Podría ser Pete, fue el primer pensamiento de Amy Brennan mientras las aterradoras noticias eran emitidas por el aparato de radio en la voz excitada del locutor. Lorrie era amoral por completo y tomaba como diversión cualquier aventura amorosa que le apetecía, lo que sucedía con frecuencia. Pete tenía un temperamento muy fogoso, recordó, mientras que su mujer —ocupada con sus mezquinos planes de gloria personal— no le prestaba, por desgracia, ninguna atención. El pensamiento le hizo pisar el acelerador a fondo y el potente coche emprendió una veloz carrera, mientras que la radio ofrecía más detalles de la tragedia, salvo el que ella deseaba y temía al mismo tiempo escuchar.
De pronto observó la luz roja de aviso en el indicador de gasolina y la aguja que marcaba «vacío». Como estaba alterada, no podía saber el tiempo que había estado indicando, y decidió en consecuencia no correr el riesgo de quedarse sin combustible antes de llegar al hospital. Dos estaciones de servicio estaban situadas al pie de la rampa de salida, y, acercándose a la primera, paró junto a los surtidores.
Dos hombres surgieron del interior de la estación. El uno era joven y de cabello rojizo, el otro encorvado y de cabello gris.
—Llénelo, por favor —dijo Amy—. Y no se preocupe del aceite.
Mientras el anciano introducía la manguera en el depósito y empezaba a llenarlo, el joven se puso a limpiar el parabrisas. Normalmente elegía este trabajo, ya que con los vestidos cortos ahora de moda, la visión desde su puesto ofrecía a menudo ciertos alicientes.
Los ojos de Amy denotaban impaciencia hasta que observó el precio en el surtidor. Abriendo la puerta, salió y buscó en el bolso una moneda de diez centavos sin hallar ninguna. Cogió, pues, un cuarto de dólar y se lo dio al joven.
—Déme cambio para el teléfono, por favor.
Este cogió el cuarto de dólar, y de la bandolera sacó dos monedas de diez centavos y una de cinco y se las dio.
—¿Me la paga o se la cargo en cuenta, señora?
—¿Qué?
—La gasolina. ¿Quiere que se la cargue en cuenta?
—Sí.
Abrió el portamonedas y le entregó su tarjeta de crédito, desplazándose luego hacia el teléfono casi en carrera. Sus dedos trémulos marcaron el número del hospital, pero cuando contestó la telefonista, casi colgó temerosa de lo que pudiera oír.
—Soy la señora Brennan —logró decir—. ¿Quiere ponerme con el despacho de mi marido?
—Hay un caso cardíaco de emergencia, señora Brennan. No podemos pasar las llamadas del exterior a los teléfonos interiores.
—¿Qué ocurre?
—Acaba de presentarse un caso cardíaco grave. Las líneas deben mantenerse libres hasta que cese la llamada de emergencia.
—¿Se trata de uno de los doctores de plantilla?
—Eso creo, señora.
—¿No puede decirme…?
—Hay una llamada para rayos X. Debo contestar. Ignorando lo que ocurría a su alrededor, Amy colgó el auricular y abandonó la cabina. Cuando el empleado más joven le entregó la cuenta y su tarjeta de crédito, garabateó automáticamente su nombre en la cuenta, dejando caer la tarjeta en su bolso.
—¿Se encuentra usted bien, señora Brennan? —preguntó el joven.
—Sí, sí. ¿Por qué?
—Da la impresión de haber visto un fantasma. Amy lo miró con las pupilas dilatadas. Entonces, lanzando un grito de espanto, corrió hacia el coche, subió y puso en marcha el motor.
Sus manos temblaban tanto que apenas podía sostener el volante y dejó caer su cabeza sobre el mismo al tiempo que se esforzaba por controlarse.
—¡Dios mío! —musitó—. No permitas que sea Pete. Esta oración le hizo recuperar la serenidad suficiente para dirigir el auto fuera de la gasolinera hasta la calle que conducía al hospital de la Universidad. Observándola, el más joven de los empleados se rascó la cabeza pensativamente.
—¿Sabes una cosa? Juraría que estaba rezando antes de alejarse de aquí —dijo.
—¿Rezando? —El de más edad sacudió la cabeza—. Estás viendo visiones otra vez, Ed.
—Sí. Tal vez tengas razón. Solía abastecer de gasolina su coche en la gasolinera de la ciudad. Es la esposa del doctor Brennan, eminente cirujano de la Universidad y tiene cuanto puede desear. ¿Por qué motivo tenía que rezar entonces?