Caminando por el parque hacia el campo de juego, Della Rogan se sorprendió del peso de los palos. Era la primera vez desde hacía muchas semanas que recordaba haberlos llevado ella misma. Siempre lo hacían los muchachos y un jeep la transportaba de uno a otro césped de forma que pudiera conservar toda su energía para los golpes realmente importantes.
Cruzando el terreno de lanzamiento junto a la piscina, donde un grupo de jóvenes profería alegres gritos bajo el sol del atardecer, se acercó al campo de juego y, colocando su bolsa en la percha, tomó uno de sus mazos favoritos.
—Leroy —llamó—. Tráeme un cubo de pelotas, por favor. Un hombre de cabellos grises se asomó por la caseta del caddie contigua.
—Sí, señora Rogan —dijo y desapareció momentáneamente, reapareciendo por otra puerta con un cubo de pelotas de golf—. ¿Quiere que se las coloque?
—No, gracias, sólo quiero practicar un poco el tiro. Della cogió un soporte de madera de uno de los bolsillos laterales de su bolsa de golf de cuero repujado minuciosamente trabajada y de elevado precio. Dave se la había dado como regalo de aniversario antes de partir para Augusta para tomar parte en el torneo femenino del sudeste. Al recordar la competición y lo que sucedió después, dejó el soporte en el suelo con dedos repentinamente temblorosos, colocó encima la pelota y tomó posición aferrando fuertemente el mazo con sus manos bronceadas.
Impulsó la pelota con fuerza, viéndola remontarse a lo lejos directa como una flecha antes de caer al suelo. Se preguntó si el regalo de la bolsa por parte de Dave obedecía a un remordimiento de conciencia. Era muy cara, pero al mencionar ella que la había visto en una tienda cercana fue suficiente para que él dedujera que le gustaría tenerla.
La segunda bola tuvo un buen comienzo, luego empezó a desviarse visiblemente, dando en el suelo bastante a la izquierda de la primera.
Había estado ausente este año muchas veces por actuar en competiciones. Dave no la había acompañado, desde luego. Un psiquiatra no podía abandonar a sus pacientes y hacer las maletas cada vez que su esposa jugaba al golf. Habían tenido una desagradable discusión por no poder asistir él al torneo de Augusta, pero había insistido en que, teniendo varios pacientes en un momento crucial de curación y debiendo prestar testimonio en un tribunal, no podía acompañarla. Además, ella sabía que no le importaba quedarse en casa y que tenía cariño a los niños, ambos ahora en el campamento como la mayoría de los estudiantes de la Facultad. Además, Mattie, la sirvienta, podía cuidar de ellos mientras Della estuviera ausente.
No muchas esposas de los médicos de la Facultad tenían una criada, pero debiendo Della desplazarse para jugar al golf, parecía lo más conveniente. Ahora que lo recordaba, el propio Dave se lo había sugerido. Entonces le pareció únicamente un acto de consideración por su parte, pero tal vez habían existido otras razones por las que había accedido a sus frecuentes desplazamientos, alguna causa que ella tal vez ignorara hasta que fuese demasiado tarde. Esto les había sucedido a otras e incluso a alguna amiga suya.
Colocando de nuevo la bola, Della la golpeó casi con rencor, pero ésta se desvió aún más que las otras. Entonces dejó el mazo rápidamente porque sus manos temblaban tanto que temía se le cayera. Inconscientemente, la causa de su súbita duda fue el reconocimiento de su propia culpa, pero impidió que este pensamiento se hiciera consciente, sabiendo que esto podría hacer estallar en pedazos su pequeño y cómodo mundo de la vida del club, los torneos de golf y la hilera de trofeos sobre la chimenea. Era más fácil sospechar de Dave y transmitirle la culpa, pero existía la dificultad de que su amor hacia él y el conocimiento del amor de Dave por ella hacían prácticamente imposible su propia persuasión.
En un arrebato de ira pensó que si Dave no tuviera tantos miramientos con ella, tal vez no hubiera ocurrido nada en Augusta. El nunca se opuso a que participara en torneos, aun cuando significara dejarle a él y a los niños durante varios días.
Últimamente no la había requerido sexualmente, lo que le había parecido bien entonces, ya que después de los dieciocho agujeros más una hora aproximada de tiros de tanteo, estaba normalmente muy cansada para eso. Ahora caía en la cuenta de que no habían hecho uso del matrimonio en seis semanas. Con el torneo de Augusta y con la preparación ahora para el torneo del club de Weston, había pasado la mitad de las noches fuera de casa y estaba agotada la otra mitad, lo que no parecía importar a Dave o tal vez sí, se preguntaba mientras se inclinaba para darle a la pelota.
Miró sin ver nada al lugar donde la pelota debía haber caído.
¿Había recordado quizá lo que había ocurrido en Augusta después de que ella ganara el campeonato?
—¿Se encuentra bien, señora Rogan? —La pregunta en voz baja de Leroy la sobresaltó.
—Claro que estoy bien. No seas impertinente. Estaba faltando a la regla del club que condenaba la represión de palabra a los empleados, pues cada año era más difícil encontrar caddies y servidores. Dave era vicepresidente del club y jefe de personal y ella le había oído decir con frecuencia que era difícil encontrar empleados al cambiar el Gobierno las leyes respecto a horas y salarios en cada sesión del Congreso.
—¿Por qué lo preguntaste, Leroy? —Se esforzó en adoptar un tono conciliatorio.
—Apenas tocó la pelota, señora Rogan. No la he visto jugar así en diez años.
Della miró por el campo, y al no ver dónde había ido a parar la pelota, bajó la vista lentamente. Le pareció una eternidad el tiempo transcurrido hasta hallar el pequeño objeto blanco a unos doce pies de donde ella estaba.
—Lleva mis palos a la taquilla, Leroy —dijo sofocada—. Necesito un trago.