El proyecto R debía seguir adelante. La visita a su hermana le había hecho bien. Jorge recuperó el ánimo pese a que Hallonbergen volvía todas las noches.
Planeó la siguiente acción. Lo que había pasado en el burdel había resultado oportuno. No era más que lo correcto, tras todos los días penosos en busca de Radovan. Algo a lo que ir: se había invitado, por medio de Jet-set Carl, a una especie de fiesta de putas de lujo. Le habían mandado un SMS con una contraseña al móvil del chulo muerto. Esa misma noche había escrito la contraseña, tras volver a casa de Fahdi. El piso estaba vacío. Jorge repuso la escopeta. Limpió el cañón. La metió en el armario. Luego tiró el teléfono del chulo en una papelera. La tarjeta SIM a una alcantarilla.
El evento al que se había invitado tendría lugar ese día. Preguntas: ¿qué era exactamente? No sabía si se le consideraba invitado o uno de los subordinados de Nenad. Quizá esperaban de él que vigilara, organizara o se encargara de las putas. Aún peor: no sabía cómo iba a ir, la dirección.
Pasaba de las primeras dudas. Se resolverían en el sitio.
La última: la solución estaba en seguir a Jet-set Carl todo el día.
Jorge conocía la dirección del rey de los pijos.
Realizó la maniobra bien; a las ocho de la mañana ya estaba sentado en un Saab con lunas tintadas robado. No quería que se le escapara Jet-set Carl por muy madrugador que fuera. Tomó café. Meó en una botella de plástico. Escuchó la radio.
Quizá exageró al estar allí a las ocho en un fin de semana; el tío no salió hasta las doce y media.
Jorge pensó: ¡Menuda vida! Jet-set Carl organiza fiestas, esnifa coca, se tira putas. Nunca ha necesitado luchar. No tenía ni zorra idea de la vida de barrio. Mimado, el dinero de papá, apestosa confianza en sí mismo hasta lo absurdo.
Sin embargo, era el sueño de Jorge: vivir así. Sabía que todos y cada uno de los invasores que fumaban maría querían ser Jet-set Carl. Pero a los pateros no les dejaban pasar. Más les valía dejar de soñar.
Jet-set Carl iba vestido con un abrigo negro y un jersey con capucha debajo. Gorro. Zapatillas Stan Smith. Jorge no pudo evitar darse cuenta del parecido en la vestimenta con el tío al que le había reventado el estómago a tiros dos semanas antes en Hallonbergen.
Arrancó el coche. Para nada; Jet-set Carl caminó sólo dos manzanas hasta el 7-Eleven de Storgatan. Compró leche y pan tostado. Volvió a desaparecer en su portal.
Jorge se relajó en el coche. Se comió una ensalada de pollo que se había llevado. Pensó sobre sí mismo: Empiezo a ser un profesional de la vigilancia, incluso me he acostumbrado a la comida de chicas. ¿Quizá debería abrir mi propia empresa?
Dieron las cuatro. Jet-set Carl volvió a salir. La misma ropa que antes; es decir, aún no estaba listo para la acción.
Jorge salió del coche. Se mantuvo a una buena distancia. La capucha de la chaqueta sobre la cabeza. En la nariz, un par de gafas de sol de espejo. Jorge en ese momento: un auténtico Fletch, el especialista en disfraces.
Jet-set Carl se movía en un área reducida. Dentro de su territorio marcado con meadas. Entró en Tures en Sturegallerian. A unos setecientos metros de donde vivía. La geografía era sencilla en el rectángulo de oro, Karlavägen-Sturegatan-Riddargatan-Narvavägen.
Jorge se sentó en el Grodan, al otro lado de la calle. Leyó un periódico. Bebió una Coca. Vio a Jet-set Carl a través de los grandes ventanales de Sturegallerian. El tío estaba tomando café con una piba de Östermalm. Quizá la más guapa que Jorge había visto en su vida.
El tío se pasó la mano por el pelo. Se pringó los dedos. Jorge se preguntó con cuántas tías saldría al mismo tiempo.
Pasaron dos horas. Se despidieron con un abrazo. ¿Jorge lo había visto bien? ¿Había intentado darle un beso en la boca? ¿La chica retrocedió? No estaba claro.
El tío se fue a casa solo.
Dieron las seis y media.
Jorge aún en el coche. Se preguntaba cuándo iba a pasar algo.
Aburrido.
Pensó en todas las horas en el exterior de la casa de Rado.
Pensó en todas las personas que le habían ayudado.
El brillo azul del reloj digital del salpicadero marcaba las siete.
Se abrió la puerta del portal. Jet-set Carl salió, ahora vestido más como Jorge le recordaba. El mismo abrigo que antes pero debajo se entreveía una camisa con los botones superiores desabrochados. Las zapatillas Stan Smith cambiadas por zapatos de punta de piel recién cepillados. El pelo engominado hacia atrás.
El tío fue manzana abajo. Abrió un coche enorme, un Hummer. En los laterales, anuncio de vodka con letras blancas. El coche era una herramienta de marketing del copón. Jeeps urbanos, podéis retiraros. Este monstruo, más ancho que un camión.
Jet-set Carl condujo en dirección sur. Jorge se mantuvo detrás a varios coches de distancia. El Hummer se veía de lejos. El capó estaba un metro por encima del techo de los coches normales de los vikingos. A Jorge le parecía que era la hostia.
Fueron por Nynäsvägen a través de Enskede. El estadio Globen estaba iluminado como una bola de cocaína gigantesca. Atravesaron Handen/Jordbro. Desvío a la izquierda. Carretera 227. La oscuridad se hizo más compacta. Campos fríos a lo largo del camino. Un coche entre Jorge y el Hummer. Con suerte impedía que Jet-set Carl pudiera ver qué vehículos iban detrás de él.
En el asiento trasero de Jorge había un traje cuidadosamente doblado. En una percha colgada de la ventana trasera, una camisa de rayas planchada y una corbata. Por seguridad, por si había exigencia sobre el tipo de vestimenta en el sitio al que iba.
Aumentó el número de edificios. Pasaron por un puente bajo. En un cartel: Bienvenidos a Dalarö.
El Hummer giró a la izquierda nada más cruzar tras el puente. El coche que había entre ellos giró a la derecha. Jorge en una encrucijada mental: ¿se atrevía a continuar detrás de Jet-set Carl? Una oportunidad/riesgo acojonante. Aprovechó la oportunidad. Intentó no pensar en el riesgo.
Siguieron por la carretera de Smådalarö.
Tras cinco minutos al volante, Jet-set redujo la velocidad. Puso el intermitente a la derecha. Subió por un camino de gravilla y pareció detenerse. Jorge pasó de largo. Miró todo lo que pudo. Era difícil ver algo. No había farolas que iluminaran el camino.
Siguió conduciendo. El camino terminaba en una explanada sin salida. A su alrededor, un campo de golf. Jorge aparcó el coche. Se puso la capucha. Miró a su alrededor. Salió del coche.
Más lejos había una casa grande. Delante, un sendero de gravilla. Cartel: Posada de Smådalarö. Algunos coches aparcados en el exterior. Jorge desanduvo el camino que había recorrido conduciendo. Se mantuvo en el arcén. Hasta el lugar en el que había entrado Jet-set Carl. Jorge identificó rápidamente dónde había girado; una reja de metal negro cercaba el desvío. En un lado de la verja había una cámara y un gran cartel: Area privada. Vigilado por Falck Security.
Jorge se mantuvo lo suficientemente lejos. Subió por el bosque junto a la verja. Bosque; le recordaba lo que no podía olvidar: los golpes de Mrado con la porra de goma. Una cosa segura, J-boy nunca se rendía. Ya lo habían comprobado. Dos cerdos yugoslavos destrozados a tiros. Ten cuidado, Radovan: Jorgelito va a por ti.
Tras una hora de pasar frío, Jorge vio a un coche girar hacia la verja, pero no llegó a distinguir si el conductor se identificaba ante la cámara antes de que abrieran.
Luego no pasó nada en cuarenta minutos.
Eran las nueve.
Oscuridad en el bosque.
Jorge vio a alguien moverse por el interior de la verja. Miró fijamente. Ya veía con claridad. Dos personas. Tras la verja. Con gorras. Evidentemente, eran algún tipo de guardias.
Veinte minutos más tarde empezaron a llegar coches: BMW, Mercedes, Jaguar, algunos Porsche, unos pocos Volvo, un Bentley, un Ferrari amarillo.
En algunos casos la cámara reconocía a las personas que llegaban. Las verjas se deslizaban sin ruido. Los coches entraban. En otros casos: uno de los guardias salía por una puerta lateral. Intercambiaba algunas palabras con las personas del coche. Se abrían las verjas.
El procedimiento se repetía con cada coche. Al menos veinte. Jorge entendió lo que tenía que hacer. Intentó ver la ropa de los hombres que llegaban en los coches. Vio algo: sin duda chaqueta.
J-boy: el profesional de los profesionales, divino*, estaba preparado.
Volvió a su coche. Se puso la camisa y el traje. Dudó sobre la corbata. Al final pasó de ella.
Volvió conduciendo hasta la verja. Hacia la cámara. Las mariposas del estómago a toda máquina. El sudor de las manos llenó el espacio entre él y el volante. Su coche, el único Saab. Mediocre y sospechoso.
Bajó la ventanilla. Miró a la cámara.
No pasó nada.
Se quedó sentado. Intentó relajarse.
Saab. Un patero. Sin corbata.
Uno de los guardias salió por la verja.
Unas mejillas redondas y pálidas se inclinaron.
—¿En qué puedo ayudarle?
Jorge rebajó el acento de Rinkeby hasta el mínimo.
—¿Hay que esperar mucho para entrar? ¿Hay cola para aparcar?
—Disculpe. Ésta es un área privada. ¿Le trae algún asunto aquí?
Jorge sonrió abiertamente.
—Se podría decir que sí. Va a ser una noche fabulosa.
El guardia se quedó pensativo. Parecía influirle la seguridad de Jorge.
—¿Cuál es su nombre?
—Dile a Carl que soy Daniel Cabrera.
El guardia se alejó dos metros. Habló por un móvil o un walkie. Volvió. La serenidad del tirano había vuelto.
—No sabe quién es usted. Le ruego que abandone este lugar ahora.
Jorge se mantuvo tranquilo.
—¿Me estás tomando el pelo o qué? Vuelve a llamarle. Dile que soy Daniel Cabrera y le dices que Moët está de camino. Que mire su móvil si no se acuerda.
El guardia volvió a alejarse. Habló por su teléfono.
Jorge esperaba tener suerte.
Tras veinte segundos se abrieron las verjas.
J-boy estaba dentro.
Aparcó su coche junto a los demás. Contó cinco Porsche. ¿Qué sitio era ése?
La casa ante él era grande. Tres plantas. Columnas alrededor de la entrada. Estilo Beverly Hills. ¿Había de eso en Suecia? Evidentemente: sí.
Se oía música en el interior.
Un hombre salió en ese momento de su BMW. Se dirigió hacia la entrada de la casa. Jorge echó a caminar detrás del tío, que rápidamente miró hacia atrás. Vio a Jorge. Pasó. Siguió caminando. Jorge le alcanzó. Le ofreció la mano.
—Hola, me llamo Daniel. ¿Va a estar bien esto? —Se rió.
El hombre miró hacia atrás.
—Suele estar bien. No te he visto antes.
—No, acabo de volver después de estar unos años en Nueva York. Es una ciudad fabulosa. Ya la echo de menos.
Alcanzaron la entrada. Jorge pensó: En realidad no sé en calidad de qué me han invitado. La puerta se abrió desde el interior antes de que llegaran a ella. La sujetaba un tío con traje, peinado con raya al lado y pómulos marcados. Otro guardia pero con ropa más formal. Saludó al hombre con el que Jorge acababa de llegar, que pasó hacia dentro. Observó a Jorge. Sospechoso. Extendió el brazo. Jorge se quedó parado justo en el exterior de la puerta. El guardia le preguntó el nombre. Jorge usó más aire de seguridad en sí mismo que nunca:
—Soy Daniel Cabrera.
El guardia dijo:
—¿Conoce a Claes?
Jorge supuso que se refería al tipo con el que había intentado hablar de camino hacia la puerta. El tío acababa de quitarse el abrigo, había desaparecido tras una gran puerta de madera oscura. Jorge se arriesgó:
—Por supuesto que conozco a Claes.
El guardia: seguía sospechando. Llamó a alguien por su móvil.
Asintió con la cabeza.
A Jorge:
—Disculpe. No me habían informado de que estaba invitado. Bienvenido.
J-boy, todo un James Bond.
Parecía que entre los organizadores había un grado de confusión tan grande como el del propio Jorge. Había pensado que iba a trabajar para Nenad. Ahora parecía que era un invitado.
Sólo había que seguir el juego.
Una chica del guardarropa llegó para cogerle la cazadora. Un alivio quitársela. Ahí no pegaba. Ella le pidió el móvil. Jorge no se preguntó por qué. Lo entregó. Además, era inútil discutir.
Al principio no se había dado cuenta. Tampoco cuando el tipo, Claes, colgó su abrigo ni cuando la chica le cogió la cazadora. Pero volvió a mirar a la chica del guardarropa. La minifalda era tan corta que se le veía la parte inferior del trasero. Medias negras rematadas con encajes que le llegaban al principio del muslo, dejando veinte centímetros de provocativa piel desnuda. El top rosa; no en plan fulana barata, pero lo suficientemente abierto como para que su escote se convirtiera en un claro objetivo de las miradas de los clientes del guardarropa.
Evidentemente no era una chica de guardarropa normal. Era una especie de prostituta cara muy arreglada.
Jorge abrió la puerta de madera oscura por la que había desaparecido Claes hacia el interior de la casa.
Atravesó un pasillo. El sonido aumentó. Música de fiesta. Risas y charla.
En el otro extremo, otra puerta oscura. Justo antes de que la fuera a abrir, Jorge notó un olor a humo de puro.
Al otro lado de la puerta.
Irreal.
Una habitación llena de personas.
Viejos. Bien vestidos, muchos con traje y corbata. Algunos, como Jorge, con traje pero sin corbata, algunos botones de la camisa desabrochados. Otros con americana y pantalones desparejados. Sienes plateadas. Profundas arrugas en las mejillas cuando sonreían. Todos parecían tener entre cuarenta y sesenta años.
Unos pocos guardias/organizadores. Todos más jóvenes. Hombres. Vestidos sobriamente con americana, pantalones más claros. Jersey de cuello alto oscuro o camisa sin corbata. Jet-set Carl se dejó ver brevemente y pasó de largo. Una copa de champán en cada mano.
Lo chocante: todas las chicas eran variaciones de la chica del guardarropa. Minifaldas, minishorts, mallas. Tops, camisetas, blusas que mostraban más de lo que ocultaban. Ligueros a la vista, senos de silicona de punta, tacones de aguja, labios relucientes cubiertos de brillo.
Una chica para cada gusto: chicas pequeñas, delgadas, altas. Tías con mucho pecho. Teñidas, rubias, asiáticas. Chicas con mirada hambrienta. Chicas con mirada vacía.
Sin embargo, no resultaba sórdido. Jorge, asombrado. Algo diferente, un aire hogareño. Se mezcló con la masa humana. Calculó por encima. Al menos cuarenta hombres y el mismo número de mujeres, probablemente más, además al menos una decena de personal. La música retumbaba. Puros humeantes en manos arrugadas.
Estaba claro que era una especie de burdel, aunque aún no había averiguado cómo funcionaba. Sin embargo, el ambiente era como de una gran fiesta privada. Puramente en teoría: podría tratarse de los invitados del dueño de la casa y sus respectivas parejas. Pero no había manera de que todos esos viejos tuvieran novias tan jóvenes. Demasiado bueno para ser verdad. O los conocidos del dueño de la casa más unas tías que hubieran llevado allí para alegrar el ambiente. Pero flotaba algo más en el aire.
Jorge miró a su alrededor.
La habitación era grande. Del techo colgaba una araña enorme. Había focos fijados a lo largo de las paredes. En las esquinas, altavoces. Una parte de la habitación acogía un bar del que se encargaban un chico y cuatro chicas. Estaban muy ocupados sirviendo bebidas. La mayoría de los hombres en grupos o rodeados de chicas. Bajo la araña bailaban cinco chicas; en cualquier otro lugar sus movimientos se habrían interpretado como innecesariamente provocativos.
Jorge se puso junto a la barra. Pidió un gin tonic. Se sentía inseguro. ¿Cómo debería actuar? En realidad ¿qué quería conseguir ahí? ¿A DÓNDE COJONES HABÍA IDO A PARAR?
Dio un gran trago a su bebida. Pidió un puro, Habana Corona. Cosas de calidad. La chica de detrás de la barra le ofreció un encendedor. Pequeño, llama intensa. Ella ponía morritos. Jorge miró a otro lado. Dio una calada.
Intentó pensar con claridad. El pánico no podía dominar.
Tranquilo.
¿Reconocía a alguien? ¿Le reconocía alguien? Los hombres: suecos, buena presencia. Postura, carisma, actitud. Claras señales de poder. Jorge no reconocía ni una sola cara. A la inversa, nadie debería poder reconocerle. El personal: gorilas yugoslavos y Jet-set Carl más alguna de su gente, los organizadores. Pijos. Jorge no creía que el tío le recordara de Kharma, aquel día el chaval iba hasta arriba. El mayor riesgo: que tras el tiroteo de Hallonbergen Jet-set Carl sospechara especialmente. Por otra parte era evidente que había optado por organizar esa fiesta. El tío no era miedoso.
Jorge no había visto ni a Radovan ni a Nenad. Debería averiguar si estaban ahí.
Se lo tomó con calma; uno entre unas cien personas. Los invitados debían de pensar que era guardia. Los guardias pensarían que era invitado.
Jorge recorrió la habitación con la mirada. Meditaba el siguiente paso. Escuchó a dos hombres a su lado en la barra.
Uno: la mirada esquiva. Observaba ininterrumpidamente a las tías de la habitación. El otro, más tranquilo, daba caladas largas a un grueso puro. Parecían conocerse bien.
—Estas fiestas son cada vez mejor.
El hombre del puro se rió.
—En mi opinión, este año lo han organizado de la leche.
—¡Qué mujeres trae! Me vuelvo loco.
—Precisamente de eso es de lo que se trata. No estuviste en casa de Christopher Sandberg hace dos meses, ¿verdad?
—No, no fui. ¿Estuvo bien?
—¡Huy, de maravilla! Christopher es un anfitrión tan bueno como Sven.
—Me he enterado de que Christopher ha comprado una casa nueva cerca de la vuestra.
—Es verdad. En Valevägen. La empresa debe de irle muy bien, porque se ha hecho con una buena casa. —El viejo sonrió.
—Tengo entendido que ha hecho un gran trabajo en Alemania.
—Sí, allí el mercado ha subido como la espuma. Por lo visto han crecido un treinta por ciento en un año.
—Joder. Oye, mira ésa con las trenzas. Vaya melones.
—De tu estilo.
El hombre de la mirada huidiza observó fijamente. Babeaba por la chica. Luego dio un sorbo a su bebida.
—Hay una cosa que me pregunto. Sé que estas fiestas son seguras y todo eso, pero ¿cómo sabemos que la policía no consigue entrar? Me despierto con sudores fríos en mitad de la noche cuando pienso en la fiesta del año pasado aquí. Quiero decir, si Christina se enterara…, ya me entiendes.
—No hay peligro. Tienen a la policía bajo control. Los que le ayudan a montar esto son buenos organizadores. Los que mueven los hilos dentro de nuestras estimadas fuerzas de orden público no tocarían estas reuniones. Por lo que he oído, los chicos que llevan esto hundirían a los guardianes de la justicia si molestaran. Los jefes de policía también hacen tonterías a veces. Se trata de averiguar cuáles.
—Joder qué bien. Me gusta eso.
Los viejos brindaron.
Jorge casi en estado de shock. ¿Radovan estaba detrás de todo eso? En ese caso era un puto genio.
Los hombres del poder con ayuda de la mafia yugoslava. Una combinación de la hostia, imbatible.
Hasta esa noche. J-boy les iba pisando los talones.
Se quedó de pie junto al bar. Intentó ver si estaba ahí Radovan o alguien que conociera.
Tras un rato se interrumpió la música. Alguien cuchicheaba en un micrófono.
Los hombres al lado de Jorge se callaron.
Las tías dejaron de bailar.
Los focos se dirigieron hacia el bar.
Un hombre se puso de pie sobre la barra. Con precaución, con miedo a resbalar. No era precisamente un atleta joven: sobrepeso, con traje pero sin corbata. Pelo canoso bien peinado. Los ojos: en la luz ambiental de la habitación parecían totalmente de color blanco lechoso.
—Hola a todos. Me alegro de veros aquí esta noche.
El viejo tenía en una mano una copa de champán. En la otra un micrófono.
—Como ya sabéis suelo organizar esta fiesta una vez al año. Creo que es muy agradable que los muchachos tengamos la oportunidad de quedar nosotros solos.
Tras la palabra «muchachos» el hombre hizo una pausa retórica. Esperaba las risas que siguieron.
—Espero que todos os lo paséis bien. Enseguida me voy a callar para que podamos volver a poner música y estar de fiesta toda la noche. Antes de hacer el brindis de la noche quiero aprovechar para dar las gracias a los que han hecho posible esta velada. Radovan Kranjic y Carl Malmer. Entre otras cosas organizan eventos como éste. Un aplauso para ellos.
Las personas de la habitación aplaudieron. Jorge se dio cuenta, los hombres claramente con mayor entusiasmo que las mujeres.
El tío de la barra hizo un brindis.
Le ayudaron a bajarse.
Subió el volumen de la música.
Algunos viejos empezaron a bailar con las chicas en la pista.
Una hora más tarde.
La fiesta se había salido de madre. Eyes wide shut pero en la realidad, versión de Smådalarö. Ya no había charla. Los viejos tras los coños jóvenes. Las chicas preparadas para ofrecer. Era evidente, se trataba de comerciar.
Por todos los lados, los viejos metiendo mano a lo bestia a las chicas. Manos por dentro de los sujetadores, dedos entre las piernas, lenguas en las orejas. Discoteca de adolescentes pero con dos diferencias: treinta años de diferencia entre los que se metían mano y sólo los tíos pagaban por la diversión.
Sin excepción, las chicas dispuestas.
Destacable sobre todo, lascivia salvaje en los ojos de los viejos.
Jorge intentaba mantenerse en movimiento. No quedarse demasiado tiempo en el mismo lugar. Evitar llamar la atención. Bailó un cuarto de hora con una chica alta y guapa con acento del Este y que tenía las pupilas como ojos de aguja. Hasta arriba de coca o algún otro estimulante. Pensó en Nadja. Los fragmentos de su relato empezaban a cobrar sentido. Lo único que no cuadraba era que no se viera a Radovan.
Durante un cuarto de hora, Jorge estuvo sentado en un sillón y mantuvo una conversación incomprensible con un viejo que se dedicaba a los instrumentos financieros. Pese a todo, funcionó bastante bien.
Durante un cuarto de hora desapareció en un baño.
Se enteró del nombre del viejo que daba la fiesta: Sven Bolinder. ¿Quién era?
Algunos viejos y chicas empezaron a desaparecer de la habitación. Jorge, preocupado: ¿se iban a casa? Preguntó a la chica de Europa del Este con la que había bailado. Cuando contestó, Jorge a punto de gritar de la sorpresa; era más fuerte de lo que se esperaba.
—Han subido a las habitaciones. ¿Vamos arriba a mirar?
Joder*.
Las habitaciones.
El viejo que daba la fiesta no sólo llevaba a las putas. También ponía la habitación.
Era de alto nivel. Estupendamente hecho. La forma más habitual, más sucia, más sencilla de prostitución; tú vas, tú pagas, te dan una habitación y una chica; reconvertido para que diera la sensación de que me invitan a una fiesta sin mi mujer, resulta que allí hay un pibón impresionante, le gusto, nos vamos a una habitación vacía de la casa y nos lo pasamos bien.
Declinó la oferta. Nada de habitación para él.
Pensó: ¿Qué he conseguido? Nada de nada. Ninguna prueba más contra Radovan. Tengo que hacer algo ahora. Antes de que todos se vayan para conseguir lo que han venido a buscar.
Surgió una idea.
Jorge fue hasta el camarero. Fingió estar borracho.
—Perdona. ¿Hay aquí algún teléfono desde el que se pueda llamar?
—Lo siento, creo que no. Si necesita taxi ya me encargo yo.
—No. Necesito hacer una llamada. He dejado mi móvil en el guardarropa. ¿Podrías prestarme el tuyo un momento?
Jorge agitó un billete de mil.
—Te pagaré, por supuesto.
El camarero apartó la mirada del billete. Siguió preparando la bebida, hielo picado y fresas en la batidora.
Jorge estaba jugando fuerte. Probablemente tenían instrucciones en cuanto a los móviles. O quizá sólo le habían pedido que dejara su móvil por mera cortesía. Debería funcionar.
—Está bien. —El camarero le pasó su teléfono.
—Voy afuera a llamar. Necesito un poco de silencio. ¿Vale?
—Tranquilo.
Bien hecho, J-boy.
Jorge cogió el teléfono. Le dio la vuelta. Lo que esperaba. Los yugoslavos y los niñatos tenían algo en común, les gustan las virguerías electrónicas. Independientemente de a qué grupo perteneciera el camarero, Jorge había adivinado correctamente. El tío tenía un móvil con cámara.
Jorge se puso en marcha. La atención de los viejos era inexistente. La vigilancia de los organizadores se había reducido desde que la gente había empezado a desaparecer de la habitación de la fiesta hacia las habitaciones.
Jorge fingió hablar. Tenía el teléfono algo separado de la oreja. En realidad, la cámara a toda máquina. Hacía fotos sin parar. Pasó olímpicamente de si el camarero estaba extrañado. Miró rápidamente algunas fotos. La calidad espantosa, no se atrevía a usar el flash. Mala iluminación y distancia; las imágenes con grano y oscuras. Apenas se notaba que en las fotos había personas.
No funcionaba. Borró las fotos.
Intentó acercarse más a los sillones.
Era difícil tomar posición.
Decidió arriesgarse. Sujetó el teléfono ante sí. Hizo nuevas fotos. Volvió a mirar. Eran algo mejores pero se seguían viendo mal.
Por si acaso. Abrió el menú de MMS. Seleccionó que quería enviar fotos. Escribió su propia dirección de Hotmail. Mandó una foto. Luego dos más.
Alzó la vista. Vio que el camarero se le aproximaba. Seguido del guardia de la entrada.
Hostia.
Mandó dos fotos más.
Sonrió.
Volvió al menú principal. Sujetaba el móvil.
El camarero gritó para que se le oyera por encima de la música:
—Dijo que iba a salir. ¿Qué ha hecho?
Jorge fingió no entender.
—Tranquilo. Sólo he hablado un poco. Pero me he quedado aquí.
El de seguridad no parecía contento.
—Nada de móviles aquí dentro, ya lo sabe.
Jorge repitió:
—Sólo he hablado un poco con un socio. ¿Qué problema tienes? —Jorge se esforzó para sonar seguro—. Quizá debamos hablar de esto con Sven Bolinder.
El guardia dudó.
Jorge siguió; le había funcionado en la verja.
—Venga, vamos a hablar con Sven. Parece ser que según tú no puedo pedir prestado un teléfono y hacer una llamada —Jorge señaló hacia Sven Bolinder. El cabrón del viejo estaba sentado en uno de los sillones, estrechamente entrelazado con una tía que parecía tener como mucho diecisiete años.
El guardia dudó aún más.
Jorge siguió forzando:
—Probablemente le encantará que le molesten justo ahora.
Tensión en el aire.
El camarero miró al guardia.
El guardia se rindió. Pidió disculpas. Se marchó.
Jorge fingió estar tranquilo. Su estado interno: extremadamente acelerado.
Sentía que tenía que marcharse de allí.
Fue al guardarropa.
Cuando la chica del guardarropa le dio su cazadora, dijo con un acento extranjero indeterminado:
—Qué pena que te vayas, guapo.
Jorge callado.
Sujetó la cazadora con la mano.
Salió.
No vio ningún guardia.
Arrancó el coche. Se dirigió a la verja.
Eran las doce y media.
La verja se abrió.
Salió a la carretera.
Lejos de Smådalarö.
Lejos de la mierda más enfermiza de este lado de los tiempos de Pinochet.
Pensó: los hombres poderosos divirtiéndose como reyes.
Idos a la mierda.
Jorge es el rey.