JW de camino a la Isla de Man. Manx Airways tenía seis vuelos diarios. Se tardaba apenas una hora desde Heathrow al aeropuerto en las afueras de Douglas, la capital de la isla. A diferencia de volar con Ryanair, resultó sencillo, agradable, bonito.
Aún estaba como soñando; la mercancía que se iba a poder enviar desde Warrick County. El establecimiento de precios de venta y las curvas hacia arriba. La situación de la farla: un futuro brillante. Las ideas del árabe se iban a hacer realidad. JW se convertiría en un burgués.
Habían pasado dos días desde que se había reunido con Nenad en un hotel de Londres. El hombre que era el superior de Abdulkarim tenía un estilo totalmente diferente al del árabe. Era agradable conocer al mítico jefe en la sombra. Acercarse a la cumbre.
La negociación con Nenad y los británicos salió bien. Se reunieron en una de las salas de juntas del hotel. Nenad había reservado una, pero lo primero que hicieron los británicos fue pedir cambiar de sala. A Nenad le gustó; su conciencia de la seguridad más alta que la de Abdulkarim.
La sala de las negociaciones estaba decorada con muebles rococó. En el centro había una mesa de madera de avellano de forma elíptica, los apliques de cristal de las paredes proporcionaban una iluminación suave. Era un poco diferente al salón de Abdulkarim.
Los británicos parecían hooligans. Muy lejos del estilo de Chris, el tío que había recibido a JW, Abdulkarim y Fahdi en la fábrica de empaquetado. El que mandaba tenía cincuenta y tantos, con pelo canoso peinado hacia atrás y ropa informal, jersey de piqué de Paul & Shark, chaqueta de Burberry y pantalones de Prada. Cara con cicatrices y jerga relajada. Irradiaba poder y seguridad en sí mismo. El otro tenía sobrepeso, pero no compensaba su tamaño con ropa ancha; cuando el jersey de Pringle le marcaba los michelines causaba una impresión algo ridícula. Pero tras las frases de cortesía, desapareció esa impresión inmediatamente; el gordo era un genio implacable. JW tenía un cuaderno y una calculadora ante sí. El gordo calculaba de cabeza.
Negociaron los precios de la mercancía, diferentes calidades, métodos de envío, sistemas de pago. Repasaron los riesgos y los ingresos. La aduana, la policía de estupefacientes, redes que les hacían la competencia, empresas que se podían utilizar como tapadera. Maneras de asegurarse de que no se la jugaran a ninguna de las partes. Lo que pasaría si desaparecían algunos kilos en el camino. En realidad, ¿quién corría con el riesgo del envío?
Los británicos eran precavidos. Funcionaban de una manera que parecía muy meditada. Después de dos horas, Nenad pidió hacer una pausa.
Subieron a la habitación de Nenad, compararon la posición de la negociación con sus cálculos. El acuerdo que Nenad quería conseguir consistía en coca con un noventa por ciento de pureza dentro de repollos a menos de trescientas cincuenta el gramo. Probablemente serían dos contenedores con mil quinientos repollos en cada uno. Los quinientos del exterior sin farla como medida de seguridad contra los penosos controles de aduana y de sanidad. En total: dos mil repollos llenos de nieve. Cincuenta gramos por pieza de verdura, es decir, cien kilos de cocaína que se enviaría con camiones y en ferry. Haría falta sobornar a la empresa de transportes para que separaran los contenedores de los que tuvieran repollos normales y tenerlos vigilados, además de sobornar al verdadero abastecedor de repollos. En Suecia necesitaban cubrir el transporte, la reducción de la vigilancia de los contenedores así como los gastos habituales de venta y distribución. El precio final de los británicos: entre treinta y cuarenta millones. El precio en las calles de Estocolmo después de descontar el ajuste de precios: de setenta a ochenta millones. Un beneficio de la leche.
Después de una hora y media en la habitación, Nenad estaba decidido. Estaba claro que merecía la pena apostar por ese acuerdo. Fijó un límite por arriba para el precio máximo aceptable y un cierto nivel de seguridad, el más alto.
Bajaron.
Siguieron negociando con los británicos. El ambiente era bueno. Bajo la superficie se notaba la actitud de los británicos: Sabéis que no vais a hacer mejor negocio en ningún otro sitio. Les daba ventaja mentalmente. Les daba fuerza psicológica.
La negociación se alargó, estuvieron dos horas más. JW se cansó de tantas cifras, deliberaciones y cálculos. Al mismo tiempo le encantaba la planificación.
Cuando dieron las dos, las partes habían alcanzado un encuentro preliminar. La tensión se relajó. Nenad se dio la mano con el mayor de los británicos. Se miraron a los ojos: el código de honor sellaba el acuerdo.
Darían una respuesta al día siguiente a las doce para confirmar que la compra había sido aprobada.
Nenad y JW se sentaron en el piano bar del hotel.
El yugoslavo pidió dos coñacs.
—JW, gracias por tu ayuda. Le transmitiré mis felicitaciones a Abdulkarim.
—Gracias por haberme permitido participar. Ha sido muy interesante. Creo que al final hemos alcanzado un buen acuerdo.
—Yo también. Después de nuestra copa voy a confirmar algunas cifras con Estocolmo y espero que todo el asunto sea aprobado.
—¿Quién lo aprueba?
—JW, a veces es mejor no preguntar.
JW no contestó. Había visto la misma expresión fría en Abdulkarim cuando había salido el tema de su jefe; el árabe nunca había mencionado a Nenad, aunque JW le había dado la tabarra. La jerarquía de la venta de droga tenía compartimentos estancos entre sus estratos.
—Una cosa más. Tú nunca me has visto. No me conoces. No me llames por mi nombre en un bar. Nunca menciones mi nombre a nadie.
JW lo entendió. Asintió.
—Si lo haces, sería una pena —dijo Nenad seriamente.
—Tranquilo, lo entiendo. De verdad. Lo entiendo.
El avión era pequeño, con sólo dos hileras de asientos.
JW tuvo que apagar el móvil. El desasosiego le perturbaba. Pensó en el trabajo de la policía. ¿Habían logrado algo? Quizá se habrían puesto en contacto mientras estaba fuera. Si no fuera así, ¿debería llamar a su madre y contárselo? La sentía distante. A Bengt lo sentía aún más distante, fuera de la foto.
En el exterior hacía un tiempo británico, gris. Ni siquiera veía el mar, aunque volaban bajo.
El capitán informó: doce grados en el destino.
El avión atravesó la neblina en la aproximación para el aterrizaje.
Chispeaba.
La isla apareció abajo. Con colinas cubiertas de árboles a los que les estaba estaban saliendo nuevo follaje.
JW en la Isla de Man. Iba a organizar la estructura.
Douglas se encontraba junto al mar. La sensación que daba era intensamente británica. Hoteles, bancos, institutos financieros por todos los lados. En general se veía poca gente; el invierno era temporada baja, sólo banqueros y gente de finanzas en las calles. Bien vestidos, bien situados y conformes con las reglas del juego en la Isla de Man. El paraíso del secreto bancario.
Por supuesto había otros sitios en Europa que eran igual de buenos: Luxemburgo, Suiza, Liechtenstein, las Islas del Canal. Pero el inconveniente era que esos sitios despertaban sospechas. Los de Hacienda y los inspectores de delitos económicos reaccionaban directamente ante cuentas en esos países. La Isla de Man era más discreta y como mínimo con la misma normativa ventajosa.
La base de la idea de la jurisdicción off shore: tiene que ser fácil constituir compañías; potente normativa de secreto empresarial; el secreto bancario, aún más potente; la ausencia de presión fiscal, garantizada.
JW se alojó en un pequeño hotel para esa noche. El servicio, inmejorable, todo el personal le dio la bienvenida con su nombre. Genial.
Caminó por el paseo marítimo hacia la sede del Central Union Bank. Hacía un mes que había cerrado la reunión con Darren Bell, un senior associate. Según fuentes seguras: Darren Bell era una persona de máxima confianza.
El edificio al que iba a entrar era superespectacular. Se veía a cien metros de distancia. Los diez metros inferiores eran totalmente de cristal. Las escaleras mecánicas que iban al segundo piso, algunos ficus enormes y los sofás grises de Ligne Roset se veían claramente desde el exterior. JW cruzó unas puertas giratorias de tres metros. Se anunció en recepción.
Miró a su alrededor. Unas estructuras de lámpara de cristal y metal cromado colgaban de cables finos. El suelo era de mármol. Los sofás Ligne Roset, vacíos. Pensó: ¿Alguna vez se sienta alguien en ellos?
No había tiempo para preguntarse nada más. Un hombre salió de un ascensor y se presentó. Era Darren Bell.
Estaba impecablemente vestido con un traje gris de dos botones, pañuelo de seda en el bolsillo del pecho, camisa azul de rayas blancas y gemelos de oro. La corbata tenía un dibujo de rayas diagonales en rojo, gris y azul y estaba atada con un nudo pequeño muy inglés. Zapato inglés con picado de Church. A JW le gustó el estilo; era, en resumen, corporativo al máximo.
Él iba menos formal. El nuevo blazer con una camisa blanca debajo, sin corbata. Pantalones de algodón negros planchados con raya. Correcto pero ligero y completamente adecuado: el cliente tiene que ir menos arreglado que su asesor.
Subieron en el ascensor. Charlaron de cosas intrascendentales. Darren Bell con su acento irlandés: la amabilidad personificada y ojos que comprendían.
La sala de conferencias era pequeña, con vistas a la ensenada. Dos cuadros impresionistas colgados de la pared. Era un día nublado. Darren Bell bromeó: Welcome to the typical Isle of Man soup[78].
Darren le pidió que le explicara sus necesidades.
Le contó lo que necesitaba. Sobre algunas partes no era posible contar todo. Pero lo más importante sí se lo podía explicar, que necesitaba una cuenta con secreto bancario a la que se pudieran transferir fondos con facilidad. Si fuera posible, ingresos por Internet. O en efectivo directamente en la oficina del Central Union Bank en Gran Bretaña. Además hacían falta dos empresas con sede en la Isla de Man. Una con actividad principal dentro de las soluciones financieras para pequeñas y grandes empresas. La segunda no tendría actividad de momento, pero debía estar lista para ser activada con poca anticipación. La identidad del propietario de ambas compañías debía estar protegida por la normativa de confidencialidad. Para las compañías hacían falta cuentas protegidas por el secreto bancario. Por último, la compañía de financiación tenía que poder preparar documentación relativa a un préstamo a una sociedad anónima en Suecia.
Darren Bell tomaba notas. Asentía. Todo era posible. La normativa de la isla permitía casi todo; iba a preparar una propuesta. Pidió a JW que volviera al día siguiente.
Al día siguiente JW volvía a estar sentado con Darren Bell. El banquero con la misma ropa salvo la camisa. Eso rebajó la impresión. JW se preguntó: ¿Por qué no se ha cambiado por lo menos de corbata?
Darren puso sobre la mesa una serie de hojas de Power Point impresas. Cifras, explicaciones gráficas sobre las posibilidades de transferencia, depósitos, costes de transacciones. Explicó lo que había preparado en las últimas veinticuatro horas. Dos compañías listas con cuentas asociadas. Total secreto sobre la propiedad según la jurisdicción de la isla. Una cuenta más, a nombre de JW, sin posibilidad de que pudiera acceder a ella nadie más que quien tuviera una combinación de cifras determinada. Por último sacó borradores de contratos de financiación, de préstamo, de depósito, de confidencialidad, escrituras de apoderamiento y de autorización, listos para ser cumplimentados. El coste de las cuentas: medio punto de la suma ingresada anualmente, cargo mínimo de mil libras al año. Las compañías: cuatro mil libras por cada una en un cargo único. Tres mil de cargo fijo anual. Documentación de préstamo: cuatro mil libras. En total: al menos doscientas mil coronas para JW.
JW pensó: Darren Bell tiene un trabajo genial de la leche.
Darren parecía satisfecho.
—Creo que todo está en orden. Sólo necesitamos tener los nombres de vuestras compañías.
JW estaba encantadísimo. John Grisham[79], puedes retirarte. Esto era de verdad. JW sería pronto el dueño de su propia estructura de blanqueo de dinero. Fantástico.