Alice Weston nunca veía la televisión por las tardes después de finalizar el serial. Para entonces estaba ya tan agotada emocionalmente que tenía que echarse un rato antes de tomar el baño y vestirse para la cena. No habiendo conocido nunca la verdadera desdicha, Alice descubrió que las tribulaciones de la gente triste que habitaba el mundo imaginario de los seriales de la tarde era casi más de lo que podía resistir. Jamás escuchaba las noticias. La miseria de la vida real la dejaba siempre deprimida durante horas. Soportaba, no obstante, los seriales con valentía, movida por un sentimiento del deber. Después de todo, no le parecía justo que una persona tuviera todo y no sufriera un poco por el mundo trastornado, aunque sólo fuera a través de la pequeña pantalla.
Sin embargo, media hora en la cama por la tarde con las cortinas corridas era como un sedante que borraba los sinsabores del mundo de los folletines y que dejaba a Alice a punto para el baño y preparada para el ritual martini de antes de la cena que siempre tomaban ella y Roy, cuando él estaba en casa. Vanessa, la cocinera, preparaba la cena, se cuidaba de la limpieza y de la compra de comestibles, de forma que Alice tenía pocas responsabilidades por lo que se refería al gobierno de la casa. Pero a Roy le gustaba que le preparara el martini, con el vermouth aromatizando ligeramente la ginebra y la oliva un poco machacada para que una pizca de aceite amargo de su piel se mezclara con la bebida.
Llevaban casados casi veinte años, desde que ella tenía dieciocho. No obstante, Alice jamás había confesado a Roy que rebajaba con agua la bebida destinada a ella cuando la preparaba. El estímulo del alcohol, cuando se permitía tomar más cantidad, lo que no sucedía casi nunca, le daba un poco de inseguridad. Sabía que la gente hacía cosas horribles cuando abusaban de la bebida. Cosas así ocurrían en los seriales y tenía miedo de que el licor pudiera influir en su pequeño y virtuoso mundo.
Entonces recordó que Roy había dicho que no estaría en casa para la cena, ya que una especie de conferencia preparatoria le retendría. Pensó que tal vez llamaría a Corinne Merchant para que viniera a pasar un rato con ella y la idea le hizo feliz, disipando la tristeza que aún le quedaba de los seriales de la televisión de la tarde.
Alice se había quitado el vestido y estaba estirada sobre la cama en la semipenumbra, con el acondicionador de aire ronroneando dulcemente, ya que en Weston las montañas estaban a cincuenta millas de distancia y hacía bastante calor a principios de septiembre, cuando sonó el teléfono al lado de la cama. Adormecida, lo levantó del soporte. Como el resto de la habitación, el teléfono era de color rosa y blanco.
—¿Alice? —Reconoció la voz estridente y algo quejumbrosa de Jake Porter.
—¿Qué sucede, tío Jacob? —El rudo anciano había acogido a Alice y a su madre viuda tras el fallecimiento de su padre y la crió como a su propia hija, de modo que ella sentía por él lo que sentiría por uno de los patriarcas bíblicos. Por esta razón no se había acostumbrado a llamarle tío Jake, como Roy, aunque todo el mundo sabía que Jake Porter no se asemejaba en absoluto a ningún personaje bíblico, salvo quizás al Rey David en los días de Betsabé.
—¿Dónde está Roy? —preguntó el anciano.
—No lo sé. En su despacho, supongo.
—He llamado allí. Ignoran dónde se encuentra.
—Dijo que llegaría tarde a casa. ¿Quieres que te llame cuando llegue, tío Jacob?
—No puedo esperar tanto; lo necesito ahora. Roy tiene que intervenir antes de que esta ciudad se ponga en erupción como un volcán.
—Espero que no haya desórdenes raciales en Weston. Uno de los personajes de «Filo del día» era un beatnik que estaba siempre vanagloriándose de haber participado en el desfile hacia Selam. Tan sólo el verlo en la pantalla de televisión trastornaba tanto a Alice que casi tenía que renunciar a ver el final de la serie tan pronto como aparecía.
—¡Cómo! —dijo Jake Porter—. ¿No sabes lo que ha sucedido?
—¿Qué debo saber, tío Jacob?
—Las noticias. Lo han retransmitido por televisión.
—No me gusta ver las noticias. Me trastornan.
—Han disparado contra Lorrie. La ha matado ese bastardo de su marido. Un hombre que estaba con ella recibió también disparos.
Como la habitación empezó a girar lentamente, Alice se agarró al auricular, la única cosa sólida que estaba a su alcance. Sabía que iba a desmayarse. Su madre decía que su sistema nervioso era excesivamente delicado para soportar shocks y la había protegido cuidadosamente contra ellos.
—No te desmayes, Alice. —El gruñido del anciano en el auricular era como una ducha fría que la reanimaba un poco—. Debo encontrar a Roy.
—¿Quién…? —De una reserva recóndita de valor a la que nunca hasta ahora había recurrido, Alice sacó fuerzas para preguntar—: ¿Quién era el hombre que estaba con Lorrie?
—No dieron su nombre por la radio. Creo que dicen que era un médico, pero estaba tan excitado cuando lo oí que no puedo asegurarlo. Llamé al hospital, pero no quisieron decirme nada.
—¿Por qué al hospital?
—¡Vaya, Alice! ¿No has oído lo que he dicho? Mort Dellman sorprendió a un hombre en la cama con Lorrie esta tarde y disparó contra ambos. Lorrie ha muerto y el hombre está gravemente herido. Este puede ser Roy.
El teléfono se soltó de los dedos de Alice cuando la acostumbrada contracción dolorosa en el lado izquierdo del ombligo la hizo replegarse con repentino sufrimiento.
—¡Alice! —La voz del anciano se oyó por teléfono—. ¡Alice! ¿Estás ahí?
Sujetando el abdomen con la mano izquierda, logró coger el teléfono de nuevo.
—¡Tengo que irme, tío Jacob!
—¿Irte?
—Al lavabo. Tengo colitis.
Los calambres fulminantes aparecieron de nuevo y soltó el teléfono. Dando vueltas sobre el costado, se deslizó del lecho y empezó a arrastrarse hacia el cuarto de baño sobre las manos y las rodillas gimiendo dolorosamente a cada movimiento que le producía el terrible dolor de los calambres.
—¡Alice! ¿No tienes algo mejor que hacer en estas circunstancias que…? —El grito de dolor de ella apagó la frase mordaz, pero desde la puerta del baño oyó, como un sonido lejano, la última observación del anciano por el teléfono que colgaba de la mesita de noche—. Si tu inteligencia fuera tan diligente como tus tripas, Alice, serías la mujer más sabia del mundo.