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Amy Brennan conducía su coche a casa tras la reunión de auxiliares médicos del Estado del distrito VI, por la nueva autopista interestatal de cuatro carriles a través de las laderas de las montañas a ciento veinte kilómetros por hora. El acondicionamiento de aire de su flamante «Eldorado» estaba funcionando y su radio de frecuencia modulada dejaba oír muy quedamente un concierto de Brahms, apaciguando su ánimo tras el duro diálogo con la representante del sector infraestatal, que había comparecido sin ser invitada.

Todo el mundo sabía que la visitante estaba allí para lograr apoyo en favor de su propia candidatura a presidente electo cuando las auxiliares se reunieran el mes próximo durante la convención de la asociación médica del Estado. Al menos Amy había conservado la calma, y no había sido cosa fácil ya que sus nervios estaban a flor de piel últimamente desde que su campaña para presidente electo le había llevado a realizar una jira por el Estado, visitando los distritos uno por uno.

—Tómalo con calma, Amy —le había aconsejado Pete en sus primeros días de casados, pero últimamente se habían visto pocas veces y durante muy poco tiempo para que él pudiera decirle algo. Evidentemente, el objetivo del viaje de las auxiliares por el Estado había sido hablar del papel de las esposas de los doctores para prevenir una mayor difusión del Medicare, pero su verdadero propósito era recoger votos para Amy. Desde niña no le había gustado dejar cabos sueltos por poco que pudiera, y, en consecuencia, su campaña cuidadosamente planeada estaba dando el resultado apetecido. La representante del sector infraestatal había advertido en seguida la falta de seguidores con respecto a su candidatura, y si la hubiera obligado a regresar sin el apoyo de los miembros del distrito VI, hubiera sido lo mismo que consentir en la elección de Amy.

La campaña había sido dura, pues el distrito VI no sentía simpatía por el proyecto. Una gran cantidad de médicos de esa zona estaba en contra de la Facultad de Medicina y aún más de la Clínica de la Facultad que les había arrebatado a sus más adinerados pacientes. Existiendo un buen número de autopistas de cuatro carriles que surcaban el paisaje, era más fácil para un paciente dirigirse hacia Weston para que le hicieran un diagnóstico rápido, pero completo, por los que la clínica había adquirido renombre, que aguardar en la antesala de un doctor local los resultados de un examen que no podía ser exhaustivo en el aspecto clínico. Las esposas de los doctores, sin embargo, se hacían eco de los perjuicios de sus maridos, y siendo Pete Brennan presidente de la Clínica de la Facultad y además el neurocirujano más competente del Estado, Amy se había visto obligada a realizar grandes esfuerzos para conseguir su aprobación.

Con todo, sentía atracción por esta clase de vida, singularmente por las maniobras y luchas políticas que la habían llevado a los treinta y nueve años a la cumbre en el sector femenino de la política médica estatal. No podía reprimir una sonrisa al pensar cómo había influido en la representante del partido infraestatal al admitir los sentimientos liberales de su candidatura, hasta el punto de favorecer en apariencia el Medicare, exponiéndose a que la tacharan de comunista y a la repudia de las esposas de mentalidad conservadora del distrito VI.

Decidió, sin embargo, mientras el coche se deslizaba suavemente por la nueva autopista, que sería conveniente desacreditar las tácticas que había utilizado contra la otra candidata, al hablar con Pete. Este era en ocasiones poco complaciente con sus maniobras políticas y habían discutido sobre este tema una o dos veces. A su hermano Roy, sin embargo, le agradaba conocerlas. Como fiscal del distrito en el condado de Weston, Roy se desenvolvía en una esfera más amplia de actividades políticas y quería que Amy tomara a su cargo el sector femenino en la lucha que planeaba el próximo año para llegar a fiscal del Tribunal Supremo contra el titular, Abner Townsend. Amy, por su parte, estaba demasiado ocupada en la actualidad con sus propios planes para pensar en algo más que la convención del mes próximo, y, por tanto, no quería comprometerse a nada.

Recordaba con satisfacción que todas habían respondido, cuando había sido preciso acudir a ellas. La esposa de Roy, Alice, no participaba regularmente en actividades organizadas, pero había faltado a su costumbre en favor de su cuñada, ayudando a Amy en las visitas a los doctores y a sus esposas, Lorrie Dellman, Maggie McCloskey, Della Rogan, Grace Hanscombe y Elaine McGill se habían mostrado leales también, integrando un grupo que Amy había organizado y que a Pete le complacía llamar «Sociedad Anatómica».

Pete proclamaba que lo único que hacían las mujeres en sus reuniones mensuales del círculo de labores era «diseccionar» el carácter de la gente que conocían, en especial el de otras mujeres. Lo que ignoraba es que Amy había elaborado un plan al crear el grupo entre las esposas de los seis hombres que habían formado el núcleo del cuerpo docente de la nueva Facultad de Medicina de la Universidad de Weston, organizada a fines de la guerra de Corea. Ese plan estaba también relacionado con la promoción de Pete en el futuro, tanto en la Facultad de Medicina como en la política estatal y nacional, en las cuales ella había puesto ya sus miras.

Pete Brennan, Paul McGill, George Hanscombe, Joe McCloskey, Dave Rogan y Mort Dellman habían estado juntos en Corea, donde Roy Weston trabajaba en la oficina general del Inspector. Roy había persuadido a los seis para que se incorporaran al personal de la nueva Facultad de Medicina cuando se licenciaron tras el armisticio. Amy estaba segura de que ninguno de ellos había lamentado este cambio. Relajándose ahora mientras el espacioso coche se desplazaba velozmente hacia casa, cambió el rumbo de su pensamiento, recordando la primera vez que se conocieron.

Había ocurrido en el Club de Campo de Weston, durante el baile del sábado por la noche al que todas las personas importantes de la ciudad asistían. Él estaba en un grupo junto al piano que tocaba Lorrie Porter mientras la orquesta se tomaba un descanso, improvisando unos compases de jazz con la perezosa competencia que Lorrie demostraba en todo lo que hacía.

Pete era alto y algo vanidoso, un hombre de fuerte constitución que llevaba escrita en su rostro y en sus ojos azules su procedencia irlandesa. Había captado la atención de Amy desde el primer momento. Esta, como mujer, era más bien alta y sentía una inclinación natural por los hombres de elevada estatura. Con un cabello rubio natural y una bella figura, podía haber elegido entre media docena de hombres en Weston y en cualquier otra parte, pero había sido siempre muy exigente. Se había propuesto desde mucho tiempo atrás que el hombre que se casara con ella no sería un marido corriente, sino un líder y que además ejerciera una profesión liberal, lo que equivalía a decir un abogado o un médico.

Amy había llegado al club aquella noche con Roy y Alice. Cuando su hermano cruzó la atestada sala de baile trayéndole una bebida, observó la dirección de sus miradas e hizo una mueca:

—¡Pareces perro de caza en pos de la pieza, hermana! ¿Quieres conocerle?

—¿Quién es?

—El comandante doctor Pete Brennan. Recién licenciado de Corea ha firmado un contrato junto con media docena de amigos míos para integrar el cuerpo docente de una nueva Facultad de Medicina.

—¿Cuál es su especialidad? Roy quedó sorprendido.

—¿Qué puede importar eso?

—Los cirujanos y los de medicina interna son los aristócratas de la profesión médica. Deberías saberlo, Roy.

—Jamás pensé en ello, pero Pete se ajusta a esa descripción. Es neurocirujano y jefe quirúrgico del 319 Hospital General de Corea.

—¿Está casado?

—No.

—¿Comprometido? —Roy sonrió burlonamente.

—¿Eso cambia la cosa?

—No, pero resulta más sencillo en ese caso.

—Por lo visto es un aventurero, lo que debe hacerle sentirse a sus anchas en Weston, tanto si se casa como si permanece soltero. Los siete pasamos mucho tiempo juntos en Seúl, jugando al poker, bebiendo un poco; lo de siempre. Todos ellos son hombres de valía y Pete es el mejor de todos: magnífico cirujano y administrador excelente. Las mujeres sienten atracción por el como las moscas por un azucarero. ¿Qué te hace pensar que tienes la oportunidad de conquistarlo?

—En primer lugar soy la clase de mujer que necesita un doctor ambicioso, y no exactamente fea.

—Esa es la conclusión que has sacado, ¿no? —dijo Roy sonriendo—. Sin embargo, puesto que él es amigo mío, tal vez debiera prevenirle contra una mujer que no repara en…

—Si lo haces, te mataré —dijo Amy—. Si él pone algo de su parte, puedo hacer del doctor Pete Brennan el cirujano más popular y rico de la ciudad, quizás el más importante del Estado. ¿Qué más podría pedir?

—Que lo aprecien por sí mismo.

—Tendrá también el amor que precise.

—Si Pete se decide por ti, hermana, no podrás jugar con él a tu antojo —le previno Roy—. La mujer que se case con él se dará cuenta de que está casada con un hombre. Mejor será que se trate de una mujer entera y no de una que proyecta prosperar únicamente.

—Debería abofetearte. —El genio irascible de Amy había hecho aparición—. Vete al diablo. Yo misma me presentaré.

—Sólo quería cerciorarme de que sabes lo que haces. Vamos.

Unos seis meses más tarde se casaban con una suntuosidad nunca vista en Weston. Uno tras otro, los otros miembros del grupo de Pete habían contraído matrimonio también: Mort Dellman que, por cierto, no era doctor en medicina, sino en filosofía y bioquímico con Lorrie; Dave Rogan, psiquiatra, con Della; Joe McCloskey, urólogo, con Maggie; y Paul McGill, dermatólogo, con Elaine. Todos habían sido cazados por las chicas de la localidad o, como suele ocurrir a los médicos, por las chicas que trabajaban en el hospital. George Hanscombe, el de medicina interna del grupo, estaba casado desde fines de la segunda guerra mundial con una inglesa llamada Grace Barrett.

Las esposas de los cinco médicos, además de Lorrie Dellman y Alice Weston, habían constituido el núcleo en torno del cual Amy había empezado a formar su camarilla mucho antes de que se interesara por los auxiliares médicos. Con sus dotes instintivos de organización, sabía que el grupo le sería útil algún día y también a Pete. Además todas congeniaban y Alice y Lorrie eran primas lejanas.

Para empezar, las había invitado a una merienda en un lugar típico de Weston con altas columnas, jardines espaciosos y buen servicio. En una época en que la mayor parte de ellas vivían en apartamentos mientras que sus maridos empezaban a abrirse camino de nuevo tras lo de Corea. La posibilidad de que pudieran gozar algún día de esa clase de lujo que Amy consideraba una cosa natural, había ejercido una fuerte atracción en todas ellas, salvo en Lorrie y Alice, por supuesto. Hija del viejo Jake Porter, Lorrie estaba acostumbrada a esa vida y no le daba importancia, mientras que Alice había crecido en el hogar de Jake Porter en calidad de pupila. Haber nacido en Weston comportaba también muchas ventajas y Amy lo sabía muy bien. Aunque su padre no había sido un miembro destacado de la directiva de las Tejedurías Weston, cuando murió, poseía una cantidad considerable de acciones. Además, gracias a la pericia comercial de Jake Porter al hacer un trato por el que la Tropical Fabrics se hacía cargo de las tejedurías, Amy había logrado una independencia económica.

No es que Amy y Pete precisaran durante mucho tiempo el dinero de ella. Como Roy había dicho aquella noche en el club, Pete Brennan era un líder nato y tenía además el suficiente atractivo para disuadir a cualquier mujer de adoptar una actitud recatada, como Elaine McGill había recordado una vez a Amy con cierta malicia. Por otra parte el marido de Elaine, Paul, era dermatólogo, y a pesar de que casi todo el mundo sufre afecciones de la piel alguna vez, por más que se libraran del acné en su juventud, los médicos de esta especialidad no obtenían los cuantiosos honorarios de los cirujanos. De manera que no podía culpar a Elaine, que había sido maestra de escuela, por ser envidiosa.

Amy sospechó en ocasiones que Elaine y otras de sus amigas desearan en secreto tener relaciones sexuales con Pete, a lo que tal vez éste no hubiera puesto inconveniente hasta que, tras la iniciación de las frecuentes conferencias nocturnas en la Facultad, hacía un año aproximadamente, Pete empezó a perder energías.

Pete había subido vertiginosamente en el mundo de la medicina. Recibió más de una oferta de las mayores y más importantes Facultades para integrarse a su cuadro docente, pero puesto que la Clínica de la Facultad se había convertido casi de la noche a la mañana en un próspero negocio, su salario como catedrático de cirugía clínica en Weston constituía la mínima parte de sus ingresos.

Pete era muy popular entre sus colegas y, prácticamente sin esfuerzo, había sido elegido segundo vicepresidente de la Asociación Médica del Estado el pasado año. Estaba seguro de ser ascendido a primer vicepresidente en la próxima asamblea, el año siguiente a presidente electo y al otro a presidente. Amy, sin embargo, merced a un año de intensa actividad política, sería presidente de los auxiliares de Medicina al menos un año antes de que Pete rigiera los destinos de la Asociación Médica.

El pensamiento de alcanzar su objetivo antes de que Pete pudiera lograr una posición similar a nivel estatal le produjo una profunda satisfacción, a lo que sucedió casi inmediatamente un agudo temor. Hasta entonces no se había parado a considerar la reacción de Pete cuando ella llegara a la cumbre de la política médica femenina antes de alcanzar él un rango similar en la asociación estatal. Al pensar Amy en que su ambición podía poner en peligro su matrimonio, su mano derecha se separó del volante para tocar la zona de la sien izquierda donde acababa de aparecer el familiar dolor pulsátil de jaqueca.

—¡Maldición! —dijo en alta voz. Un ataque de jaqueca ahora podría desbaratarlo todo. Habiendo concluido satisfactoriamente la decisiva reunión de distrito, había pensado ser especialmente amable con Pete esta noche y se había apresurado a regresar a casa, aunque en principio no había confiado en llegar a Weston hasta el día siguiente. Tan pronto como estuviera en casa, había pensado llamarle a la clínica y sugerirle una cita para cenar en el club. Primero tomarían unos tragos en el bar, donde estarían con seguridad algunas de las chicas de la «Sociedad Anatómica». Algunas pasaban tantas noches en el club como en sus hogares y podría hacerles un breve resumen de su triunfo en el salón de las damas.

Cuando terminara la cena, ella y Pete regresarían a la casa espléndida de blancas columnas en lo alto de la colina que dominaba el río. Como la mayoría de los estudiantes de la Universidad, Jenny y Michael estaban aún fuera en el campamento de verano. No regresarían hasta después del Día del Trabajo, y había concedido por teléfono la noche libre a Ethel, la sirvienta que había heredado con la casa, precisamente después de comprar un nuevo camisón antes de partir para Weston. Estaba segura de que Pete captaría la indirecta.

Añadiendo mentalmente las veces que Pete no había estado en casa a las que ella había estado ausente a causa de las extremadamente importantes asambleas de auxiliares del distrito, Amy se sorprendió al descubrir lo poco que habían estado juntos el pasado año. Todo lo cual hacía que esta noche fuera particularmente importante con tal que cesara esa maldita jaqueca que como un puñal se iba introduciendo en su cerebro.

Echando una mirada a su reloj, un «Omega» con una orla de diamantes engarzados que le regaló Pete después de cobrar cinco mil dólares de honorarios por una operación de discos a la mujer de Sam Portola, que encabezaba el sindicato propietario de las Tejedurías Weston en la actualidad, Amy se dio cuenta de que podía llegar a la consulta de George Hanscombe antes de las cinco para que le administrara una inyección de tartrato de ergotamina y Demerol para aliviar el dolor, si los semáforos le eran favorables. En aquel momento la melodía sedante del concierto de Brahms cesó oyéndose la voz del locutor: Interrumpimos «Música de media tarde» para ofrecerles un boletín de noticias.

Amy alargó la mano en busca del potenciómetro de la radio, no queriendo saber nada de los posibles contratiempos sufridos por las fuerzas estadounidenses en alguna parte del mundo o de algún desorden racial que incrementara la palpitación de la jaqueca. Aún no había llegado la mano a los controles de la radio cuando sus músculos se quedaron repentinamente rígidos y el «Cadillac» se desvió peligrosamente mientras los dedos de la mano izquierda se aferraban al volante.

—Una tragedia se cebó esta tarde en el barrio residencial de Sherwood Ravine de Weston —continuó el locutor—. Según un informe recibido por teléfono de un periodista local, un eminente médico de Weston, el doctor Mortimer Dellman, mató de un disparo hace unos momentos a su atractiva esposa Loretta. No han aparecido detalles de la tragedia en los indicadores automáticos de noticias, pero un hombre que se hallaba en aquel momento con la señora Dellman y del que se dice que es un distinguido médico, resultó seriamente herido.

Amy se inclinó hacia delante para escuchar la transmisión que dificultaban las ráfagas de aire que rodeaban el coche.

—La policía ha acordonado la residencia del doctor Dellman, pero se ha visto una ambulancia que salía en dirección al hospital de la Universidad, y otra acaba de llegar. Permanezcan a la escucha para saber más detalles de esta inesperada tragedia de un matrimonio de la alta sociedad.