Capítulo II

El reloj situado sobre el tocador dio las cuatro cuando Elaine McGill saltó de la cama. Cruzó el dormitorio de la pequeña cabaña junto al lago hacia el tocador, en busca de un cigarrillo, cogió uno y le prendió fuego con el encendedor de oro blanco que Paul le había regalado en su décimo aniversario. Dos horas, pensó, sería tiempo suficiente para que el espermatozoide depositado en su vagina se abriera camino hacia el útero. De hecho uno de ellos debía haberse reunido ya con el óvulo, si ella había calculado bien el tiempo e interpretado correctamente mediante un minucioso registro del termómetro todos los días en los últimos seis meses. Esa subida de temperatura, según el libro de texto que había estudiado en la biblioteca del hospital, se creía que indicaba la ovulación y la mejor época para conseguir la fecundidad.

Elaine había pasado mucho tiempo estudiando la función reproductora en estos últimos años, en los que había intentado desesperadamente quedar embarazada. Cuanto más estudiaba, más se maravillaba de que algo tan vitalmente importante para la preservación de la especie hubiera sido dejado al parecer en gran parte a la acción de la casualidad. En efecto, todo lo relacionado con este tema infringía su sentido innato de la lógica, en el sentido de un movimiento de las esferas y otras pequeñas unidades del cosmos planeado metódicamente.

Antes de contraer matrimonio con Paul McGill, Elaine había sido profesora de matemáticas en el Instituto de Weston. Estaba trabajando en la tesis del doctorado cuando el apuesto dermatólogo se había incorporado al cuerpo docente de la nueva Facultad de Medicina junto con Pete Brennan y los demás.

Elaine, sin embargo, no ocupaba una órbita cercana a la esfera de Anny Brennan antes de su matrimonio. Se había criado en Carolina del Norte, había asistido a la Universidad en Greensboro y obtenido la licenciatura en matemáticas en Columbia antes de llegar a Weston. Sin embargo, como Paul McGill había sido uno de los Cinco Jinetes de los Evangelios Apócrifos, según el absurdo título que Dave Rogan había inventado mientras estaba en el hospital militar de Corea, ella había creído oportuno unirse a la Sociedad Anatómica de Amy Brennan.

Siendo reflexiva por temperamento e intelectual, el hecho de que Paul tuviera diez años más que ella, había intensificado únicamente la atracción que sentía por Elaine. Se habían casado unos cuatro meses después de que él ingresara en el cuadro docente de la Facultad de Medicina, pero les pareció aconsejable por razones de tipo económico no tener hijos durante algún tiempo. No obstante, al inaugurarse la Clínica de la Facultad, las perspectivas económicas de Paul habían cambiado en poco tiempo y Elaine había dejado de usar toda clase de anticonceptivos, salvo unos cuantos meses en que siguió utilizando la «píldora» cuando apareció por primera vez y los informes aseguraban que las mujeres que hacían uso de ella eran más propensas a quedar embarazadas cuando dejaran de tomarla.

Elaine había sido feliz en Weston hasta que su aparente esterilidad había empezado a preocuparla. Ahora, después de casi quince años de matrimonio, se preguntaba a veces con resentimiento por qué ella era estéril cuando una parte sustancial del esfuerzo humano parecía estar dirigido a procurar la unión de dos células: el óvulo y el espermatozoide, en el instante preciso del ciclo menstrual de la mujer.

Todo lo precedente era anecdótico comparado con ese simple hecho microscópico, el climax, que permitía mantener la prosperidad de una gran parte de las empresas en todo el mundo. La muchacha en bikini del anuncio fumando «Kools»; el jugador de béisbol en la ducha dándose champú «Prell», rociándose con «Lifeguard» después de secarse, y alisándose el pelo con «Brylcreem», si era «bastante hombre para probarlo»; el exótico perfume garantizado para atraer a los hombres por poseer un ingrediente «secreto», que no era otra cosa que almizcle: el olor que produce la atracción sexual entre los animales; la cena a la tenue luz de las velas y al son de la música de violines cíngaros; el panorama de Los Angeles desde Mulholland Drive a medianoche, todo esto había sido ideado para provocar, como si se tratara de un anticlímax, el juego voluptuoso del ataque y rechazo, hasta que se producía el coup de gráce mediante la fuerza explosiva del mutuo éxtasis, apoderándose seguidamente la languidez de los cuerpos rendidos hasta producir el sueño, de forma que pudieran culminarse las decisivas etapas microscópicas de la unión.

Todo ello, el minucioso mecanismo que permitía desplegar la actividad de cientos de industrias encaminadas a fomentar la unión sexual humana, al paso que los laboratorios farmacéuticos estaban igualmente ocupados en fabricar «la píldora» que impedía su plena consumación, tenía una finalidad, una fuerza impulsora más poderosa que la bomba de hidrógeno o incluso un gran terremoto: la fuerza que unía a un macho y una hembra durante unos breves momentos con el objeto de preservar la especie.

Esa misma fuerza hacía que los cromosomas y los genes mucho más pequeños de la célula sexual humana caminaran juntos con paso inexorable para convertirse en un único ser. En este nuevo ser estaban reunidas todas las características de ambos progenitores: el gen de la hemofilia, que, presente únicamente en la hembra, destruirá un día el vástago con incontrolable hemorragia; los genes de los ojos azules del macho o los pies planos heredados del bisabuelo Albert, el arcus axillaris, un diminuto músculo que cruzaba las axilas de quizás un individuo en un millón, de generación en generación, con ningún propósito visible, salvo que hace muchísimo tiempo algún antecedente primate lo había necesitado; los pies cortos y el largo cuerpo por parte del padre combinado con las grandes nalgas de la madre, todo esto y un millón más de características distribuidas por casualidad o por designio divino y transmitidas hereditariamente durante muchísimos años, se reunían en los cromosomas de dos personas que se encontraban y que, por voluntad propia o porque en el fuego de la pasión se olvidaban tomar una píldora o utilizar alguna otra medida anticonceptiva, producían un nuevo ser.

Tal vez la penetración final a través de la membrana celular del óvulo por la cabeza de un espermatozoide, que hacía posible la fecundación, era tan extática como la unión anterior de los cuerpos. ¿Quién podría decirlo, cuando el mismo Sigmund Freud había sido incapaz de describir ese momento del climax que surge del plasma informe del inconsciente? Ciertamente, el éxtasis no se producía por la absorción de la cola de la célula masculina. Esta, una vez cumplida su misión de desplazar el espermatozoide a través del conducto generativo femenino hasta penetrar la membrana celular del óvulo, moría inadvertida y era absorbida, de modo muy similar a la araña viuda negra que engulle a su compañero después de que éste ha cumplido su única finalidad: la reproducción.

Elaine había concluido hacía tiempo que la reproducción era algo extremadamente aleatorio en que la lógica apenas podía influir; pero de todos modos había hecho una tentativa final. Este intento la había llevado a pasar la tarde de aquel viernes de septiembre en una cabaña a orillas del lago. La cabaña pertenecía a los Hilton, que se la habían prestado a Paul McGill y a su esposa al marchar a Europa. Y al hombre apenas lo conocía, y no tenía ningún deseo de volverlo a ver después de su experiencia.

Había una cosa de la que no debía preocuparse: ser descubierta. Paul jugaba siempre al golf los miércoles por la tarde y paraba en el «Decimonono Agujero» del Club de Campo de Weston para echar un trago después de la ducha. Pocas veces llegaba a casa antes de las seis, y mucho antes de esa hora estaría ella de regreso a Sherwood Ravine, preparando la cena mientras se esfumaba rápidamente y para siempre el recuerdo de lo que había ocurrido aquí esta tarde.

Ella sabía que lo sensato sería vestirse y partir ahora mientras Mike Traynor seguía durmiendo. Podría llamarle desde una estación de servicio en el camino de vuelta a la ciudad y asegurarse de que estaba despierto. Él había dicho que tenía que sustituir a uno de los internos en la sala de emergencia del hospital a las cinco. Sin embargo, algo la detuvo, algo que no estaba completamente dispuesta a admitir en su pensamiento inconsciente, pero que hizo latir su pulso a un ritmo más rápido.

Parándose ante el espejo de la puerta del cuarto de baño, Elaine admiró su propia imagen desnuda, sabiendo que era más atractiva hoy a los treinta y nueve años que quince años antes cuando Paul, recién nombrado auxiliar de la Cátedra de Dermatología de la Facultad de Medicina, se había casado con ella. Su cuerpo se había rellenado en estos años, pues la mujer que se siente amada suele aumentar de peso. Llevaba el cabello castaño recogido en un moño. A Paul le gustaba que lo llevara caído sobre los hombros en sus momentos de intimidad, de modo que le hubiera parecido una muestra de infidelidad para con su marido llevarlo suelto esta tarde.

Pensó que sus pechos estaban en su punto de plenitud, aunque sólo una vez había experimentado la boca exigente de un bebé sobre ellos. Había estado especialmente desalentada el último año por su incapacidad de concebir y Paul la había enviado a visitar a su hermana que vivía en Filadelfia y que acababa de tener un niño. Una tarde que Sally había salido, Elaine quitó el biberón al nene, dándole su propio pecho.

Aún ahora podía recordar con estremecimiento el contacto de la boquita en su pecho, el roce en su pezón de la lengua del bebé, pero, lógicamente, ella no podía amamantarlo y el bebé había cogido en seguida una llantina de modo que se apresuró a darle otra vez el chupete de goma, quedando el bebé dormido poco después.

Su cintura, reflejada en el espejo, estaba aún hermosamente contorneada y las caderas lo suficientemente amplias para hacer que los hombres se volvieran a mirarla cuando atravesaba un lugar concurrido. Sabía que sus piernas eran magníficas. Había ganado un concurso de piernas bonitas en un centro veraniego al final del tercer curso en la escuela y había sido asediada el resto del verano por colegiales adolescentes cada vez que aparecía en la playa.

Tanto ella como Paul poseían un cuerpo magnífico y una mente despejada. Y él estaba muy bien conservado a los cincuenta, aunque era once años mayor que ella y tenía siete u ocho más que Pete Brennan y los otros que constituían la jerarquía de mando de la Facultad, salvo George Hanscombe, que era el mayor del grupo. De modo que se preguntaba por qué se les habían negado a ella y a Paul los hijos que tan ardientemente deseaban, mientras que Lorrie Dellman, a quien la maternidad la dejaba indiferente, era muy prolífica, hasta el punto que Mort Dellman adoptó una decisión sometiéndola a una operación para impedir nuevas concepciones.

Y no era porque Elaine y Paul no hubieran intentado por todos los medios tener descendencia. Tenía atormentado a su marido las cuatro o cinco noches de cada mes en que su ciclo de evolución cuidadosamente determinado indicaba que podía quedar encinta. Jack Hagen, el ginecólogo de la Clínica de la Facultad, había probado con ella todos los medios y tratamientos conocidos: inyecciones de hormonas, insuflación de los conductos; inyección de aire a través del útero y conductos hasta que el vientre se hincha como un globo; todo lo había soportado sin resultado aparente.

Finalmente había persuadido a Paul de que hiciera examinar su esperma, pero se llevaron otra decepción. Mort Dellman, del laboratorio de la Facultad, dijo que jamás había visto un esperma con más movimiento que el de Paul. Con todo, no parecía capaz de desplazarse el breve trecho de tal vez quince centímetros hasta las trompas uterinas de ella y penetrar en el óvulo que rompía en el folículo cada mes con la misma regularidad de un reloj a juzgar por los datos del termómetro, cuya exactitud había confirmado Jack Hegen.

Al principio pensó que la razón por la que no quedaba encinta podía ser porque Paul tenía una eyaculación tan rápida que casi nunca lograba penetrar en ella sin perder antes el semen. Cuando al fin se armó de valor y le preguntó a Jack Hagen sobre este particular, éste le había asegurado que probablemente esto carecía de importancia. Dijo que se precisaba tan sólo de dos cosas para el embarazo: un óvulo viable, que una mujer sana como ella producía regularmente cada veintiocho días aproximadamente y la presencia de un esperma capaz de fertilizarlo en la entrada del conducto generativo dentro de las veinticuatro horas o menos de la ovulación mensual. Paul conseguía esto, aunque las más de las veces no mucho más.

Jack Hagen había designado la irregularidad de Paul con la expresión «eyaculación prematura». Había declarado también que muchos hombres, incluso jóvenes, sufrían de esto, principalmente a causa de nerviosismo o de algún defecto en su desarrollo sexual y psicológico. Elaine había acariciado la idea por algún tiempo de sugerir a Paul que fuera a ver a Dave Rogan, que era un amigo íntimo, psiquiatra de profesión, pero la había desechado sabiendo que a Paul no le gustaba hablar de su trastorno.

Con el tiempo, Elaine había aprendido a aceptar el hecho de que Paul era pocas veces capaz de hacerla alcanzar el climax, pero en su fuero interno existía la persistente impresión de que se le negaba algo. Estaba segura de que Lorrie podría explicárselo. Incluso un indeseable como su marido se merecía otro trato, y algunas veces, cuando había visto a Mort desnudarla con la mirada, con aquella mirada fogosa que tenía en los ojos después de tomar unas copas, Elaine había pensado en insinuarse un poco con él.

Paul se había negado inflexiblemente a toda cuestión de inseminación artificial cuando Jack Hagen lo había propuesto. A decir verdad, era el único motivo por el que Paul y Elaine habían discutido desde que se casaron. Deseaba saber qué se podía ganar inyectando el esperma de otro hombre en su vagina, cuando Mort Dellman había dicho que el suyo era apropiado. Insistió en que el trastorno debía estar relacionado con el equilibrio ácido-base del propio conducto generativo de Elaine, condición que destruía por necesidad el esperma antes de alcanzar el óvulo. Decía además que el procedimiento era inmoral, pues Paul era muy estricto en cuestiones de sexo. Y como ningún médico se atrevería a inseminarla sin el permiso escrito de su marido, se había visto obligada esta tarde a recurrir a un método más antiguo, si bien menos honorable.

Debía surtir efecto, pensó, observando la desgreñada cabeza oscura apoyada en la almohada. Mike Traynor era un ejemplar tan perfecto como ella, y había tenido la precaución de escoger un amante, al menos para obtener cierto parecido, que tuviera el color y las características generales de Paul. Planear todo esto y encontrar el donante idóneo (aliviaba un poco sus escrúpulos morales designar a Mike así) le había llevado mucho tiempo. La lógica le decía que hubiera sido más científico usar la computadora, centro nervioso del nuevo sistema de proceso de datos que Mort Dellman había creído oportuno emplear para acelerar los procedimientos de examen en la Clínica de la Facultad. Esto, desde luego, hubiera sido imposible, pero, como matemática, Elaine estaba convencida de que todo se había realizado con lógica.

Después de encontrar a Mike Traynor, se había visto obligada a desempeñar un papel desconocido para ella hasta ahora, el de prostituta. Se recordaba, no obstante, a sí misma que todo se justificaba por la necesidad de tener hijos, aunque no por el hecho de que ella había descubierto que le agradaba su papel o porque la visión de la oscura cabellera reclinada en la almohada evocaba un impulso irresistible en su cuerpo.

Es definitiva, sin embargo, la experiencia sexual no había sido realmente distinta con Mike Traynor de lo que era con Paul, salvo que fue más prolongada. Temerosa de destruir el equilibrio ácido-base o lo que fuera a que Paul se refirió, se había echado sobre la cama después, tensa e insatisfecha, esperando que el nuevo semen, que acababa de ser depositado en su conducto generativo, alcanzara el óvulo. Mike, por su parte, se había quedado dormido.

La campana de una iglesia cercana dando las cuatro recordó a Elaine que Mike había dicho que tenía clase a las cinco. Era un estudiante adelantado de Medicina que hacía de sustituto como interno durante el verano. La cabaña junto al lago en las laderas de los Smokies, donde muchas personas de la Facultad tenían viviendas de verano, estaba a una media hora de Weston, de modo que decidió despertarle. Yendo al lavabo, se puso una bata para cubrir su cuerpo desnudo y anudó el cinturón. Entonces, con el cigarrillo a medio fumar entre los labios, fue a despertar a Mike.

Este dio la vuelta y se quedó mirándola con los ojos embotados por el sueño. Entonces hizo una mueca y se incorporó hasta coger el cigarrillo de los labios de ella y lo puso entre los suyos.

—¡Vaya! ¡Qué impaciente! —dijo—. ¡Y tú que eras tan tímida antes!

—¡Cómo! ¿Qué pretendes decir?

—¿Pensaste que no me daría cuenta de que no has quedado satisfecha?

—¿A qué te refieres?

—Es como una carrera contra reloj. Cuando empiezo no siempre puedo reducir la marcha, al menos la primera vez. Ahora bien, la segunda…

—Son las cuatro. Dijiste que tenías clase a las cinco. —Ella sabía que su tono no era convincente.

—Puedo llegar a la clase en veinte minutos. ¿Ha de venir alguien aquí, como por ejemplo, tu marido?

—Nadie sabe que estoy aquí. Está jugando al golf.

—Entonces, ¿a qué esperamos? —Con un movimiento tan veloz que la cogió desprevenida se sentó y desabrochó el cinturón que sujetaba la bata a su cintura, echándola por encima de sus hombros. Sorprendida por este hecho, no hizo el menor movimiento cuando la prenda cayó al suelo.

—¡Caramba! ¡Caramba! —Ella no ignoraba que su admiración era auténtica—. ¡Figúrate que todo esto lo desperdicia el viejo dermatógrafo!

—¿Quién? —preguntó algo jadeante. Todo ocurría tan rápidamente, aunque no estaba muy segura de querer que sucediera con más lentitud.

—Es el apodo que dan los estudiantes a tu marido. Él ha concebido esa famosa teoría de que puede determinarse la constitución nerviosa de una persona según la forma de reaccionar la piel al recibir la marca de una uña. Dermatografía significa escritura sobre la piel, algo así como escribir en una pizarra.

—Recuerdo haberle oído hablar de eso.

—Golpea la espalda del paciente. Si éste tiene una reacción nerviosa rápida, la marca se vuelve roja. Te sorprendería saber cuántas veces localiza dolencias psicosomáticas con sólo escribir en la piel.

—¿Hace lo mismo con las mujeres enfermas?

Mike hizo una mueca.

—Ya es bastante malo poner cuernos a un individuo para que me hagas revelar sus secretos. Tengo mis principios, nena. Ven aquí, preciosa.

La primera vez sólo lo aceptó, apartando su mente y emociones de lo que era para ella solamente un acto mecánico realizado para asegurar la procreación del niño que esperaba concebir. Esta vez él la tomó y la diferencia fue tan grande que antes del momento liberador del orgasmo estaba segura de que se desvanecería. Luego se terminó y sabía con ese instinto primitivo profundo que tienen a veces las mujeres que en esta ocasión el esperma alcanzaría el expectante óvulo.

—Esta vez parece que lo he conseguido. —Mike Traynor exhaló un suspiro, alcanzando el cigarrillo que había dejado en el cenicero junto la cama—. ¡Y qué carrera!

Tan pronto él dejó el lecho y empezó a vestirse, Elaine recogió la sábana para cubrir su cuerpo desnudo. Con este movimiento lo borró de su vida tan indiferentemente como había entrado en ella, reprimiendo firmemente cualquier pensamiento del momento explosivo de placer que acababa de experimentar entre sus brazos. Ahora que iba a dar a Paul un niño, su mente había eliminado incluso el pensamiento de que el semen de otro hombre lo había hecho posible.

—Te veré luego, cariño. —Mike Traynor le hizo una seña de despedida desde la puerta, pero Elaine no se molestó en devolver el saludo. Se echó con las rodillas levantadas, siguiendo las instrucciones de Jack Hagen. Este le había dicho que bastaban cinco minutos, pero decidió hacer una pequeña siesta para asegurarse. Habría mucho tiempo para llegar a casa antes de que Paul terminara la partida de golf y tomara unas copas en el club.

Oyó ponerse en marcha el coche de Mike Traynor, pero no la radio, que se puso a funcionar al girar el botón. Tan sólo las últimas palabras llegaron a oídos de Mike, pero fueron suficientes para que acelerara el automóvil en dirección al hospital.

«Vaya —pensó—, si esto hubiera ocurrido el miércoles pasado, el tipo que han llevado a la sala de emergencia pude haber sido yo».