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Aún no eran las cinco cuando Janet Monroe salió a la pequeña terraza adjunta al restaurante sito en la última planta del nuevo pabellón de cirugía del hospital de la Universidad, a tan sólo unos pasos, mediante un pasillo comunicante, del equipo especial de asistencia intensiva de la que ella era enfermera principal. Había decidido tomar únicamente unos bocadillos y café en el mostrador del snack y no el menú que les autorizaba su contrato durante cada turno de ocho horas. De esta forma había podido aprovechar quince de los treinta minutos concedidos para la cena para hacer una rápida visita a la sala de pediatría quirúrgica instalada varios pisos más abajo, donde Jerry estaba como paciente.

La forma en que el pequeño rostro de su hijo se iluminó al verla la había conmovido profundamente. Las cláusulas de divorcio de su marido, Cliff Monroe, no le habían asignado una pensión excesiva. A Janet no le había quedado otra alternativa que seguir trabajando después del divorcio, dejando a Jerry desde las tres de la tarde en la guardería infantil mantenida por el hospital y la Facultad en beneficio de las madres que trabajaban en los diversos departamentos de la institución. Muchas de ellas, como Janet Monroe, trabajaban como enfermeras para mantenerse y a menudo para criar a sus hijos tras el divorcio con que finalizaban muchos matrimonios entre estudiantes de medicina.

Lo que la había abatido no era el aspecto de Jerry. Este rebosaba de contento y era evidentemente el preferido de la celadora. Era el hecho de que el personal del hospital no había logrado establecer la causa del repentino ataque convulsivo que el niño había sufrido dos días antes por la tarde.

Janet se estaba vistiendo, una noche que no estaba de servicio, en el pequeño apartamento que compartían ella y Jerry —salvo de las 15 a las 23 horas, seis días por semana—, para salir con Jeff Long a un concierto popular en el nuevo Anfiteatro Municipal. Jerry había estado jugando en el patio y se había sorprendido al verle abrir la puerta del apartamento y cruzar la sala de estar hacia la puerta del dormitorio. Generalmente se empeñaba en permanecer fuera en el patio de juego con los otros chicos hasta el anochecer, ya que el día en que ella tenía permiso era la única ocasión que tenía para jugar con ellos.

Apartando la mirada del espejo para verle atravesar la habitación hacia ella, había pensado qué fuerte y hermoso estaba con sus ojos azules, mejillas rojas y su abundante cabello oscuro. Los niños por lo general se parecen a sus padres, pero Jerry tenía tendencia hacia la familia de su madre mediante los genes heredados y había en él poco de Cliff que le hiciera recordar su pasado. Era un muchacho animoso y alegre, aun cuando ella tenía que despertarlo poco después de las once cada noche y llevarlo a lo largo de la media manzana de casas que separaban la guardería del apartamento.

Jerry había llegado al centro de la habitación cuando Janet advirtió que le ocurría algo. Normalmente corría a dondequiera que fuera, pero hoy andaba con lentitud. Por un momento dio la impresión de tambalearse, como si su pie hubiera tropezado en la alfombra o estuviera muy fatigado, y cuando ella se dirigió a su encuentro, el niño fue a caer en sus brazos, apoyando la cabeza contra su pecho.

—Me duele la cabeza. —La solidez de su cuerpecito le tranquilizó un poco, calmado el momento de pánico que había experimentado al verlo tambalearse.

—¡Mamá te dará una aspirina infantil!

Reducidas a mitad de potencia y con sabor a caramelo, los comprimidos eran tan atractivos para el niño que tenía que guardar los envases en lo más alto del botiquín para impedir que los cogiese. Llevándolo en brazos —y todavía en camisón— Janet se dirigió al dormitorio, encontró las aspirinas y le dio una al pequeño.

«No será nada», se decía, mientras él empezaba a mascar contento la tableta. Cuando le dio un vaso de agua para arrastrar los residuos que hubieran podido quedar en la boca, pareció ahogarse aunque esto lo atribuyó a haber querido ingerirla sin ayuda del agua. A decir verdad esa actitud suya podía explicarse fácilmente por sus deseos de que se quedara a hacerle compañía en vez de ir al concierto. No sería la primera vez que surgía un ligero y repentino dolor de estómago o un catarro nasal, cuando Jerry se enteraba de que venía la señora Bodey a cuidar de él porque su madre salía aquella noche.

—¿Quieres echarte un rato, cariño? —Janet había presionado su mejilla contra la del niño—. La señora Bodey puede darte la cena después.

La señora Bodey, una viuda que completaba su escasa pensión cuidando niños por las noches en la vecindad, vivía en la misma calle unas casas más abajo.

—Está bien, mamá.

Lo había acompañado hasta la cama y colocado en ella. Entonces acercó una silla y se sentó a su lado, cantándole una canción de cuna al tiempo que acariciaba su cálida mejilla. Por un instante pensó en llamar a Jeff Long para cancelar la cita. Tras divorciarse de Cliff, había estado un año sin salir, hasta que Jeff le había convencido de que precisaba salir de cuando en cuando para su propio bienestar emocional.

Él estaba en lo cierto, desde luego, como lo estaba casi en todo. Un residente anestesista no podía permitirse el lujo del error, le había dicho una vez, con la mueca familiar característica. A1 blanco resplandor de las luces de la sala de operaciones, no había medio de encubrir una equivocación.

«Tengo que tomar pronto una decisión respecto a Jeff», se decía para sí Janet repetidas veces cuando se sentaba junto a la camita del niño. Lo había aplazado una y otra vez, puesto que sabía que sólo una decisión sería realmente justa con Jeff y no quería tomarla por motivos puramente egoístas. Por mucho que ella confiara en él y lo amara, no era razonable cargar a Jeff con el hijo de otro hombre, aunque Jerry lo adoraba, y era igualmente injusto dejar que Jeff siguiera amándola sin darle ninguna esperanza de casamiento.

No era que su propia lamentable experiencia le hubiera hecho concebir prejuicios contra el matrimonio. Cliff no había aportado jamás nada por su parte salvo el semen que había dado vida a Jerry. Realmente el matrimonio había sido un fracaso desde un principio y Janet se preguntaba a menudo si Cliff no se había casado con ella por el hecho de que estaba a punto de obtener el título de enfermera y podía mantenerle con el sueldo de la Facultad, pensando abandonarla luego con su hijo, conseguido el divorcio, después de doctorarse en Medicina y ya en situación de ganarse la vida por sí mismo.

Janet había pensado que Jerry estaba dormido cuando se presentó la primera convulsión, un ataque que hizo sacudir el cuerpo del niño con espasmos y girar sus ojos hacia arriba hasta dejarlos casi en blanco.

No era la primera vez que había observado la convulsión en el niño. Cuando éste tenía un año aproximadamente, tuvo mucha fiebre acompañada de espasmos. Aun sintiendo la preocupación natural por lo que estaba ocurriendo, Janet no se dejó llevar por el pánico. Por el contrario, lo sostuvo firmemente hasta que cesaron las sacudidas e incluso conservó la calma hasta el punto de observar que un lado del cuerpo parecía agitarse más que el otro. Mas cuando cesó el espasmo y vio sus ojos girar hacia atrás sin percibir sonido alguno de respiración, le pareció que su corazón se paralizaba.

Afortunadamente sabía exactamente lo que debía hacer. Nada podía ganar avisando a un doctor con la inevitable demora. La sala de emergencia del hospital estaba a unas pocas manzanas y allí podía encontrar siempre la ayuda de un personal preparado, especialmente de Jeff Long y del hábil Ed Harrison, pediatra amigo suyo.

Jerry había comenzado de improviso a respirar nuevamente mientras ella lo sostenía en sus brazos tras la convulsión, emitiendo un sonido ronco y silbante similar al ronquido de una persona mayor. Colocándolo otra vez en la camita de donde lo había levantado mientras se producían las convulsiones, Janet había corrido al lavabo, tomado un vestido estampado de algodón y se lo había puesto por encima de la cabeza. Corriendo la cremallera del vestido, había cogido las llaves del «Volvo», el único capricho que se había permitido en estos dos años después del divorcio.

Jerry respiraba ahora con mayor normalidad y su cuerpo estaba relajado cuando lo levantó de la cama. Incluso abrió los ojos en sueños y una mano regordeta se extendió hasta su mejilla cuando bajaba con él las escaleras llevándolo en brazos.

El «Volvo» estaba aparcado en el pasaje. Colocó al niño en el asiento, cerró la puerta y llegó al lugar de destino. Aun en su estado de ansiedad, Janet había retenido suficientemente sus facultades para darse cuenta de que estas convulsiones eran distintas de las que Jerry había padecido unos años antes. Eran más fuertes y parecían limitarse a un solo lado del cuerpo. No tuvo demasiado tiempo para pensar en esto, sin embargo, pues en menos de diez minutos había colocado su coche en la rampa de descarga de ambulancias de la sala de urgencia. Estaba ya con Jerry dentro del hospital, cuando su cuerpecito empezó a agitarse en sus brazos con otras convulsiones.

El resto de aquella noche le parecía ahora como un sueño, después de ver a Jerry que aparentemente había recuperado su estado normal. La inspectora de enfermeras de la sala de urgencias se había puesto inmediatamente en contacto con Ed Harrison y Jeff Long. Y cuando el sistema rutinario pero eficiente del hospital se puso rápidamente en acción en torno a ella y Jerry, Janet había sentido que empezaba a disminuir el pánico ciego que había experimentado al principio del segundo ataque.

Este se había extinguido tan velozmente como el primero, incluso antes de que Ed Jarrison pudiera llegar a la sala de urgencia. Una vez más el cuerpecito había atravesado el período agónico en que la respiración se había parado por el espasmo de los músculos pectorales y los labios y lóbulos empezaron a cobrar un tinte azulado acusando la cianosis propia de la falta de oxígeno. En aquel momento y tan súbitamente como ocurrió con los primeros espasmos, Jerry empezó a respirar nuevamente y pocos momentos después abrió los ojos sonrientes dirigiéndose a Janet.

Esto había pasado un par de días antes, pero el doctor Deemster, catedrático de Pediatría, había decidido tenerle en observación durante un breve período de tiempo. Ed había explicado el motivo: «Los casos como éste obedecen a menudo a una pequeña hemorragia en la zona situada debajo del aracnoides alrededor del cerebro. Si realizamos una punción dorsal ahora, podríamos alterar la relaciones de presión e incrementar la hemorragia».

—¿No se puede hacer nada?

—Le daré algún fenobarbital tónico para calmarlo un poco. Haremos la punción dorsal dentro de un par de días para ver lo que encontramos. Entretanto podemos hacer otras pruebas y reconocimientos.

Hoy era el día. La enfermera jefe le había dicho que el doctor Rogan vería a Jerry para realizar un reconocimiento neurológico hacia las seis y entonces se realizaría probablemente la punción. Él había prometido que se lo comunicaría, pues de su resultado podía depender el futuro de Jerry.

Deliberadamente apartó de su mente los problemas con que se enfrentaba y miró en dirección al oeste hacia la oscura cordillera de los Smokies. Se había entrenado a dejar su mente vacía como en esta ocasión, de cuando en cuando, desde aquel día un par de años atrás, cuando regresó a casa desde el trabajo y comprobó que las pertenencias de Cliff habían desaparecido pues de otro modo estaba convencida de perder el juicio. Una nota sobre el tocador decía que Jerry estaba con la señora Bodey pero que Cliff no había regresado. Poco después Janet había solicitado el divorcio.

En realidad, reconoció ahora mientras apagaba el cigarrillo, preparándose para regresar al equipo de asistencia intensiva, la marcha de Cliff había constituido en cierto modo una liberación. Ciertamente su posición económica no había empeorado, tal vez lo contrario, pues ya no precisaba ahora pagar sus estudios, comida y cigarrillos. El ser abandonada por su marido, sin embargo, fue un golpe para su amor propio como mujer, prescindiendo de las malas cualidades de Cliff. Durante algún tiempo había estado como aletargada hasta que Jeff Long la había arrastrado prácticamente a la vida, concentrada ahora exclusivamente en el trabajo, el apartamento y Jerry. Ahora las convulsiones de Jerry con el presagio terrible de algo más grave amenazaban empujarla otra vez al estado de compasión de sí misma y desaliento del que sólo había empezado a emerger.

Mirando su reloj, observó que eran las cinco y se levantó, en el momento en que el altavoz del bar, en la parte exterior del cual estaba sentada, irrumpió con su anuncio: «Alerta. Caso cardíaco. Todo el personal a sus puestos».

Janet se sobrecogió al escuchar las primeras palabras del anuncio. Su primer pensamiento fue para el pequeño Jerry y su aparato respiratorio paralizado por el espasmo muscular de otra convulsión, sus labios y sus lóbulos oscurecidos con el terrible tinte violáceo de la cianosis. Su puesto de servicio era el equipo especial de asistencia intensiva, según el procedimiento general operatorio para el caso de urgencia más importante con que el hospital tenía que enfrentarse: el caso de un corazón paralizado. Pero si era el corazón de Jerry el que se había parado con otra convulsión, tenía que estar a su lado, prescindiendo del servicio. Rasgada por la indecisión y el terror, Janet no podía moverse en ningún sentido hasta que la segunda parte del anunció le devolvió la calma: «Alerta. Caso cardíaco. Sala de emergencia».

Habiendo recuperado el aliento, se dirigió con rapidez a su puesto.