Jorge en el caos.
JW había disparado. Mrado había disparado.
Nenad en el suelo. Un hervidero de policías. Pese a ello, el disparo contra Nenad les había asustado. Les había confundido. Mrado falló el disparo contra JW.
JW de pie. Indemne. La pasma había entrado justo a tiempo para distraer al yugoslavo.
Gas lacrimógeno en la nave refrigerada.
Mrado disparó salvajemente contra la pasma.
Se pusieron a cubierto. Se interferían. Gritaban órdenes. Amenazaban.
Jorge detrás de la caja.
JW junto a Jorge con un cúter en la mano. Cortó la cinta de sus manos.
Jorge se levantó. Se miraron.
Los ojos les escocían un huevo.
Corrieron hacia la puerta posterior.
Los maderos se dieron cuenta demasiado tarde de lo que pasaba. Se centraron en Mrado, que aún tenía el arma en la manos.
Jorge abrió la puerta.
Él y JW salieron corriendo a un pasillo.
Ni un madero.
Más adelante parpadeaba un tubo fluorescente.
No tenían dirección.
Hacia una escalera a lo largo de una pared.
Hacia arriba.
Treparon hacia el techo, una trampilla.
Subieron los escalones de tres en tres.
Oían a los maderos acercarse por el pasillo.
Jorge miró hacia abajo. Abrió la trampilla. Gritaron desde abajo: ¡Alto, policía! Jorge pensó: Idos a la mierda. J-boy ya conoce esto y tiene reglas inviolables: nunca te pares, a por todas, la pasma pierde.
Subieron al tejado. La chapa era lisa y grisácea, como si hubiera sido blanca. El cielo, claro.
JW parecía estar sin aliento. Aún sujetaba la Glock en la mano. Aparentemente, ya no le quedaba munición. Jorge, en mejor forma pese al poco entrenamiento de los últimos tiempos.
Corrieron por el tejado.
JW parecía saber adonde ir. Se puso en cabeza.
Jorge gritó:
—¿Adónde vamos?
JW contestó:
—Tiene que haber un coche, un Volskwagen, aparcado en la parte delantera, junto a las banderolas.
Los cabrones de los maderos surgían en tropel por la trampilla; tomaban posiciones. Corrían tras ellos.
Voz de megáfono distorsionada:
—Deteneos donde estáis. Poned las manos en la cabeza.
JW apuntó su pistola contra ellos. Una gilipollez.
Jorge oyó los gritos de los policías:
—¡Está armado!
Corrió más rápido.
Respiraba por la nariz.
Sentía el olor de su sudor.
Estrés no. Sólo esfuerzo.
Ningún estrés.
Siguió por el tejado.
El megáfono volvió a sonar.
JW sujetaba la Glock en la mano. Se volvió hacia los maderos. Se oyó un sonido estridente. ¿Era él quien había disparado?
Mierda; Jorge creía que no le quedaban balas.
Otro disparo más.
JW cayó. Se agarró el muslo.
¿Qué coño estaban haciendo los maderos?
No tenía tiempo de pensar.
Iba a toda velocidad.
Armonía en las zancadas.
Jorge jadeante. Jorge con ritmo.
En trance: sabía hacia dónde correr.
Recordó los entrenamientos en el interior de Österåker. Recordó su cuerda confeccionada con retazos de sábanas tensa sobre el muro de la prisión.
Corrió muy rápido.
Hacia el borde del tejado.
Ni siquiera miró abajo.
Saltó directamente. Fiel a sus costumbres.
Una caída más grande que en Österåker y el Västerbron.
Un pie crujió.
Vio el Volkswagen.
Pasó del dolor.
Avanzó cojeando.
Rompió la ventanilla. Abrió la puerta.
El asiento del conductor lleno de esquirlas de cristal.
Arrancó los cables del arranque de debajo del volante.
Si alguien sabía hacerle un puente a un coche, ése era él.
El rey.
El coche arrancó.
Adiós*, pringados.