Maggie McCloskey estaba sentada en el pequeño bar al otro lado del salón de las damas, cuando Della Rogan entró y pidió una tónica con ginebra. Los hombres todavía gozaban de derecho preferente en el «Decimonono Agujero», pero el club había convertido lo que fue en un tiempo almacén trasero del bar principal en una pequeña e íntima sala, donde las mujeres podían tomar bebidas en «shorts» tras el juego.
Maggie había tomado tres o cuatro copas, a juzgar por el aspecto algo vidrioso de sus ojos, pero Della no quiso decirle nada hasta haber vaciado la primera copa y pedido otra. No quería que la recordaran que, entre todos los miembros de la «Sociedad Anatómica», Maggie era la única que había llegado al extremo de pedir el divorcio.
Con el nombre de soltera de Margaret Smith, Maggie había sido secretaria del departamento psiquiátrico de la Facultad antes de contraer matrimonio con Joe McCloskey y de que Della se casara con un radiólogo. Ambas procedían de la misma ciudad al este de Tennessee, pero Della había perdido la pista de Maggie hasta que se encontraron nuevamente en el nuevo hospital y Facultad de Medicina de la Universidad de Weston unos quince años antes.
En Tennessee, Maggie había crecido en un ambiente distinto del de Della, y aunque Della jamás se lo recordó ni siquiera lo pensó, Maggie parecía resuelta a menospreciarse, aun después del matrimonio con Joe McCloskey. En realidad, como Della sabía muy bien, Maggie no tenía motivo alguno para sentirse inferior a nadie. Había sido una secretaria extremadamente eficiente de Dave Rogan y había intervenido en la unión de Della y Dave, cuando se dieron una vez doble cita con Maggie y Joe.
Nadie sabía exactamente el motivo del conflicto entre Joe y Maggie. Joe era un hombre bajo y prematuramente calvo, con exquisitos modales y un grado de amabilidad y tolerancia poco común en un urólogo, cuyo trabajo le ponía en contacto con algunos de los peores aspectos del comportamiento humano. Della había sospechado que el principal motivo de disensión provenía del complejo de inferioridad de Maggie, lo que tampoco tenía razón de ser, pues Maggie era muy bonita cuando ella y Joe contrajeron matrimonio y era todavía una mujer atractiva, aunque las señales de su vida licenciosa habían empezado a desfigurar su belleza, en especial desde el divorcio, tras el que había empezado a beber más que antes.
Por la razón que fuere, el licor sólo contribuía a incrementar las recaídas cada vez más frecuentes en las costumbres y lenguaje propios de la educación recibida en la infancia. Della pensaba a veces que se castigaba deliberadamente haciendo que la gente se ofendiera con ella por su forma de comportarse. Siendo bondadosa y apreciando de verdad tanto a Maggie como a Joe, sintió lástima por Maggie y trató de ayudarla, frecuentemente a expensas de sus propios sentimientos, cuando Maggie soltaba a ciegas frases hirientes, acometiendo contra todo lo que se le ponía por delante.
Físicamente, apenas podían existir dos mujeres más distintas que Maggie McCloskey y Della Rogan. Si Maggie era más bien gruesa casi con un punto de obesidad, Della era flaca. Si Maggie era morena, Della tenía el pelo rojizo arenoso que había ido perdiendo color paulatinamente por el sol de los campos de golf, donde pasaba por lo menos la mitad de su tiempo, convirtiéndose en un rubio amarillento. Mientras que Maggie era muy emotiva, Della podía controlarse perfectamente para que Dave, que en su calidad de psiquiatra trataba todo el día con personas afectadas de desequilibrio emocional, no se encontrara por la noche con el mismo ambiente.
Mas Della estaba sinceramente apenada por Joe McCloskey, el amable, siempre atento y poco atractivo Joe. Sabía que él había intentado desesperadamente evitar el divorcio, pero Maggie parecía sentir placer atormentándose y torturando a Joe hasta que al fin no se había hallado otra solución. Desde entonces Della y Dave habían procurado invitar a Joe varias veces a cenar para animarle, pero al estar ella tanto tiempo fuera en torneos de golf no había surtido efecto.
Además, estaba segura de que Maggie había oído hablar de las invitaciones y por esta razón había acentuado su desarreglada conducta.
—¿Has oído lo de Lorrie? —Maggie empezaba a tartajear un poco.
—¿Quién es esta vez?
—No lo sé, a menos que sea el redomado sinvergüenza que me figuro.
—Deja de decir sandeces, Maggie. —Cansada y sin haber asimilado todavía el alcohol, el tono de Della era cortante—. ¿Qué le pasa a Lorrie?
—¡Está kaput!
—¿Quieres decir que ha muerto?
—Eso quiero decir.
Sobresaltada, Della no pudo engullir la bebida y Maggie le dio jovialmente un golpe en los omoplatos que hizo crujir sus dientes.
—No tragues el whisky, Della. Te durará más si lo bebes poco a poco. Créeme —añadió amargamente—, cuando una tiene que vivir de la maldita pensión que Joe McCloskey me da como limosna, no se puede extralimitar con las bebidas.
—¿Qué decías de Lorrie?
—Mort disparó contra ella hace unos minutos, según dice la radio y la televisión. El comentarista informó que le atravesó el corazón, aunque, créeme, hubiera sido más justo que hubiera apuntado más bajo.
Della Rogan sintió que un escalofrío se insinuaba en la región cardíaca.
—¿Estaba…?
—¿Sola? Pensé que harías esa pregunta. —Maggie sacaba todo el partido posible del espanto de su amiga—. ¿Lo estaba alguna vez?
—¡Por lo que más quieras, Maggie! ¿Qué sabes?
—La radio dijo que un «médico destacado» estaba con Lorrie cuando Mort la agujereó. Quienquiera que fuese recibió también los disparos. Es lo que los abogados llaman flagrante delicio.
—¿Quién era?
Un sudor helado se asomaba a la frente de Della, aunque hacía unos minutos estaba acalorada y sedienta. Naturalmente no podía ser Dave, o tal vez sí.
—Eso es lo que nadie ha logrado averiguar todavía. Pero puedes estar segura de que muchas de las esposas de los facultativos se han estado telefoneando frenéticamente desde que sucedió, preguntándose si el hombre en cuestión es su marido.
—¿Cómo puedo saber que no estás inventando todo esto? —Della vació su vaso y lo empujó por la barra hacia el camarero para que volviera a llenarlo.
—¿Te he metido el miedo en el cuerpo? ¿No es eso? —añadió Maggie.
—¡Cállate, Maggie! El barman nos está oyendo.
—Manuel ya sabe de qué se trata. Conoce muy bien el paño…
—Entonces, ¿es verdad?
—Pregúntaselo a Manuel, si no me crees —dijo Maggie indignada—. Él también lo oyó.
Della miró al barman y el escalofrío se intensificó cuando él asintió.
—Todo lo que sé es lo que dicen por la radio, señora Rogan —dijo—. Conecto este pequeño transistor cuando estoy solo.
—Hágalo ahora.
La voz de Della era áspera.
—Al encargado no le gusta…
—Ponlo de una vez, Manuel —dijo Maggie McCloskey—. La víctima podría pertenecer perfectamente al Consejo de Administración.
—Si las señoras lo desean. —Manuel hizo funcionar el transistor en el momento en que Grace Hanscombe aparecía por la puerta del pequeño bar.
—Están ofreciendo los sangrientos detalles en color en el televisor del «Decimonono Agujero» —dijo, y todos se precipitaron desde el pequeño bar al otro mayor, donde un grupo de hombres y mujeres estaban reunidos en torno al televisor.
—Ahí está Mor. —Arthur Painter era un abogado especializado en inmuebles. Señaló hacia la pantalla en la que un hombre rechoncho en mangas de camisa era conducido por un teniente de la policía al coche que estaba aguardando—. Me pregunto si firmó la nueva póliza de Lorrie con antelación suficiente para que la compañía tenga que pagarle.
—Yo redacté la póliza y jamás pagaremos.
—A los treinta años Earl Bieson era un agente de seguros de vida y socio de su propia compañía, el Million Dollar Club, aparte de sufrir de presión alta e insuficiencia renal.
—¿Es que no pensáis en otra cosa que en testamentos y seguros? —dijo Della.
—¡Hola, Della! —dijo Arthur Painter—. ¿Dónde está Dave?
Un largo silencio siguió a la pregunta hasta que Maggie habló:
—Muchas esposas se preguntan dónde se encuentran sus maridos ahora, Arthur. Me alegro de no tener…
—Cállate, Maggie. —Della se esforzaba por ver lo que sucedía en la pantalla de televisión—. No olvides lo que ocurriría con tu preciosa pensión si la víctima fuese Joe.
—¡No me haría eso a mí ese bastardo! —Maggie palideció y engulló de un trago el resto del contenido de la copa que llevaba en la mano—. ¿Qué opinas tú, Arthur?
—¿De qué estás hablando, Maggie? —El abogado desvió de mala gana su atención de la pantalla.
—Tú redactaste las cláusulas de divorcio y cobraste tus buenos honorarios. Si Mort Dellman hubiera matado a Joe, ¿pierdo mi pensión?
—Sí. —Al oír estas palabras Maggie creyó ponerse enferma—. Sin embargo, el seguro de Joe incluye un fideicomiso a tu favor.
—Entonces recibo doble indemnización por el accidente, ¿no? —Maggie recobró el color al dirigirse al agente de seguros—. Tú hiciste la póliza, Earl. ¿Obtengo o no el doble?
—Si Joe es el que está herido y muere, sus herederos percibirán doble indemnización. —Sólo el pensamiento parecía apenar a Bieson—. No han dicho aún el nombre del individuo, pero lo último que oí es que estaba vivo y que lo llevaban al hospital de la Universidad.
—Pudo ser Joe, Maggie. Asediaba a Lorrie como todos vosotros y otros que no están aquí.
Una escena familiar a todos ellos aparecía ahora en la pantalla: una casa entre los árboles con un paseo sinuoso al frente. En Sherwood Ravine, muchas casas tenían casi media hectárea de superficie y estaban situadas a un mínimo de treinta metros de la calle, y algunas de ellas incluso a cincuenta metros.
«No permitas que los plebeyos vean lo que pasa entre la nobleza», había sido el lema del viejo Bob Bieson, padre de Earl, cuando construyó esta urbanización. Destinada en principio
a facilitar viviendas espaciosas a la clase alta, esta zona se había poblado ahora de médicos, dentistas y abogados: la nueva y rica aristocracia de las profesiones liberales que la postguerra había hecho surgir rápidamente.
En la pantalla de televisión los ayudantes de la ambulancia hacían rodar una camilla donde yacía una forma inmóvil cubierta con una sábana.
—Esa debe ser Lorrie —dijo Della, mientras subían la camilla a la ambulancia.
—Está muerta sin duda —dijo Maggie— o de lo contrario ya habría conseguido deshacerse de esa sábana.
—Estás ebria, Maggie —dijo Grace Hanscombe—. Ven, te llevaré a casa.
—No. Yo me quedo aquí hasta que digan el nombre del distinguido médico que estaba con Lorrie cuando Mort le disparó.
—Te acompaño, Grace —dijo Della Rogan—. Pronto llegará Dave a casa.
Calló súbitamente dándose cuenta de que la inquietud de los ojos de la inglesa se reflejaban en los suyos.
—Tomemos otra copa —continuó Della—. Las dos sabemos el miedo que tenemos de volver a casa.
—Una cosa es segura —la voz de Grace denotó su procedencia cockney, acento que normalmente lograba disimular—, ésta será la primera noche desde hace mucho tiempo que los maridos y esposas de Sherwood Ravine duerman en sus propios lechos.