometidos al mismo. Sin embargo, de acuerdo con el procedimiento normal del hospital para los casos cardíacos urgentes, debía estar disponible inmediatamente una de estas camas, aunque esto significara verse precisados a trasladar a alguien a otra habitación.
—He recibido la llamada en el dispositivo de control.
El doctor Stirling Kent asomó la cabeza por la puerta de la habitación de gráficos. Un poco jadeante, sostenía en su mano un pequeño aparato del tamaño aproximado de un pequeño transistor. Este dispositivo, llevado ordinariamente en el bolsillo pectoral del uniforme blanco de los médicos del hospital o en la bata de largos faldones que llevaba el personal docente, permitía localizar a los doctores en cualquier momento, así como a los auxiliares. Cuando el pequeño detector transmitía la señal, el portador iba inmediatamente al teléfono más próximo para recibir la llamada que le estaba esperando.
—Vine corriendo todo el camino desde la máquina refrigerante de agua —dijo sin aliento—. ¿Qué sucede?
—No lo sé.
A Janet le gustaba el joven Kent, pues a diferencia de otros doctores del hospital no hacía alarde de sus conocimientos y de sus éxitos con las mujeres. Cliff no sabía hablar de otra cosa y aún ahora, casi dos años después del divorcio, no podía pensar en él sin un sentimiento de dolor e ira. No era sólo porque Cliff se había aprovechado de ella, manteniéndose con lo que ella sacaba como enfermera mientras él finalizaba los estudios de medicina, dejándola luego tan pronto como pudo ganarse la vida e iniciando la búsqueda de pastos más verdes. Su enojo iba más bien dirigido hacia sí misma por enamorarse de alguien indigno de ella, rebajándose a sus ojos por ese motivo.
—Ayúdame a decidir a quién debemos trasladar —dijo al joven Kent—. No podemos aplazarlo.
Los ojos de Kent se dirigieron a la batería de televisión y a los tubos monitores de rayos catódicos, examinándolos como lo había hecho Janet cuando se produjo la primera llamada. Los esquemas del corazón reflejados allí revestían una gran variedad de formas: líneas formadas por crestas y valles a medida que la energía de los impulsos eléctricos producidos en el corazón subía y bajaba.
—La señora Taylor sigue algo irregular. Dejémosla, por tanto —dijo Kent—. El intervalo P-R de Dignan es el doble del normal y puede producirse un ritmo ventricular de un momento a otro.
—La señora Saborn aún no está compensada —siguió Janet— y el señor O’Toole tuvo una pequeña trombosis esta mañana. Todos precisan una estrecha vigilancia médica como la que les otorgamos con los monitores, pero el reglamento dice que debemos dejar libre una habitación inmediatamente. El doctor Hanscombe pondrá el grito en el cielo, si nos trae un caso de trombosis aguda y no estamos listos.
—Es muy probable que se trate del tipo a quien Dellman disparó —dijo Stirling Kent.
—¿Qué has dicho?
—Estaba observándolo en el monitor hace un momento junto a la máquina refrigerante de agua. El doctor Dellman sorprendió a un eminente doctor con su esposa y disparó contra él hace un rato. Su esposa ha muerto y el hombre a quien disparó está en la sala de emergencia.
—¿Loretta Dellman? No puedo creerlo.
—Eso dijeron en el boletín de noticias.
—La visité una vez cuando estaba terminando las prácticas. Es difícil imaginarla muerta ahora. ¡Amaba tanto la vida!
Stirling Kent hizo una mueca.
—Según los rumores que corren por el hospital, amaba también otras cosas, incluyendo internos y estudiantes.
—Ya sabes lo que son las murmuraciones.
Janet se ruborizó recordando las habladurías que circulaban acerca de ella antes del divorcio, algunas de las cuales resultaron ciertas. Mientras que él vivía de lo que ella ganaba como enfermera, Cliff hacía vida marital con otras mujeres, como se enteró tras el divorcio. Había sido otro Mike Traynor. Había siempre uno o más en cada clase de la Facultad de Medicina. Estos no tenían por lo general problemas para hallar compañeras para sus aventuras. No es que se considerara mejor que ellos —pensó Janet con amargura— aun cuando ella estaba divorciada legalmente.
—Si estaba con Lorrie Dellman un eminente cirujano, podría ser uno de los doce que destacan en este hospital —dijo Kent.
—Me pregunto quién será el infeliz.
—La señora Tatum es la que menos tiene que perder si algo sale mal —Janet ignoró la última observación de Kent—, después de todo tiene una enfermedad incurable en estado avanzado además de sus dolencias cardíacas.
—Tal vez le hagamos un favor sacándola de los monitores —dijo Kent—. Le explicaré lo que sucede mientras vas en busca de un asistente que te ayude a empujar la cama. Me muero de impaciencia por saber quién resulta ser ese eminente cirujano.