La descarga fue rápida.
Jorge tenía la cabeza como un bombo. Una mezcla de miedo, triunfo, confusión.
Asco.
Era la hermana de JW la que había visto en el vídeo del ordenador.
Violada, maltratada. Golpeada hasta dejarla hecha trizas. ¿Asesinada?
En el mismo momento en que Jorge se sentó en el coche con JW se le pasó por la cabeza que el chaval de Östermalm se parecía a alguien. Primero no sabía a quién. Tras media hora lo vio más claro que nunca.
Ay, qué sorpresa*.
La hermana de JW; una puta. Capturada por los yugoslavos.
No tenía fuerzas para decir nada.
Habían metido las cajas con toros. Diez. Difíciles de maniobrar y pesados. No eran precisamente conductores de vehículos de carga.
Abdulkarim, eufórico. Fahdi, sudoroso. JW, tranquilo para ser él. Jorge no sabía cómo se encontraba.
El árabe ordenó a Petter que hiciera guardia en el exterior. El tío llamaría si veía algo raro. En esos días la pasma estaba encima.
La sala refrigerada tenía paredes blancas y vigas metálicas en el techo alto en las que poder fijar dispositivos de elevación. Abdulkarim maldecía, deseaba haber alquilado una grúa de interiores. El suelo era metálico. Olía a fruta fría. Había eco.
Temperatura fresca en todo el espacio.
Dos puertas, por la que habían entrado y otra en el otro extremo de la sala.
Cuatro palés sin coca, los que estaban en el exterior. Si la aduana hubiera hecho comprobaciones, eran su margen de seguridad; siempre había la posibilidad de que sólo comprobaran los repollos del principio.
Empezaron a sacar los otros repollos.
Jorge y JW rompieron los repollos. Los cortaron. Cogieron las bolsitas con polvo blanco.
Abdulkarim estaba de pie sin moverse y observaba. Pesaba y calculaba cada bolsa. Tenía que cuadrar al gramo.
Fahdi metía las bolsas en un juego de maletas que habían alineado contra la pared.
Jorge ya había abierto una de las bolsas. Metió el dedo. Se lo frotó contra la encía a la manera clásica. Sabía bien. Sabía a noventa por ciento.
JW estaba satisfecho. El acuerdo se había consumado.
Después de quince minutos en la sala refrigerada les quedaban tres palés por desembalar.
Treinta maletas con bolsas. Llenas de mantas viejas.
Casi habían terminado. Pronto cargarían la mitad de las maletas en la furgoneta de Jorge y JW y el resto en el coche en el que habían llegado Abdulkarim, Fahdi y Petter.
Abdulkarim con gran celo. Se anotaba el peso de cada bolsa. Se sumaba. Cada maleta debería contener 6,25 kilos de farla. Para guardarlas en diferentes escondites por toda la ciudad. Repartir los riesgos.
Entonces, pasó algo extraño.
Se abrió la puerta de los muelles de carga.
Jorge se giró. Miró al que entraba. Aún tenía un repollo en la mano.
¿Era Petter el que entraba?
No.
Tíos grandullones.
¿La pasma?
Quizá.
No.
Hombres con pasamontañas en la cabeza. Ambos con chaqueta. ¿Reservoir dogs o qué?
Armas en las manos.
Abdulkarim gritó. Se tiró al suelo. Jorge sacó su arma. JW se puso tras un palé. Fahdi de repente tenía su pistola en la mano. Disparos. Demasiado tarde. El más grande de los hombres, verdaderamente era enorme, tenía un pequeño revólver en la mano. Humo saliendo del cañón. Fahdi cayó. Jorge no vio sangre. El otro hombre, con un pañuelo en el bolsillo del pecho de la chaqueta, gritó:
—Tiraos al suelo cagando leches, si no la palma otro más.
JW obedeció. Jorge se quedó de pie. Abdulkarim se quedó de pie. Aullaba. Maldecía. Invocaba a Alá. Su perenne compañero de armas tirado en el suelo. Empezaba a verse sangre. Manando de la cabeza de Fahdi. El hombre del pañuelo en el bolsillo dijo con voz arrastrada:
—Cierra el pico y túmbate. —Dirigió su pistola hacia Abdulkarim.
El hombre que había disparado a Fahdi dijo:
—Tú también, latino de mierda, túmbate.
Jorge se tumbó. Soltó su arma. Apenas veía a JW tras la caja. Abdulkarim también se tumbó en el suelo. Las manos en la cabeza.
Jorge casi reconocía la voz del hombre del pañuelo.
Decididamente, sí reconocía la voz del hombre que había disparado a Fahdi.