Capítulo I

Era poco más de las cuatro cuando Mabel, la rubia y rolliza camarera que trabajaba en el turno de tarde en el snack bar abierto frente al hospital, salió a barrer el césped que limitaba la entrada al establecimiento. Había empezado a las tres y el paso de la temperatura exterior, de fines de verano, al aire acondicionado de la tienda recrudecía sus molestias de artritis. Se alegró, pues, de tener una excusa para gozar del aire del cálido septiembre durante unos minutos antes de que comenzara la afluencia de las cinco de la tarde. La tienda, con estructura de vidrio y acero y repleta de taburetes con cojines rojos junto al mostrador y de banquetas adosadas a la pared, ocupaba una esquina del conjunto residencial de apartamentos de la Facultad. Al otro lado de la calle, por encima de la rampa de descarga de las ambulancias, unas luces azules de neón componían las palabras: Entrada de emergencia.

El hospital de la Universidad de Weston ocupaba el extremo opuesto del gran bloque frente al snack bar, formando un conjunto de edificios con paseos comunicantes construidos con bloques de hormigón, pintados de blanco y altas series de ventanas con marcos de acero. En el lado del comedor de North Avenue, un extremo del bloque se alineaba con el elevado edificio que albergaba la Clínica de la Facultad, un grupo de asistencia médica privada al que pertenecían la mayoría de los miembros de la Facultad. Apenas con cinco años de existencia, la clínica había sido ampliada varias veces y durante el día una corriente ininterrumpida de gente fluía a través de su pórtico con cubierta de marquesina en el punto extremo del bloque.

Los apartamentos de la Facultad, pertenecientes a la Universidad estaban instalados al final del bloque, encarados hacia el oeste con el Weston Boulevard. Diagonalmente, cruzando la calle desde esta última y frente a la entrada principal del hospital, se levantaban las viviendas para los residentes casados, internos y estudiantes, consistentes en cuatro grupos de apartamentos con un patio de recreo interior. Los edificios principales de las aulas de la Facultad estaban en la esquina opuesta del Weston Boulevard y North Avenue en relación con las viviendas de estudiantes casados, con acceso al hospital y a todos los puntos del grupo de edificios que componían la Facultad de Medicina de la Universidad de Weston.

—¿Adónde fuiste ayer en tu día libre, Mabel? —Abe Fescue, el cocinero, se apoyó en la puerta abierta del comedor vacío fumando un cigarrillo, pues estaba prohibido fumar en el interior. Un pequeño transistor colocado sobre el mostrador, tampoco autorizado cuando había clientes en el establecimiento, lanzaba al aire un rock-and-roll.

—A la avenida del parque —dijo Mabel—. Me gusta conducir por esa zona en esta época del año.

Situada en la falda oriental de las montañas Great Smoky, Weston era primordialmente una ciudad industrial. Se había convertido en un centro médico importante al inaugurarse la Facultad de Medicina unos quince años antes, aventajando rápidamente en importancia y dimensiones a la pequeña y más antigua Universidad de la que formaba parte. El río Rogue rodeaba la ciudad y con un dique a unas diez millas hacia el sur formaba un lago y una central hidroeléctrica que había hecho de la ciudad el lugar apropiado para una industria textil importante.

—El otoño llegará pronto este año —añadió Mabel—. Ya se vuelven las hojas hacia el Knob.

—Eso no me preocupa —dijo Abe—. Pronto llegará Pentecostés y entonces me dirigiré hacia el sur, a Miami.

—Vosotros los cocineros sois como los pájaros, siempre volando hacia el sur o el norte. Supongo que perderás otra vez todo tu dinero en las apuestas y vendrás la primavera próxima, como siempre, a pedirme prestado para poder pagar el alquiler del primer mes.

—Este va a ser mi mejor invierno. —Abe era un hombre delgado, de edad indefinida. Su rostro estaba marcado de acné desde la infancia, y los consabidos tatuajes, reliquia de su servicio militar en la Marina, cubrían casi enteramente la parte superior de sus brazos—. ¿Por qué te quedas aquí los inviernos, Mabel? Podrías ganar el doble con propinas trabajando en Florida y conservar tu antiguo empleo en primavera, cuando vuelve a hacer calor. Las buenas camareras son como los cocineros; pueden conseguir empleo en cualquier parte.

—Me gusta estar aquí. —Mabel contempló con afecto las luces de neón de la entrada de emergencia y los altos muros del hospital—. Cuando era una niña me ilusionaba ser enfermera; luego me casé con un sinvergüenza y cuando me pude librar de él, era demasiado tarde. Tengo muchos amigos en el hospital, y trabajando aquí, me entero de casi todo lo que ocurre ahí enfrente. Me hace sentir parte del mismo.

—Tienes ya una parte del hospital con esos vales que te dan los estudiantes que no pueden pagar —dijo Abe—. Siempre seras una ingenua, Mabel.

La camarera no se ofendió. No esperaba que nadie comprendiera que el hospital y el personal de la Facultad eran para ella la familia de la que siempre careció. Al ir y venir tantos años con los guisados de carne, las hamburguesas, los filetes, los huevos revueltos y el café, había podido escuchar todas sus desventuras y alegrías. En ocasiones, cuando un estudiante no tenía dinero y estaba hambriento, ella misma pagaba la comida con vales, y tal vez perdió así algo de dinero, aunque jamás se paró a calcularlo ni lo haría en el futuro. El prestarles ayuda le daba la sensación de pertenecer al emocionante mundo de la medicina, la impresión de sentirse necesaria que nunca había experimentado hasta llegar al snack cuando se inauguró diez años atrás.

Cuando acabó de barrer, Mabel encendió un cigarrillo, lanzando la cerilla al sumidero. Era el día primero de septiembre y, aunque caluroso, había en el aire un tenue matiz del otoño. Arriba en la avenida del parque, por donde había recorrido varias millas la tarde anterior, hacía bastante más frío, presagio inequívoco de lo que se acercaba.

Al resplandor del sol del atardecer, las montañas adquirían un tinte azulado que contrastaba con las faldas cubiertas de verde hacia el este y entre los valles, y los campos de seco y dorado trigo en espera de los segadores. Más tarde, cuando por fin llegara el invierno, las montañas se cubrirían con un manto de nieve, y los estudiantes subirían en sus coches a esquiar y celebrar fiestas en los albergues.

Abajo en los valles, sin embargo, el tiempo era aún lo bastante cálido para que los más atrevidos practicaran el esquí acuático. Mientras Mabel fumaba, contempló a una chica que estaba esquiando, con bikini de amarillo brillante, pasar fulgurante por el extremo inferior de la North Avenue, donde ésta terminaba y continuaba Riverfront Drive, un bloque más abajo de la intersección de Weston Boulevard.

—Todo parece tranquilo allí arriba —dijo Abe señalando hacia el hospital—. Difícilmente se puede creer que un minuto en la sala de emergencia es como si hubieran soltado al mismo infierno.

—Hoy no habrá demasiado trabajo, muchos médicos tienen libre el miércoles para jugar al golf. Además en la Facultad sólo están los estudiantes de primer año. Los otros tardarán una semana en llegar.

—Tal vez entonces prospere el negocio y tengamos la suerte de conseguir un sobresueldo los fines de semana —Abe lanzó la punta de su cigarrillo a la alcantarilla, impulsándola con el pulgar—. Creo que será mejor que corte unas rodajas de tomate antes de la avalancha de las cinco. ¿Entras?

—Aún no. Quiero gozar del aire puro un poco más. Espero que Jeff Long y esa muchachita Monroe vengan esta noche cuando ella acabe su turno. Ha tenido bastantes disgustos con el granuja de su marido, que la dejó tan pronto pudo mantenerse, y tiene ahora problemas con su hijo. Janet se merece una persona comprensiva como el doctor Long.

—Ya sales con uno de esos seriales con los que siempre sueñas.

—¿Qué hay de malo con los seriales? —Por fin se había alterado el temperamento irlandés de Mabel—. La mayor parte de la gente los escucha. La última vez que pasé por la clínica, estuve hablando con la señora Weston.

—¿La esposa del decano?

—Sí. A ella también le gusta oírlos. Podría nombrarte otras muchas personas importantes que también lo hacen.

—Prefiero un partido de fútbol o una carrera de caballos.

—Vamos, entra a cortar los tomates. No sabes apreciar las cosas trascendentales de la vida.

—¡Me lo dices a mí que he estado casado tres veces! —Abe hizo una mueca burlona—. Podría escribir un libro sobre lo que tú llamas las cosas trascendentales de la vida: buscar defectos en los demás, la prostitución, la infidelidad, los abortos. ¿Para qué hablar de eso?

La puerta se cerró tras él al entrar y Mabel pudo verlo dirigiéndose al final del mostrador, donde una puerta daba acceso a la cocina. La parrilla estaba ya caliente, en espera del desfile de hamburguesas y de los filetes de lomo y solomillo que pasarían por ella en las cinco o seis próximas horas. Los recipientes metálicos redondos en los que se hacían los guisados de carne estaban colocados ordenadamente a un lado, una caja de huevos ocupaba el estante inferior y en un cajón más abajo habían rebanadas de pan y montones de panecillos.

Con un poco de suerte habría una breve pausa a las diez, lo que les daría tiempo para poner un poco de orden hasta ser invadidos nuevamente por una multitud de enfermeras que salían a las once y que se encontraban allí con los internos y residentes para tener un breve cambio de impresiones antes de fichar en la residencia de enfermeras, que estaba al otro lado del hospital.

A medio camino de la barra, Mabel vio a Abe pararse de repente y girar velozmente para abrir de par en par la puerta.

—¡Oye, Mabel! —gritó—. Un doctor acaba de disparar contra su esposa.

—¿Quién? —La camarera cubrió la distancia hasta la puerta a todo correr.

—No pude oír el nombre. Ya sabía que te hubiera gustado oírlo, pero el locutor interrumpió la transmisión para ofrecer música.

—Confío en que no pertenezca al hospital. ¡Pronto! ¡Pon la radio!

El cocinero cogió el pequeño transistor e hizo girar el botón.

—¡Mira lo que has hecho! —exclamó Mabel, cuando éste quedó suelto en su mano, terminando la transmisión con un chirrido—. ¿Cómo vamos a saber de quién se trata?

—Vigila la entrada de emergencia del hospital mientras trato de poner en marcha este maldito aparato —dijo Abe.