Las estructuras de blanqueo de dinero eran complicadas, pero JW había estudiado. Constantemente salían nuevas normativas, directivas de la UE, comisiones y comités. Colaboración entre bancos, instituciones financieras y emisores de tarjetas de crédito. Se reducían las cantidades mínimas a partir de las cuales había que informar, se aumentaban los cruces de datos, más investigación. La UE presionaba al departamento de Inspección de Hacienda. Hacienda presionaba a los bancos. Los bancos presionaban a sus clientes.
Cuando crecían las cifras no era posible mantenerse por debajo de los límites a partir de los cuales era obligatorio informar a las autoridades. Los sistemas bancarios estaban interconectados, un ingreso efectuado en una determinada cuenta en una oficina era visible en todas. Los registros electrónicos relacionaban las cantidades sospechosas.
Sin embargo, JW era un maestro en métodos de blanqueo. Había creado contactos, generado confianza y tejido soluciones. Su compañía sueca tenía personas de contacto en cada banco y cuentas propias con línea de descubierto. Las sonrisas y las explicaciones sobre una filial muy dependiente del metálico dedicada a los muebles ingleses antiguos deberían funcionar. Mientras se creyeran que se dedicaba a negocios serios, todo iría bien.
En su portafolios de Prada llevaba cien mil coronas mientras iba a ver a sus dos personas de contacto, una en el Handelsbanken, la otra en el SEB.
Había vuelto hacía una semana. La planificación era estupenda con dinero negro para ingresar y dos maneras de transferirlo a la isla. Una de las maneras: por medio de supuestos pagos por trabajos de marketing a la compañía británica que utilizaba su número de cuenta de la isla. A JW se le había ocurrido la idea a partir de los escándalos de los sobornos de Ericsson y lo inteligente era, por supuesto, que no se trataba de ingresos en cuenta, sino de pagos. Tenía mejor aspecto, nadie se extrañaba: un comprador de muebles ingleses claro que necesita promocionarse en Inglaterra. Las personas de contacto se lo tomarían como la cosa más normal del mundo. Y la otra manera, para diversificar sus métodos: empaquetar billetes de mil y enviarlos por correo a la Isla de Man. Luego encargaba a alguien allí que recogiera el paquete e ingresara el dinero en la cuenta de la compañía de la isla. Era más peligroso, pero no era posible viajar personalmente con mucho dinero en metálico. Los detectores de los aeropuertos saltaban directamente con los hilos de metal de los billetes.
Los bancos de Suecia no sospecharían de los ingresos que eran pagos de alguna cosa. Las facturas las había hecho él mismo. Ni un diseñador gráfico a jornada completa podría haber conseguido unos logotipos más reales para una compañía de marketing británica. Joder, estaba encantado.
Las coronas se transferían de manera electrónica por medio de los pagos en Suecia o los ingresos en la isla. Las cuentas de la isla las controlaba su compañía. El secreto bancario cortaba todas las vías de búsqueda hacia las compañías. El dinero era suyo, indetectable desde Suecia. Por lo tanto las compañías de la isla le prestaban dinero a su compañía sueca. Era la auténtica reintroducción en su economía. Dinero totalmente limpio, legal. Lo bueno del asunto era que todos pueden ser ricos con dinero prestado. El gran hermano no se extrañaría. Los intereses y las condiciones de devolución estaban fijados de acuerdo con las condiciones del mercado. Y hasta eran deducibles.
En el Handelsbanken cogió primero su número de turno y se puso luego a mirar las pantallas de televisión. La Bolsa estaba subiendo. JW ya había comprado algunos valores: Ericsson, H & M y SCA. Una buena combinación; Ericsson, las acciones de telecomunicaciones que habían subido más de un trescientos por cien. H & M, la compañía que funcionaba incluso en épocas de crisis. Y SCA, la tranquila seguridad del bosque. Sazonado con dos pequeñas empresas, una compañía de productos informáticos que fabricaba routers y una compañía de biotecnología que desarrollaba medicamentos contra el Alzheimer. En general las acciones eran una forma más de filtrar su dinero. Las ganancias de la Bolsa estaban sujetas a impuestos, se consideraban normales, no se cuestionaban. Se integraban en el sistema. Un futuro paso en el carrusel del blanqueo de dinero; quizá se pondría en contacto con algún agente de Bolsa para blanquear cantidades aún mayores.
Además, la Bolsa le proporcionaba buenos temas de conversación con los chicos. Los chicos y las acciones, como Abdulkarim y la coca. Cuanto más dinero, más conversación.
JW miró cuántos números faltaban para que fuera su turno: era peor que para facturar en el aeropuerto de Skavsta. Las cincuenta mil coronas que había sacado del portafolios de Prada le pesaban en el bolsillo interior del abrigo de Dior. JW pensó: si alguien le acuchillara, el fajo de billetes detendría la navaja y le salvaría la vida.
Pensó en la granja de envasado en la campiña inglesa. Chris, el tío que llevaba el sitio, no era más que un mandado de los hooligans, que eran los que mandaban de verdad. Por primera vez en su vida había podido estar en un entorno importante. Le parecía estupendo y terriblemente difícil no contárselo a Sophie.
Era el turno de JW en la caja.
Fue hasta allí.
Se dio cuenta de que le sudaban las manos.
Intentó sonreír.
—¿Está Annika Westermark?
La cajera le devolvió la sonrisa:
—Por supuesto, ¿quieres que la llame?
Un fallo de cálculo por parte de JW. Había pensado que podría ir directamente al despacho de Annika Westermark para darle el dinero allí. Evitarse tener que sacarlo en la caja normal.
Annika Westermark apareció detrás del cristal vestida con un traje oscuro de cuidado estilo bancario, igual que la vez anterior que la vio y le contó lo de su actividad con los muebles.
JW se inclinó hacia delante.
—Hola, Annika. ¿Qué tal?
—Todo bien. ¿Cómo estás?
JW sacó el estilo de empresario:
—Pues de maravilla. Este mes nos ha ido muy bien, y eso es estupendo. Ha habido tres decoradores que han comprado una barbaridad de juegos de sofás. —Se rió.
Annika mostraba un interés educado.
JW ya le había explicado anteriormente que los pagos estaban relacionados con los costes de marketing en Inglaterra. La había preparado; todo su negocio de muebles antiguos ingleses se basaba en las compras adecuadas en Gran Bretaña, por lo que era preciso un marketing sólido. Ella pareció entenderlo.
Sacó el fajo, cincuenta mil en una funda de plástico, al mismo tiempo que sujetaba la factura falsa en la otra mano. Lo pasó bajo la ventanilla de la caja.
Annika sacó los billetes. Se mojó el dedo, una costumbre asquerosa, y los contó.
¿Era desconfiada?
Ella dijo: «Mmmm».
JW intentó charlar:
—No se siente uno muy cómodo cuando va por ahí con todos los ingresos del mes en el bolsillo.
Ella le pasó un papel.
—Aquí tienes tu recibo.
Todo estaba bien. Ella no se había extrañado, se había tragado su historia entera. Un ingreso en metálico de cincuenta mil: no tenía nada de especial. Lo que ella no sabía es que iba a ingresar otras cincuenta mil en el SEB, además de las cincuenta mil que había enviado por correo. Dentro de dos días su compañía de la isla sería ciento cincuenta mil coronas más rica.
Pensó: ¿Reaccionaría ella si el mes siguiente apareciera con un pago de doscientas cincuenta mil? El tiempo demostraría si funcionaba.
Dio las gracias y se marchó.
Norrmalmstorg, flanqueado de bufetes de abogados, parecía un estadio. Por fuerza todos tenían que ver cómo brillaba, el ganador que era.
Empezó a caminar hacia el SEB y se puso a Kent. La amarga seguridad de ser sueco: «Voy a robar un tesoro. El que se esconde al final del arco iris. Es mío, eres tú». Pensó en sus padres. ¿Cómo reaccionarían si se enteraran del asunto de Jan Brunéus? ¿Seguirían sin hacer nada? ¿Se hundirían en la autocompasión y la tristeza? Quizá hicieran frente al asunto. Hacer algo al respecto. La pelota verdaderamente estaba en su tejado, para presionar a la policía. Averiguar lo que había sucedido de verdad.
Subió por Nybrogatan. Habían abierto una tienda nueva donde antes estaba la peluquería. JW pensó: Ésta debe de ser la calle con más quiebras de la ciudad. Ningún negocio duraba más de un año.
Eran las horas centrales del día. Debería estudiar y quería quedar con Sophie más tarde esa noche no podía decidirse.
Pensó: En realidad soy un genio social. La versión sueca de El talento de mister Ripley. Encajaba con los chicos: se aprendió las maneras de la clase alta, interpretaba, se reía en el momento correcto, jugaba con su jerga. Pero también encajaba con Abdulkarim y el grupo de camellos, su jerga de Rinkeby, el romanticismo de la violencia, las matemáticas de la droga. Funcionaba con Fahdi, un gorila blandito y letal. Se llevaba bien con Petter y los otros camellos. Y con Jorge había una relación especial.
El otro día había resultado evidente. JW y Jorge estaban en casa de Fahdi con el orden normal. La mesa de la cocina rebosando de pesas, bolsas de cierre y papelinas. Pesaban, rebañaban las bolsas, mezclaban con fructosa, sencillamente, aumentaban los márgenes entre un diez y un veinte por ciento, al mismo tiempo que comentaban los éxitos de Jorge en el extrarradio y el viaje a Londres de JW.
Después de un rato Jorge dijo:
—Nunca me había salvado nadie. Habría muerto allí si tú no hubieras venido.
JW pensó: era verdad, si no hubiera recogido a Jorge en el bosque, apaleado, machacado, el chileno habría fallecido. No se reconocía a sí mismo, sentimental por haber hecho bien algo bueno.
JW sonrió:
—No pasa nada, todo lo hacemos siguiendo las órdenes de Abdul, ¿no?
—En serio, hombre*, me salvaste la vida. Eso no lo olvidaré jamás. —Jorge alzó los ojos. La mirada fija, seria, llena de significado. Dijo—: Haré lo que sea por ti, JW. Siempre. No lo olvides.
En ese momento JW no pensó mucho en ello. Pero ese día, de camino al banco en Nybrogatan, lo recordó. De alguna manera la sensación era buena, que una persona en el mundo hiciera cualquier cosa por él. Era una seguridad. Quizá hasta auténtica amistad.
Decidió comer antes de la visita al banco. Entró en el Café Cream de Nybrogatan y pidió una chapata con salami y brie y una Coca.
Se sentó solo en un taburete alto junto a la ventana y miró al exterior. El mundo de la high society[83] era pequeño. Reconoció a más de un tercio de las pibas de Östermalm de entre diecinueve y veinticuatro años que pasaron por delante. Lo mismo en cuanto a los pijos en torno a los veinticinco; hombres con traje con los que normalmente se encontraba en Kharma o en Laroy, pero allí en vaqueros, con camisa con el cuello desabrochado, chaqueta y mono de coca en la mirada. Lo único que era igual: el pelo engominado hacia atrás. Pensó: ¿en qué mundo había vivido Camilla? ¿En el Stureplan oscuro o en el luminoso?
Le trajeron el bocata. JW lo abrió y descubrió su mala suerte. Normalmente era omnívoro. Al dejar su casa aprendió rápido a que le gustara casi todo, aquello que muchos rechazaban: arenques, sushi, caviar, cebollitas en vinagre. Y ya quedaban sólo dos cosas que no soportaba: las alcaparras y el apio.
Dentro de la chapata: ensalada y alcaparras. En la ensalada: trozos de apio.
Mierda.
Dedicó diez minutos a quitar toda esa porquería.
Luego comió rápidamente mientras que jugaba una partida de ajedrez en el móvil.
Se bebió la Coca, dejó media chapata y se marchó.
Saludó a dos chicos con los que se cruzó. Eran colegas de algún garito.
Siguió por Nybrogatan hacia arriba. A la izquierda estaba el mercado; JW ahora compraba allí con mucha más frecuencia.
Las puertas giratorias de la entrada de la oficina del SEB no eran automáticas. Había que empujar.
Tan pronto como entró, JW tanteó en el portafolios el otro envoltorio de plástico, cincuenta mil más.
Cogió número. Estaba casi vacío, aunque en el local también había cajeros automáticos y máquinas de cambio de monedas.
Las pantallas de la Bolsa del techo se actualizaban. JW las observó.
Entonces le llegó el turno.
Miró a su alrededor, podría haber policías u otras personas sospechosas, pero todo parecía estar bien. La cajera tenía el pelo teñido de rojo de henna.
JW preguntó por su persona de contacto, también allí era una mujer.
La cajera le informó de que no estaba, pero que podía hacer la gestión con ella. No era lo mejor pero valía.
—¿Qué tal? —dijo una voz detrás de él.
JW se giró. Vio a Nippe con una piba. Nippe miró el fajo de billetes que JW acababa de pasarle a la cajera.
Joder.
JW se controló. Se puso en plan tranquilo, impasible. En su cabeza: Joder, qué torpe soy, Nippe ha visto el fajo en manos de la cajera. ¿Qué le iba a hacer?
—Hola, Nippe. —Miró a la piba.
Nippe se la presentó:
—Es Emma.
JW dio un gran suspiro.
Nippe le miró inquisitivo.
—Emma sólo vive en la fantasía, pero es estupenda.
Ambos tenían cara de interrogación.
JW lo intentó otra vez:
—¿No os acordáis del arbusto trepador de Cache, el programa de televisión?
Canturreó y terminó de nuevo con otro suspiro profundo.
JW sonrió, se arrepintió de inmediato, se avergonzó; era tan ridículo…
Era un memo, un friki.
Nippe dijo:
—No he oído nunca esa canción. Pero, oye, ahora tengo que hacer una gestión. Cuídate. Nos vemos.
Nippe fue a la caja que le tocaba.
La cajera le dio a JW el recibo de su pago.
Se encaminó a la salida.
Nippe no le saludó cuando JW salió por las puertas giratorias.
¿Un nuevo distanciamiento?
De camino a casa se preguntó qué había resultado más penoso: que Nippe hubiera visto el fajo de dinero o su mierda de broma.